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Fenomenología de la corrupción

Fuentes: Rebelión

«La corrupción es un derecho del Estado colonial» Evo Morales Si bien el fenómeno de la corrupción atraviesa casi toda la historia de la humanidad, en países como Bolivia, nos referimos específicamente a la corrupción como componente estructural del patrón colonial del poder. La corrupción es un derecho, como privilegio, que se otorga el Estado colonial. […]

«La corrupción es un derecho del Estado colonial»
 Evo Morales

Si bien el fenómeno de la corrupción atraviesa casi toda la historia de la humanidad, en países como Bolivia, nos referimos específicamente a la corrupción como componente estructural del patrón colonial del poder. La corrupción es un derecho, como privilegio, que se otorga el Estado colonial. Su legitimación consiste en una tradición que, por ejemplo, se especificaba en el «derecho de pernada» (derecho que se atribuye el señor feudal de complacerse con la flamante esposa de su siervo) o el «derecho de patronato» (privilegios y facultades que se le otorga al patrón por ser patrón). Estos «derechos» reclaman la naturalización de los privilegios; es decir, los privilegios vienen con la sangre, secularizadamente quiere decir: el novo ordum se legitimiza eternamente por sucesión hereditaria.

El Estado colonial se otorga estos «derechos» antes de todo derecho. El espíritu mismo del derecho positivo no es otra cosa que la secularización de estos privilegios naturalizados; el ius gentum (derecho de gentes) y el ius peregrinandi (derecho internacional) no es el derecho de todos sino el derecho de quienes se considera gentes: la determinación moderna del individuo: el ciudadano. Por eso quienes logran acceder a esta nominación lo harán renegando de su condición originaria (blanqueamiento histriónico del que niega lo que es y asume lo que no es), adoptando las determinaciones últimas de la ciudadanía: libertad de contratos y propiedad privada; por eso estos derechos, después, se expanden al espejo de esta ciudadanía abstracta (aunque con color específico): las personas jurídicas, las empresas; quienes gozarán también, en lo sucesivo, de derechos humanos.

En ese sentido, la corrupción no riñe con el derecho, pues la misma ley consagra esos privilegios. Por eso se presenta como el «imperio de la ley». Como tal, lo que tiene enfrente, ya no son sujetos, cuya dignidad deba respetar, sino meros súbditos, vasallos. Los seres humanos se transforman en esclavos de un imperio que dice: fuera de mí no hay dios, ni juez, ni rey. Por eso violar la dignidad humana no es contrario al derecho colonial; es más, ese derecho consiste en la legalización de esa violación. Por eso la corrupción está en su origen mismo. La clasificación racial constituye el suelo de la discriminación positiva que realiza el derecho moderno-colonial: hay Estado de derecho para unos cuantos (los operadores que precisa la ley) pero Estado de guerra para el resto.

John Locke lo manifiesta explícitamente, porque el ser humano del cual habla (el ciudadano europeo moderno) «tiene el derecho de castigar a un culpable, haciéndose ejecutor de la ley natural». El culpable que, por supuesto, somos nosotros, por transgredir aquella ley natural (el oponernos, por ejemplo, al robo de nuestras riquezas o la expulsión de nuestra tierra, o sea, nuestra «insensata» negación a los business) «viene a manifestar que con él no rige la ley de la razón, que es la medida que Dios estableció para los hombres». Es decir, nuestra negación es negación diabólica. La secularización del derecho divino de los reyes ha producido los modernos derechos humanos liberales; derechos del propietario que, como mediación de la circulación del capital, globaliza estos «derechos humanos» y, en nombre de los cuales, se niega y aplasta todo derecho humano.

La corrupción está en el origen; pues estos derechos son el atropello del derecho de los demás. Si la corrupción es consentida como un derecho natural, la negación de esta a los subalternos es coherente con el espíritu del Estado colonial: es un privilegio del patrón, no del vasallo. Por eso la iracundia del sector conservador, ante los actos recientes de corrupción, no impugna la corrupción misma sino ese su derecho arrebatado por los vasallos (si la corrupción es cometida por las elites no hay problema, el problema aparece cuando este derecho ya no pueden ejercerlo las elites mismas): la corrupción de su sociedad es el espejo de su misma condición, la imagen y semejanza de su creación. Por eso la diligencia acusatoria de los medios no clama justicia sino venganza; reclama el desencubrimiento de algo que sostenía la reproducción eficaz del sistema de dominación, porque ello les obliga a impugnar ese fenómeno, a poner en suspenso una moral acorde a la corrupción estructural de una sociedad adicta al enriquecimiento ilícito. Por eso la saña (¿qué decía Caifás?: «os conviene que muera uno solo y no perezcamos todos»). Se trata del resentimiento típico del poder. 20 años de corrupción neoliberal no merecían la más mínima denuncia sino el consentimiento tácito de su naturalidad. Si ahora los maestros de la corrupción (como los senadores de ¿podemos?) acusan, se demuestra lo corrompido del derecho. Por supuesto, los maestros no dejan huella y, en su sorna, señalan la inocencia del primerizo. Lo cual no produce su perdón sino su encono: mancillar ese su oficio descubierto es lo que les irrita. Por eso se ensañan contra los acusados, pero no apoyarán jamás la ley anticorrupción, porque eso sí sería el desmantelamiento total de su condición.

Por eso señalan amenazantes: fuera de mí no hay juez. El derecho colonial consiste en eso: en negar que todos sean jueces. Si uno es juez, todos son jueces. Pero la mentalidad colonial dice todo lo contrario: fuera de mí nadie es juez. Esa es la corrupción originaria, inicio de todo despotismo. Presente también en la ley, como la autoridad suprema. Por eso: no hay autoridad legítima en sí misma. Toda legitimación proviene del reconocimiento recíproco e intersubjetivo de la dignidad de todos. El juez no puede jamás impartir justicia si no asume que los demás son también jueces, que sus actos son también objeto de juicio. Este reconocimiento le devuelve dignidad otorgando dignidad a los demás. Si todos son jueces, nadie puede atropellar a nadie. Por eso la justicia no puede ser unívoca. El pluralismo jurídico va más allá de la diversidad jurídica. Consiste más bien en la constatación de que todos somos jueces, es decir, sujetos ante la ley y no meros vasallos de ésta. Por eso la ley está hecha para el ser humano y no al revés. Acabar con la corrupción no consiste en afirmar ciegamente un «imperio de la ley» sino en negar todo imperio. Porque ciego es aquel que no asume responsabilidades. El sujeto no es deducido de la ley sino el productor de leyes. Esta potestad es lo que le otorga cordura, lucidez, es decir, responsabilidad. En esta responsabilidad radica su libertad ante la ley: la vida concreta del sujeto viviente como criterio último de la ley.

Una lucha contra la corrupción es parte constitutiva de un proceso de descolonización. La cual debe enfrentarse en todos los ámbitos, porque la corrupción no es patrimonio exclusivo de una sola instancia, es parte constitutiva de la estructura del sistema colonial; y es algo que, en los últimos 20 años, ha atravesado también dirigencias y organizaciones populares. El show de los medios insistirá, como dios, en repartir culpas a granel; pericia del que gusta enlodar todo para que su propia suciedad no sea tan obvia. Pero la acción del presidente, por demás encomiable y nunca reconocida por aquellos que nunca habrían hecho algo semejante (pues semejante destitución de un hombre clave es inédita), merece ser acompañada de una abierta recomposición moral de las dirigencias. En definitiva, es lo que el proceso va exigiendo: la reconstitución de cuadros políticos coherentes con esta nuestra revolución descolonizadora.

Rafael Bautista S. es autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA» y «LA MEMORIA OBSTINADA» [email protected]