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Reseña de "¿Qué mundo es este?", de Judith Butler

Fenomenología de la distancia social

Fuentes: Rebelión

El punto cero de la sensibilidad es el tacto. Para comprobarlo no tenemos más que cerrar los ojos, tratar de encontrar un momento de calma olvidándonos del trajín del mundo y, entonces, notaremos la temperatura, la caricia de la ropa y la solidez de la silla. Tan habituados estamos que no prestamos atención al contacto con las cosas que nos rodean y envuelven. Y, si hacemos un ejercicio de recreación, yendo mucho más atrás, sabemos que lo primero que disfrutamos fue la caricia del cuerpo de nuestra madre. Todas las crías fuimos contenidas confortablemente en el vientre materno mientras oíamos los latidos y el rumor de los cuerpos.

Teniendo en cuenta el carácter fundacional del tacto para nuestro conocimiento del mundo, me parece pertinente que Judith Butler formule una fenomenología del contacto físico a la luz de la pandemia. ¿Qué mundo es este? sigue la estela del reciente ensayo de Bruno Latour ¿Dónde estoy?. Sin embargo, mientras Latour era bastante pesimista en su comparación del humano confinado con el Gregor Samsa de Kafka, Butler reflexiona con algo más de distancia temporal, para marcarnos una serie de responsabilidades colectivas que faciliten la gestión de la vida cotidiana en un mundo desigual, tóxico y en crisis. Su fenomenología táctil desemboca en una llamada a la buena voluntad y la creación de espacios de compromiso social y político en los que no haya contacto físico.

Butler escribió su reflexión en plena ola de la variante ómicron y esto hace que algunas de sus afirmaciones en torno a la percepción de los demás nos resulten chocantes. Al fin y al cabo, la consideración del virus de la covid-19 como una enfermedad endémica ha permitido que gran parte de las restricciones al contacto físico en los espacios públicos hayan desaparecido. Podríamos decir que la progresiva recuperación de la cercanía en las relaciones sociales ha tenido una especie de efecto amnésico para la mayor parte de la población. Leído desde esta tendencia al olvido, el ensayo resulta muy fructífero a la hora de comprender el alcance que ha tenido la renuncia a la cercanía física con los demás. Hemos estado meses evitando los encuentros, los abrazos y los besos con la familia y los amigos. Parece mentira que hayamos sido capaces de asumir tantas prohibiciones. O, concretamente, que hayamos pedido permiso antes de saludar a alguien con dos besos. Desde esta corta perspectiva temporal, podemos reconocer la enorme tristeza que produce la profilaxis social.

También resulta evidente que la pandemia se ha estado viviendo en EEUU de forma muy diferente que en Europa. Las carencias sanitarias que afectan a gran parte de la población norteamericana les hacen más conscientes de la propia vulnerabilidad ante cualquier enfermedad. Sin embargo, nosotros hemos pasado del desastre de la atención médica que dejaba abandonados a su suerte a los ancianos en las residencias, hasta llegar a la presión de las autoridades políticas y sanitarias para acatar protocolos y consumir medicamentos de carácter dudoso. Es evidente que la gestión de la pandemia nos ha dejado una resaca bastante desagradable que nos debería llevar a una reflexión profunda y serena. Al discurso del escepticismo más o menos radical se están sumando algunas declaraciones que suenan un tanto cínicas a toro pasado. Ahora parece que nos podemos permitir decir, por ejemplo, que hemos sido manipulados por la sensiblería izquierdista y que las generaciones anteriores no hubieran consentido semejantes restricciones a las libertades. Probablemente, mi abuelo hubiese seguido trabajando, como lo hizo con 15 años en plena guerra civil. Pero es absurdo plantear una especulación de este tipo. El mundo era muy diferente hace menos de un siglo. Esto mismo lo señala Franco “Bifo” Berardi en El tercer inconsciente, cuando cuenta cómo en plena efervescencia política del 68 nadie prestó atención a la tercera mayor pandemia de gripe del siglo XX que se llevó por delante entre uno y cuatro millones de personas.

Lo cierto es que cualquier simplificación tiene el peligro de abundar en el ruido de la polémica y distraernos del análisis más minucioso. Con el libro de Butler tenemos la oportunidad de descender desde una contextualización general de la desigualdad en el acceso a los cuidados y vacunas hacia una reflexión más concreta sobre la separación social. Su propuesta es repensar un aspecto del mundo tal y como hoy se nos ha quedado. Para adentrarse en la descripción fenomenológica, Butler repara en cómo hemos llegado a temer el tacto y el aliento de los demás como algo potencialmente peligroso. Una sospecha que se ha convertido en “un lastre, algo que nos arrastra hacia abajo, una especie de dolor perpetuo que aflige todas las articulaciones de la sociabilidad”. El propio estar en el mundo acabó por experimentarse como una conducta de riesgo que incluso nos alejaba de los objetos cuya superficie pudiera estar impregnada del virus. Todas las cosas y todas las personas se mantenían a distancia mientras no fueran desinfectadas. Era evidente que esta anomalía profiláctica solo podía ser aceptada de manera temporal, a no ser que se pretendiera desencadenar una neurosis obsesiva masiva.

A pesar de un punto de partida claramente melancólico que serviría para colocarnos en una recuperación del contacto con el mundo, Butler nos exhorta a seguir siendo responsables para evitar posibles peligros. En su fundamentación deontológica acude a los conceptos de tragedia y culpa de Max Scheler. Podemos aplicar fácilmente la noción de tragedia a nuestra experiencia de la pandemia con solo reparar en cómo se nos vino encima sin remedio. Es más, esa inevitabilidad ha introducido un principio de incertidumbre con respecto al futuro bastante desagradable que se alimenta con las crisis económica, energética y ambiental anteriores y sucesivas. Butler no analiza la sensación de impotencia ante el devenir del mundo que se solidificó con la tragedia de la pandemia. Sin embargo, nuestro vivir sumergidos en la inseguridad está minando la propia noción de progreso que seguía arraigada en el imaginario colectivo occidental. Por otro lado, esa culpa scheleriana es una noción muy cargada religiosamente. Desvía la noción laica de responsabilidad compartida hacia una carga individual difícil de gestionar, porque nadie puede desear convertirse en un foco de infección que impacte catastróficamente en sus propios allegados. Por mucho que Butler aclare que esa culpa “no es de nadie”, en la práctica, los contagios han llevado aparejados un juicio moral al comportamiento irresponsable de la persona enferma unido a la obligación de segregarse socialmente hasta que las autoridades considerasen oportuno.

La primera parte de esta fenomenología de la pandemia desemboca en una lección social y ética: “que la vida que vivimos nunca es exclusivamente nuestra, que las condiciones para que una vida sea vivible tienen que garantizarse”. Una apelación desde el ciudadanismo a procurar los cuidados necesarios a los demás y a todos los seres vivos en un momento de crisis global. Y que implica, entre otras renuncias, sobrellevar con estoicismo la distancia social para “proteger las vidas”. De hecho, si pudiéramos cambiar hacia un modelo de decrecimiento económico que priorizase la protección de las personas más vulnerables, esto conllevaría toda una serie de restricciones más o menos voluntarias con respecto a nuestra forma de vida actual.

En cualquier caso, el libro no acaba de cuajar como fenomenología del tacto al quedarse en una sencilla descripción del impacto de la covid-19 a la que le falta profundidad y riesgo. No alcanza la médula de lo que ha supuesto para nuestro estar en el mundo este cuestionamiento del contacto. Entre algunas de las obviedades que Butler deja escapar, llama la atención que asuma la repugnancia que hemos llegado a tener a la cercanía con determinados objetos y espacios comunes sin reparar en lo cerca que se encontraba de una fobia. El concepto de “contacto compartido” tiene muchos resquicios para comprender cómo estamos perdiendo el mundo. ¿Tocamos a todos los vecinos cuando abrimos el portal del edificio? Esa reflexión no solo se abre a lo inquietante de un tacto distante, sino a una especulación que se acerca a lo delirante: la mano del vecino ha exudado el virus letal impregnando fatídicamente el pomo. Al margen del sustento científico de esta noción, aquí hay mucho que menudear, porque ha despertado una angustia de lo común. Durante años los espacios compartidos como ascensores, autobuses o escaleras se han vuelto siniestros.

Butler acaba esbozando una fenomenología de la sospecha al escribir “no queda claro si tú me afectas a mí o si soy yo quien te afecta a ti, y quizá ninguno de los dos sepamos en ese momento si ese afectar/ser afectado es también una forma de infectar/infectarse”. Hay que ser cuidadosos a la hora de hacer estar afirmaciones, porque se podrían aplicar a cualquier enfermedad considerando la experiencia de la alteridad como una ruleta rusa. Por un lado, debemos recordarnos que siempre estamos expuestos a riesgos. Ya nos advirtió Baudrillard a finales de los 80’ de esas nuevas patologías que atacarían a nuestros “cuerpos sobreprotegidos por su escudo artificial, médico o informático, y vulnerables, por tanto, a todos los virus, a las reacciones en cadena más “perversas” e inesperadas”. Esto lo escribía en torno al sida y parece que no hemos aprendido mucho sobre las consecuencias de una sociedad profiláctica y súper medicada. Y, por otro lado, por muy desagradable que sea el tono apocalíptico de Baudrillard, no podemos permitirnos la ingenuidad a la hora de pensar en las consecuencias a medio y largo plazo del miedo al contacto con los otros, por muy contagiados que estén. Cuidarnos supone no abandonar a los enfermos.

En la última parte del libro, Butler busca las raíces de su fenomenología del contacto en el pensamiento de Merleau-Ponty y su idea del entrelazamiento, una especie de abrazo al mundo con resonancias eróticas. No obstante, le reprocha al francés la ausencia de cualquier dimensión inquietante en su voluptuosa visión del tacto. Con la puesta entre paréntesis del mundo (la epojé fenomenológica), Ponty habría olvidado la violencia que alguien puede ejercer mediante un contacto no deseado. Butler apunta la posibilidad de corregir esta descripción merleaupontyana del entrelazamiento sumándole el análisis del cuerpo racializado de Fanon o incluso el pensamiento de la Escuela de Frankfurt, referencias que son simplemente señaladas como una suerte de enmienda materialista a los peligros del idealismo fenomenológico.

Con este reproche, Butler pasa por alto el compromiso político y el debate con el marxismo de Merleau-Ponty. Un pensador que formó parte del comité editorial de Tiempos modernos y cuya ruptura con Sartre se fundamentó en sus discrepancias en torno al devenir revolucionario de la historia, acusando de idealismo a la teleología comunista. Al margen de su pedigrí político, insistió en que la fenomenología debía ser una superación de la diferenciación entre materialismo y espiritualismo proponiendo como punto de partida la intersubjetividad originaria del ser humano. Somos animales relacionales, estamos imbricados con el mundo y los demás desde el inicio de nuestra existencia y, por supuesto, antes de cualquier conciencia reflexiva. En consecuencia, el pensamiento sobre lo político de Merleau-Ponty tiene una clara voluntad de atenerse al mundo asumiendo su contingencia para afrontar las miserias y los peligros. Y se pueden encontrar numerosas referencias al entrelazamiento problemático con el mundo, por ejemplo, al explicar la contingencia de la violencia: “Cuando nuestras iniciativas se hunden en la pasta del cuerpo, en la del lenguaje, o en la de este mundo desmesurado que no es dado para que lo acabemos, no es que un genio maligno se oponga a nuestras voluntades”.

Igual que Butler, Merleau-Ponty quiso distanciarse del idealismo con un “atenerse a las cosas mismas” pasado desde el ámbito de lo filosófico a lo político en un “que toda empresa descanse en ella misma”. Comprendiendo que la vida social y pública es “un laberinto de idas y venidas espontáneas, que se entrecruzan, a veces se cortan, tantas mareas de desorden”. Nunca desvinculó la vivencia del cuerpo de la posibilidad del sufrimiento. El entrelazamiento es “entre mi cuerpo y yo y los demás, mi pensamiento y mi palabra, la violencia y la verdad”. Aunque esa mezcla sea desconcertante e incomprensible.

¿Qué mundo es este? está plagado de afirmaciones generales que merecería la pena concretar y debatir para no caer en simplificaciones. Por ejemplo, cuando Butler señala que la necesidad “de regular asuntos como la contaminación del aire, la transmisión viral, el contacto corporal, los accidentes laborales, la violencia sexual” en este mundo compartido “tiene un coste que algunos no quieren pagar: aquellos que relacionan los derechos que han de perder con su sentido de libertad personal y el derecho a lucrarse”. Resulta bastante problemática esa unión de asuntos de naturaleza tan distinta orientando su solución a cuestiones de lucro y libertad. La lista de posibles objeciones al propio razonamiento es muy larga como para zanjar el dilema con una apelación a un “capitalismo responsable”.

El libro termina con una reflexión sobre el duelo y la melancolía en la que estamos instalados. Durante la pandemia, no solo han fallecido personas de quienes no nos hemos podido despedir, sino que muchos se saben “prescindibles”, cuerpos que no importan, gracias a la desigualdad a la hora de recibir los cuidados y a la falta de medidas para afrontar las diversas crisis que se están enlazando. Una situación que solo puede superarse apelando a lo colectivo, como bien nos recuerda Butler. De ahí que, para tratar de superar esta paralización angustiosa, las últimas páginas del libro estén dedicadas al feminismo de Latinoamérica y a su capacidad para movilizarse. Nos queda la tarea urgente de reinventar espacios compartidos.

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