«¡Muy señoras y muy señores míos!… Habiendo sido invitado a dar una conferencia […] sobre un tema popular…, he de decirles que, por lo que a mí respecta, el asunto de ésta me es indiferente…» Con estas palabras, escritas por Anton Chejov para dar voz a Niujin, su personaje de Sobre el daño que hace […]
«¡Muy señoras y muy señores míos!… Habiendo sido invitado a dar una conferencia […] sobre un tema popular…, he de decirles que, por lo que a mí respecta, el asunto de ésta me es indiferente…» Con estas palabras, escritas por Anton Chejov para dar voz a Niujin, su personaje de Sobre el daño que hace el tabaco, comienza un chorema mío que disfrazado de ponencia leí (sólo algunas partes) a una semana de que se cumpliera el primer mes de haber sucedido la tragedia que hoy nos tiene aquí convocados… corrijo: la tragedia que nos tiene aquí convocadas, convocados, no había sucedido casi un mes antes, viene sucediendo de mucho tiempo atrás.
Hace unos días, el último de ese mes que, dicen, tiene la luna más hermosa, traía a colación en esta misma plaza un artículo en el que José Woldenberg dice que «el país transita por una situación crítica y no ayuda a la comprensión de lo que estamos viviendo hacer referencia en bloque a una entidad tan abarcadora y compleja como lo es el Estado»; sí: el Estado, esa «constelación de instituciones» que el ex consejero del otrora IFE reconoce «jerárquicas, especializadas y -apunta- con diferentes grados de responsabilidad».
Y, resulta, que hoy estamos aquí en esta plaza abrigando un mismo lema como bandera: «¡Fue el Estado!»; ese, dijera Woldenberg, «laberinto institucional complicado y rebuscado» en el que, nos dicta el autor, debemos «detectar con claridad -no de manera especulativa o retórica o a través de derivaciones ‘lógicas’- a los responsables directos e indirectos, a los culpables por acción y por omisión de los cruentos e incalificables sucesos que han sacudido a la nación» o, de lo contrario, caeríamos en reduccionismos y simplezas.
Sin embargo, la cátedra de cultura política no termina allí y, después de insistir en que el Estado «ya no es lo que era o lo que imaginábamos que era: una entidad todopoderosa capaz de imponer el orden en el momento en que lo quisiera», exculpa: «No se trata de entidades que pueden y no quieren, sino que quieren y no pueden» y, para rematar, adoctrina: «debemos tener claro que la única justicia hoy por hoy es la que las propias instituciones del Estado, diseñadas para ello, pueden ofrecer». ¿Quién es quien cae en reducciones y simplezas?
¿Por qué quienes hoy hemos sumado nuestras voces y nuestros pasos a esta jornada de acción global por Ayotzinapa convocada por las escuelas superiores, universidades y tecnológicos del país insistimos en la «simpleza» de decir: «¡Fue el Estado!»? ¿Tenemos acaso plena noción de lo que ese concepto político significa, definido por Marx no como «el reino de la razón, sino de la fuerza», no como «el reino del bien común, sino del interés parcial [que] no tiene como fin el bienestar de todos, sino de los que detentan el poder»? Quizás no; pero, tampoco, estamos dispuestos a que los profesionales de la política nos vengan a decir que nuestras voces o son simplezas o son, como dice Juan Villoro citando a su tocayo Rulfo, «rencor vivo».
Fueron ellos, los profesionales de la política, y las damas que en el danzón de la corrupción y la impunidad les acompañan, quienes hicieron de lo que debería ser el arte de ponernos de acuerdo cuando pensamos diferente en bien de la cosa pública un circo de prebendas y traiciones de principios donde los saltimbanquis de siglas y colores han hecho su agosto. Si la política es, como dice Villoro, «campo de la opinión airada, la falta de sentido de las obligaciones, la intolerancia, la búsqueda de fines sin reparar en los medios», es porque sus profesionales y sus coreutas la han reducido a eso.
José Ramón Enríquez escribe en su nota más reciente que desde la perspectiva de un Estado cuyos órdenes están plagados de narcopolíticos sí ve lo de Ayotzinapa como un crimen de Estado. Se apura a aclarar, que el terrorismo de este Estado no es el de López Mateos contra Genaro Vázquez o el de Echeverría contra Lucio Cabañas y pone la mira en la venta de drogas, el lavado de dinero, la corrupción misma del Estado y, sobre todo, la ampliación de los mercados de armas; en otras palabras, en los negocios del crimen organizado.
Es aquí donde radica la razón de que hoy digamos sin titubeos: «¡Fue el Estado!» En su tratarnos como niños chiquitos, quienes detentan el poder en eso que llamamos el Estado se resisten a regular el consumo, la venta y la producción de estupefacientes; esa falta de regulación hace que el negocio del narcotráfico produzca ganancias exorbitantes de las cuales, a diferencia del erario público, nadie tiene porqué dar cuentas. No es el narcotráfico, que es sólo uno de los muchos negocios del crimen organizado, el que ha infiltrado a la clase política y sus partidos; es la clase política, son sus partidos, los que han entrado a los negocios de sangre y muerte, no sólo al narcotráfico, insisto, del crimen organizado. Y, hoy por hoy, esas instituciones de las que Woldenberg quiere que esperemos justicia no son sino agencias del crimen organizado.
«¡Fue el Estado!», dijimos, cuando los criminales en el Estado quisieron vernos la cara y dirigieron los reflectores de sus televisoras y medios de (des)información a una pareja que hoy llaman «imperial», en el modus operandi de lo que el infame personaje de la también infame película de Luis Estrada, La dictadura perfecta , llama «la caja china». «¡Fue el Estado!», dijimos, cuando los criminales en el Estado quisieron reducir las responsabilidades de lo ocurrido en Ayotzinapa en un cártel con nombre de programa electorero del PRI cuyo supuesto líder se dizque suicidó en Morelos. «¡Fue el Estado!», decimos hoy, tras el montaje de la captura del ex alcalde de Iguala y su esposa incómoda ; porque hoy, decir crimen organizado y decir Estado, es decir lo mismo.
Estamos en medio de lo que la nariz tras el pasamontañas llamaba desde 1997 la IV Guerra Mundial, una guerra que se realiza entre «los grandes centros financieros, con escenarios totales y con una intensidad aguda y constante […] La ‘mundialización’ de la guerra [que] no es más que la mundialización de las lógicas de los mercados financieros» han hecho del Estado y sus gobernantes, otrora rectores de la economía, en «regidos, más bien, teledirigidos, por el fundamento del poder financiero: el libre cambio comercial». Así, «el capitalismo mundial sacrifica sin misericordia alguna a quien le dio futuro y proyecto histórico: el capitalismo nacional» y las empresas y los estados se han venido derrumbando en minutos. Eso representa Ayotzinapa: la descomposición más atroz del Estado, y, de paso, de «todas las falacias discursivas de la ideología capitalista: en el nuevo orden mundial no hay ni democracia, ni libertad, ni igualdad, ni fraternidad».
En mayo de 2011, Javier Sicilia pasaba revista a una serie de casos que ponían en evidencia que en todos los partidos políticos «hay vínculos con el crimen y sus mafias a lo largo y ancho de la nación», de suerte que las y los ciudadanos terminaremos preguntándonos: «¿por qué cártel y por qué poder fáctico tendremos que votar?» No hay duda, como dijera Sayak Valencia, sobrevivimos en medio de un capitalismo gore, basado «en la violencia, el (narco) tráfico y el necropoder» que muestra «algunas de las distopías de la globalización y su imposición»… por el mismo Estado… pero, como dijera Chejov por la voz de Niujin, «el tiempo fijado para esta conferencia ha expirado ya».
Habiendo dicho todo lo anterior, quisiera traer por un segundo el pixan , el alma de Ignacio Ramírez «El Nigromante» y decir, no obstante, que no, no FUE el Estado: ¡ES el Estado! Ayotzinapa no pasó sólo el 26 de septiembre; Ayotzinapa es la Guardería de ABC, Atenco y el #1Dmx que terminaría costándole la vida a Juan Francisco Kuykendall y desapareciendo a Teodulfo Torres Soriano; es el feminicidio vuelto deporte nacional junto con la trata de personas; es la persecución, encarcelamiento y/o asesinato de defensores de derechos humanos y ambientales; es la criminalización de la protesta y la tibieza pusilánime que dice que no tomar partido es ser radical. ¡No fue el Estado! ¡Es el Estado reducido a guardia privada de la plaza comercial tipo mall en que el capitalismo ha convertido al planeta! Ayotzinapa no fue, Ayotzinapa es, y, si no hacemos nada, Ayotzinapa será.
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