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Reseña del libro "Cuaderno de Enero" de Mohammad Jidayr, Ed. Hiru, Hondarribia, 2004.

Goya visita Iraq (y le parece que ya ha estado antes)

Fuentes: Ladinamo

A veces hay que agacharse para encontrar un libro o incluso leerlo agachados, por debajo de la línea de tiro de los periódicos, emboscados para recoger todas esas verdades que circulan semiclandestinas muy cerca del suelo (o esas botellas de náufrago que flotan entre las olas). En estos días la editorial Hiru de Hondarribia, especialista […]

A veces hay que agacharse para encontrar un libro o incluso leerlo agachados, por debajo de la línea de tiro de los periódicos, emboscados para recoger todas esas verdades que circulan semiclandestinas muy cerca del suelo (o esas botellas de náufrago que flotan entre las olas). En estos días la editorial Hiru de Hondarribia, especialista en literaturas perdidas, asilo de rebeldes mayores y menores, publica Cuaderno de enero, del escritor iraquí Mohammad Jidayr, en una edición cuyo carácter solidario requiere pocas explicaciones (y en la que lo acompaña Funeral de disfraces, volumen de relatos del también iraquí Abdul Sattar Al-Maidani, traducido por Ignacio Gutiérrez de Terán, uno de los más brillantes y sólidos arabistas españoles). A alguien podría parecerle inmodesto reseñar un libro que ha traducido el autor de estas líneas, pero hay ocasiones en que uno debe renunciar a una virtud pequeña para iluminar una virtud mayor. Mohammad Jidayr, maestro de 62 años obstinadamente enraizado en su Basora natal y uno de los más grandes escritores de Iraq, enseña que se puede escribir a la luz de los incendios y en medio de la obscuridad inducida de los aviones de guerra; y enseña que escribir en esas condiciones no es sólo excavar una brecha donde sublimar y olvidar, volcado sobre uno mismo, el horror cotidiano; la escritura individual constituye, entre los escombros, el medio legítimo, el gesto necesario, de la memoria colectiva. 

En enero del 2.001, después de que el bloqueo estadounidense hubiese restado ya un millón de vivos, Jidayr recuerda ese otro enero de diez años antes que hoy continua, si cabe, a mayor escala: los bombardeos, las casas por el aire, los miembros sin nombre, el uranio serpenteando entre los cuerpos, la ciudad sin luz, la posibilidad misma -en este pañuelo de mundo- de la destrucción total. Pero Jidayr no escribe una protesta ni un lamento ni una denuncia, en la prosa directa de los testigos y de las víctimas, sino que reconstruye literariamente el horror para ofrecer al lector esa segunda mirada en la que -como los posos del café en el fondo de la taza- se deposita el destino de las cosas. El cuaderno en el que en enero de 1.991 va fijando, dibujo a dibujo, las escenas del desastre y sus prolongaciones imaginarias, sirve a Jidayr, diez años después, para traducir a la palabra un mundo que ha mezclado los pies con las cabezas, monstruoso, alucinante, premeditadamente goyesco; esa fantasía materializada de los «horrores de la guerra», en medio de los cuales -sin embargo- los vivos siguen oponiendo al fuego de las bombas el fuego domesticado, protector, de la cultura, como en esos banquetes nocturnos en la plaza de Dat-al-Asafi, donde los pucheros siempre encendidos atraen de nuevo a la civilización, noche tras noche, a los habitantes hambrientos y ateridos de Basora. En una lengua riquísima y a veces endiabladamente polisémica -o polípera, como los tentáculos que describe-, fiel a ese tradición árabe en la que la alegoría derrota a la metáfora, Jidayr compone una especie de haiku expandido que funde en un horizonte poético los géneros más variados y dispares: autobiografía, ensayo, relato. En este marco, la referencia goyesca antes señalada no sólo deriva de la cita del encabezamiento: «cuando la razón duerme, se despiertan los monstruos». Extraordinariamente familiarizado con la pintura europea, Mohammad Jidayr convierte a Goya -junto a Picasso y Henry Moore- en testigo solidario de la universalidad de su visión y en personaje sin edad de la ciudad destruida bajo la colina del Murciélago, poblada ahora de calaveras. Goya, por así decirlo, viaja a Basora y lo que ve le resulta dramáticamente familiar.

En estos días en que nos hemos escandalizado en una punzada por la ejecución de un herido desarmado en Faluya, legitimando así la situación criminal que hace posibles esos «excesos aislados» (aceptando, pues, como «normales» los bombardeos de civiles, los asedios medievales y la ocupación por las armas de una nación soberana), es más necesario que nunca escuchar la voz de este gran escritor iraquí que, desde las orillas de Shat-al-Arab, explora los caminos de la literatura para recordarnos y defender «el derecho a un reparto equitativo de las riquezas del mundo, sin olvidar el derecho a una vida sencilla, estable y segura para todos los herederos vivos del planeta: hombres, peces, pájaros, insectos y serpientes. El derecho a conocer y a fantasear, a viajar y a cantar bajo la luz de la luna. El derecho a hablar, escribir y construir ciudades. El derecho a la concordia, la camaradería y la solidaridad. El derecho a fundirse con los elementos naturales y a tocar sus substancias». La voz de Mohammad Hidayr, no lo olvidemos, no sólo nos llega muy bajita abriéndose paso entre el trompeteo de la propaganda: su voz, como la de millones de iraquíes, está literalmente amenazada de muerte.

«Cuaderno de Enero» de Mohammad Jidayr, Traducción de Santiago Alba Rico. Ed. Hiru, Hondarribia, 2004. [email protected] y www.hiru-ed.com