Fue católico, espía, corresponsal y pacifista. Sus libros estaban ambientados en los lugares más calientes del mapa político mundial. Se anticipó diez años a Vietnam, estuvo con Fidel Castro antes de la revolución, entabló relación con los sandinistas, fue amigo de Torrijos, tuvo la entrada prohibida a Estados Unidos y se burló del mismo servicio […]
Fue católico, espía, corresponsal y pacifista. Sus libros estaban ambientados en los lugares más calientes del mapa político mundial. Se anticipó diez años a Vietnam, estuvo con Fidel Castro antes de la revolución, entabló relación con los sandinistas, fue amigo de Torrijos, tuvo la entrada prohibida a Estados Unidos y se burló del mismo servicio secreto inglés del que formó parte. Pero además, sobre ese telón de fondo escribió algunos de los libros más crudos y religiosos del siglo XX. El sábado que viene se cumplen 100 años del nacimiento de Graham Greene. A manera de homenaje, Felisa Pinto cuenta por primera vez los entretelones de la carta contra la Guerra de Malvinas y la Junta Militar rechazada por Octavio Paz en México y publicada en el país en 1982.
Ivonne Cloetta, última mujer de Graham Greene, revela en su libro In Search of a Beginning que al escritor le aburrían enormemente los periodistas, las conferencias y los eventos académicos. No porque quisiera protegerse, sino simplemente porque era un impaciente perpetuo.
Como recién me he enterado de este rasgo de su personalidad, valoro más que antes que haya contestado una carta mía con tintes de militancia pacifista, a propósito de la Guerra de las Malvinas.
En esos días, abril de 1982, era yo colaboradora de la revista Vuelta dirigida por Octavio Paz, en México. Mi contacto allí era el secretario de Redacción, el escritor Enrique Krauze. El me había publicado reportajes a Juan José Hernández, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Olga Orozco. Cuando sobrevino la guerra de las islas, pensé en proponerles una nota de opinión independiente. Tuve la necesidad y la ocurrencia, además del empuje urgente, de escribirle a Greene, en su doble condición de inglés y pacifista. Le pediría su parecer esclarecedor sobre la guerra, para eventualmente publicarla en Vuelta. En Buenos Aires, creía imposible hacerlo.
Pero me equivoqué. Krauze me escribió desde México. Entonces no había correo electrónico. Su carta decía: «Acabo de recibir tu propuesta de colaboración sobre una carta de Graham Greene a propósito de las Malvinas. Nos será imposible publicarla ahora porque ya hemos cerrado la edición. Te agradezco mucho tu colaboración con Vuelta y todos esperamos seguir contando con ella». La lectura entre líneas de esta inesperada respuesta estuvo a cargo de Pepe Bianco, quien creyó ver en ese rechazo el recelo que, según parece, tenía Octavio Paz con Greene.
Mi carta al escritor inglés, en cambio, fue escrita por mí en francés,
lengua que uso más fluidamente. Estaba dirigida al escritor a su casa que entonces tenía en Antibes, en el sur de Francia. Su sitio se llamaba «La Residence des Fleurs», en la Avenue Pasteur. Tenía fecha del 15 de abril de 1982 y decía: «Como periodista, me dirijo a Ud. para pedirle su punto de vista sobre la guerra de las islas Malvinas. Considero que su opinión es esencial para orientar a los jóvenes intelectuales de la América latina y de mi país, que están confundidos y angustiados en este momento caótico y en este lugar que Ud. conoce bien por haber sido invitado, alguna vez, por Victoria Ocampo, y a quien le dedicara su libro El Cónsul Honorario. Ella es hermana de Silvina Ocampo, una buena amiga mía».
Hacia mediados de mayo, me llegó la única carta procedente de Europa en esos meses. Lo cual ya era una rareza. Pero más sorprendente aún, tenía matasellos de Turnbridge Wells y estaba dirigida a «Senor» Felisa Pinto, a mi dirección de entonces. Era su respuesta. En el encabezamiento volvía a considerarme «senor» y decía:
«Dear Senor Pinto:
Gracias por su carta del 15 de abril. Temo que será difícil para Ud. publicar cualquier cosa que yo pueda decir sobre la actual situación en Buenos Aires. Esa es la diferencia en este momento entre su país y el mío, donde yo estoy en libertad de escribir cualquier cosa. Sin embargo, trataré de explicar lo que siento. Pienso que el primer error lo cometió el British Foreign Office. Ellos debieron llevar las negociaciones sobre las islas Malvinas hacia un final satisfactorio para ambos países muchos años atrás. El gobierno argentino tuvo toda la razón para suponer que Inglaterra no apoyaba suficientemente a los habitantes de las islas. Fue la Argentina, precisamente, quien construyó la pista de aterrizaje y fueron aviones argentinos los que, con nuestro consentimiento, hicieron posible los únicos medios de comunicación entre las islas Malvinas y el continente. Además, sólo a una cuarta parte de los habitantes se les había concedido apenas una ciudadanía inglesa limitada.Sin embargo, creo, por otra parte, que la Junta estuvo totalmente equivocada en lo que se refiere a las acciones que efectuó, probablemente para desviar la atención de la crueldad de su régimen.
También fue un error desembarcar en las islas Georgias del Sur, las que nunca habían pertenecido ni a los españoles ni a los argentinos. Actualmente, la lucha innecesaria está tomando lugar y el único final satisfactorio, y en mi opinión y en la de muchos de mis compatriotas, sería la caída de la dictadura militar argentina y un rápido arreglo mediante un acuerdo con un gobierno civil en cuyas promesas pudiera confiarse. Esto incluiría la soberanía argentina sobre las islas y una compensación a sus habitantes. Y para aquellos que quisieran mantenerse como súbditos británicos, podría nombrarse un cónsul que resguardara sus intereses. Sólo podemos esperar y rezar para que algo semejante suceda sin pérdidas de muchas vidas de ambos lados.
Sinceramente suyo,
Graham Greene
P.S. Temo que mientras escribo estas líneas, 5 de mayo de 1982, mis esperanzas de que todo esto concluyera sin que se derramara mucha sangre han sido vanas. A propósito del tema, el diario inglés católico The Tablet sintetiza en uno de sus últimos artículos, referidos a la crisis, un punto de vista que es muy similar al mío. Desde luego, la nota a que me refiero se publicó antes de la trágica desaparición del Gral. Belgrano, acción que me parece un error imperdonable. La intención fue, seguramente, dañar el barco sin pérdidas de vidas, pero no se tomaron en cuenta ni las condiciones del tiempo ni la inmensidad del océano.»
Descartada la revista Vuelta, y asimismo la publicación en La Nación, por razones obvias, fui a verlo a Enrique Alonso, compañero en los años de La Opinión, quien entonces dirigía en Clarín la sección internacional. Alonso no dudó en publicarla, consultas previas mediante. La carta de Greene fue publicada en la sección Opinión el 20 de mayo de 1882. El día anterior me había quedado yo hasta el cierre porque pedí controlar la traducción, a fin de que no se introdujera ni quitara una sola palabra que debilitara el contenido del texto. También pedí obviar mi nombre en el encabezamiento por razones de seguridad personal. No era una medida exagerada ni paranoica en esos días. Así las cosas, Clarín tituló: GRAHAM GREENE: LAS MALVINAS SON ARGENTINAS, y como copete: «El célebre escritor inglés Graham Greene -varias veces candidato al Premio Nobel de Literatura- explica con total claridad su reconocimiento de la soberanía argentina en las islas Malvinas, en una carta que dirigió a una periodista argentina. La importancia de su opinión -con independencia de sus consideraciones sobre política interna argentina- se ve acrecentada porque, como señala Greene, es similar a la del diario The Tablet, que refleja el pensamiento católico de Inglaterra».
Una segunda carta mía, esta vez de agradecimiento al novelista, decía, aparte de los formalismos epistolares:
«Estoy feliz de haber podido publicar su carta, ya que la paz y la vía diplomática parecen tan lejanas. En todo caso, su opinión ha contribuido, seguramente, a la causa del common sense contra el espíritu belicista y loco que domina a los gobiernos de nuestros dos países. Debo decirle que a pesar de las dificultades de censura y autocensura su carta fue publicada, gracias a una coyuntura política impuesta por un sector de fuerzas que apoyan el reemplazo de la junta militar por un gobierno civil. Un último detalle: no se puso mi nombre en el encabezamiento a causa de mi seguridad personal. Ud. sabe, ser periodista en mi país se ha convertido en algo peligroso. Justamente hace quince días tres periodistas ingleses han sidosecuestrados por un grupo paramilitar (o parapolicial) durante ocho horas. Los han liberado después, desnudos, a cuarenta kilómetros de Buenos Aires. Por eso, como soy una mujer de cincuenta años, tengo todavía muchas cosas que hacer más generosas para mí y los otros, que tener problemas con la gente más canalla y reaccionaria de mi país.
Felisa Pinto.
P.S. Por la publicación de su carta en el diario Clarín me pagaron sesenta dólares, esto es el equivalente al salario mínimo promedio mensual de un trabajador argentino».
Cuanto conté este intercambio de cartas con Greene a algunos amigos que lo conocían bien, me advirtieron que el escritor era sumamente prolijo en cuanto a cobrar todo lo que se publicara de su autoría. Eso no sucedió en este caso. •
Vivir su vida
27 años, 3000 páginas y miles de kilómetros por el mundo es lo que le llevó a Norman Sherry terminar la biografía de Greene. Y puede que no sobreviva para verla.
Cuatro días nos separan de un hito que llevó veintisiete años construir: Graham Greene tendrá al fin su propia biografía oficial y definitiva, de poco menos de 3 mil páginas. La curiosidad del evento puede adoptar la forma de las bromas que acostumbraba divertir a Greene: no es seguro que su biógrafo esté allí para contarlo. El profesor inglés Norman Sherry invirtió buena parte de su vida y de su salud para culminar La vida de Graham Greene, cuyo tercer volumen será publicado el jueves 30. Este volumen final cubre el período entre 1955 y la muerte del escritor, en 1991. (Los anteriores, publicados por la editorial Viking,cubrieron los años1904-1939 y1939-1955.) Sherry creyó en un principio que el trabajo le demandaría apenas tres años. Greene le advirtió que él pensaba en unos veinte, «y algunos más». Veintisiete años le llevaron finalmente a Sherry, una tarea que consistió en recopilar todo tipo de documentos in situ, incluyendo los lugares más inhóspitos por los que anduvo Greene. Esta obsesión por seguir los pasos de su biografiado casi lo mata. En Panamá, Sherry estuvo a punto de perder una porción de su intestino; en Haití fue arrestado por la dictadura de los Duvaliers (llevaba consigo un ejemplar de Los comediantes, una novela contra el régimen), en Liberia le dio una «diabetes tropical» y casimuere sordo y ciego. Hoy, a los 69 años, continúa durmiendo pésimo (dejó de dormir plácidamente desde que Greene le confesara sus dudas acerca de ver terminada la obra) y con una próstata cada vez más problemática. Por cierto, la credulidad de Sherry es indiscutida y su biografía abunda en los datos inocuos que podrían hacer de ella la mejor hagiografía: «Cuando Greene estaba en la universidad no iba a la iglesia, entendiblemente, pues era ateo». No hay escándalos y todo queda intacto de la personalidad enigmática de Greene: en los volúmenes anteriores se matizan sus resoluciones, contradicciones y aventuras sexuales, se evitan los contrastes entre su propensión al aburrimiento y su fatalismo moral, se insiste en los datos que son siempre los menos conclusivos. Por eso es imposible ahuyentar la sospecha de que Sherry sea otra practical joke de Greene, una broma en la que también nosotros somos sus protagonistas involuntarios.