El movimiento feminista de México, que por años han venido organizándose y participando en actividades conmemorativas y de demanda social en la fecha clave del 8 de marzo, tiene la oportunidad de trascender y estructurarse en una nueva escala. En este año, además de la ya arraigada movilización a las calles para demandar equidad, los colectivos de género han convocado a un paro nacional de mujeres para el día 9, que implicará que éstas no asistan a sus centros de trabajo o escolares, no realicen compras ni asistan a actividades públicas.
La razón para eso no es la más deseable ni la más afortunada: la extrema violencia que se ha desatado en el país, como una oleada, y que está afectando de manera particular a las mujeres con violaciones, secuestros, desapariciones forzadas y feminicidios. Casi no hay día en que los medios de difusión abiertos o las redes sociales no den cuenta de atroces actos que, de las más bestiales maneras, afectan la dignidad y la integridad física, mental y emocional de las mujeres mexicanas. Y las acciones de los gobiernos e instancias judiciales han resultado claramente insuficientes y tardías ante la magnitud y extensión de esos fenómenos. La llamada alerta de género, declarada, por ejemplo, desde junio de 2016 por el gobierno de Michoacán no ha mitigado en lo absoluto la incidencia de más de un feminicidio cada dos días en el Estado, y ni siquiera se perciben las acciones preventivas contra delitos y atentados a las mujeres.
La demanda central de la protesta, la de seguridad y justicia, no tiene género. La violencia criminal ha alcanzado en el último periodo a individuos y colectividades de ambos sexos y de las más diversas posiciones sociales. Pero es cierto que las mujeres de todas las edades son especialmente vulnerables, y que hay formas de violencia que se ejercen de manera específica contra ellas: el hostigamiento y abuso sexual, la violación, la violencia intrafamiliar y por supuesto el homicidio con agravantes que ahora es designado como feminicidio por la peculiar crueldad y el odio con que se comete. Igualmente ocurre con el acoso laboral. También es cierto que, en la gran mayoría de los casos, el victimario es un hombre.
Lo grave no es sólo la incidencia de determinados delitos sino la impunidad que, si bien es amplia para toda clase de faltas, se agudiza cuando se trata de penalizar una amenaza o falta grave contra las mujeres. No es excepcional el encubrimiento por las autoridades. En el mejor de los casos las condenas son reducidas al mínimo, y eso cuando nuestra deficiente justicia alcanza a imponerlas.
La movilización proyectada para el próximo lunes interpela, entonces, a la sociedad en su conjunto, a los medios, las instituciones educativas, las empresas y, de manera específica, a las autoridades de los tres poderes y de los tres órdenes de gobierno. Se trata de una acción que desconcierta y saca de balance a los responsables de velar por la seguridad pública y la integridad de los individuos.
Por eso, las reacciones al llamado de las feministas han sido en tantos casos desacertadas y faltas de empatía y sensibilidad hacia el problema de fondo que con él se plantea. Ignorar o minimizar la trascendencia de la convocatoria al 9 de marzo, como lo han hecho algunos de los voceros del gobierno, implica subestimar los efectos —así sea por un solo día— que aquélla tiene potencialmente sobre más del 30 por ciento de la población económicamente activa y quizás más del 50 por ciento del consumo.
El oportunismo de tolerar, secundar y dar facilidades a la acción de protesta el día 9, incluso por autoridades y patrones que más bien deben ser señalados como autores de lo que se acusa, resulta en unos casos jocoso y en otros inmoral. Que los jerarcas de la iglesia Católica, siempre excluyente de las mujeres y represora de sus derechos, se estén manifestando a favor del paro no es sino un mal chiste bastante cargado de cinismo.
Pero ha resultado peor la respuesta, originada en la presidencia de la República, que ha catalogado esa iniciativa como producto de una maquinación de los “conservadores corruptos” que han sido afectados por la política sexenal y como un complot contra el mando mismo del gobierno federal. En el extremo de la paranoia, el presidente López Obrador llegó a establecer, en su conferencia del pasado 21 de febrero, similitudes entre el llamado femenil al paro y las movilizaciones de la oposición derechista que prepararon el golpe militar contra el presidente chileno Allende en 1973, y con las conspiraciones cívico-militares que operaron en el derrocamiento de Francisco I Madero en 1913.
Con tan sesgada apreciación de ese fenómeno social, el presidente ratificó su ya en otras ocasiones exhibida incapacidad para entender y asimilar los movimientos sociales que no dirige ni controla. No tiene que ver sólo con su actual posición de autoridad suprema, sino con su propia trayectoria política. En realidad, todas sus experiencias con sectores de la sociedad y movilizaciones de masas siempre se dieron desde posiciones como funcionario de gobierno, candidato o dirigente partidario.
Como delegado del INI en la Chontalpa, López Obrador organizaba a las comunidades indígenas y les otorgaba obras, aprovechando los vastos recursos —lo dice en varios de sus libros autobiográficos— que el gobierno echeverrista le entregaba. Pasó después, como líder del PRI en Tabasco, a intentar un proceso de democratización desde las bases de los procesos políticos partidarios. Como candidato víctima del fraude electoral durante los gobiernos de Salinas y Zedillo, encabezó dos grandes movilizaciones de los tabasqueños a las que nombró como “éxodos por la democracia”. Y luego, presidente del PRD o de Morena, y tres veces candidato presidencial, también desarrolló trabajos amplios de organización de sus correligionarios y seguidores. Pero nunca lo vimos actuando o militando desde un movimiento social plural, amplio y autónomo como el que ahora desacredita.
Pero es cierto que al llamado de los grupos feministas Brujas del Mar y otros se han sumado, de la manera más oportunista, los opositores de derecha al gobierno obradorista, como Felipe Calderón, diputados y funcionarios del PAN, comunicadores y medios que desde siempre han sido ajenos y hasta opuestos por completo a las demandas sociales del género femenino. Ello ha sido posible por varios factores. Primero, la actitud del presidente —que da la espalda a muchas militantes y partidarias de Morena y de su causa— de crítica y desautorización a la legítima convocatoria de los colectivos de mujeres. Segundo, por la urgencia de los grupos de la derecha opositora de encontrar alguna bandera o causa que les permita recuperar un mínimo del prestigio perdido por los gobiernos del pasado reciente y sus apoyadores. Y tercero, porque el propio movimiento feminista no ha desplegado en esta coyuntura todo su programa de transformación social y cultural (que sí existe y en otros momentos se ha manifestado ampliamente) y se ha centrado en el aspecto de la lacerante violencia de género, que aparece como el más urgente y el más convocante a escala social.
¿Pues cómo podrían el PAN, la Iglesia y el calderonismo abanderar la denuncia contra la violencia que representan la penalización del aborto y la prisión que sufren cientos de mujeres por ese delito? ¿Cómo puede el PAN denunciar los feminicidios si Guanajuato, donde ese partido gobierna, se colocó a la cabeza de los Estados con incidencia de ese delito en enero de 2020, con 53 víctimas, y Chihuahua, también panista, figura como la sexta entidad más feminicida, con 15 casos en un mes (El Universal, 2020/03/03)?
También es cierto que el movimiento feminista actual, en alguna de sus expresiones, se ha radicalizado con acciones y consignas de violencia que no sólo denuncian la inequidad sino llevan a la agresión de género contra lo masculino, atacan a las mismas mujeres policías que vigilan sus manifestaciones, afectan inmuebles y monumentos cívicos y han llegado a tratar de prender fuego al portón del Palacio Nacional. Mucho de esto se verá en las manifestaciones del 8 y 9 de marzo. Sus movimientos, no sin una fuerte dosis de espontaneísmo, son con frecuencia infiltrados por el activismo provocador que los infecta. Y así como el discurso presidencial se desgasta y aísla en el desprestigio a los movimientos autónomos, éstos pierden una importante reserva de sus apoyos sociales, reales o potenciales.
El objetivo central del 8 y 9 de marzo será, se ha dicho, visibilizar el tema de la violencia a las mujeres, a las que la sociedad y el Estado no han puesto la atención y las medidas preventivas y de justicia que se requieren. Bien. Pero eso no debe hacer olvidar la situación de explotación y opresión polifacética y multifactorial que padecen las mujeres en la sociedad capitalista y señaladamente en la actual etapa depredadora en que nos ubicamos: la pobreza, marginación, inequidad de oportunidades, discriminación y otras crueles expresiones de su sojuzgamiento social. Contra ello habrá que volver a levantar un programa integral de reivindicaciones que abarque lo político, legal, educativo, económico y cultural para promover el cambio de fondo y el avance del país.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH