Una lectura geopolítica no es una política de Estado; pero sitúa a ésta y le proporciona los márgenes posibles de acción según la disposición cartográfica que le brinda un determinado contexto regional y global. La geopolítica nace de leer políticamente el espacio (en cuanto geografía leída en términos estratégicos), pero leer políticamente el espacio proviene […]
Una lectura geopolítica no es una política de Estado; pero sitúa a ésta y le proporciona los márgenes posibles de acción según la disposición cartográfica que le brinda un determinado contexto regional y global. La geopolítica nace de leer políticamente el espacio (en cuanto geografía leída en términos estratégicos), pero leer políticamente el espacio proviene del hacer autoconsciente un proyecto determinado; porque todo proyecto constituye el horizonte utópico donde descansa la posibilidad misma de la política.
De ese modo, una política de Estado se constituye en la objetivación de la autoconsciencia que un pueblo ha producido en cuanto proyecto de vida. El proyecto es lo que da sentido a toda lectura. En consecuencia, no hay posibilidad de hacer una lectura geopolítica sino dentro de un proyecto político determinado (que es siempre el propio).
Esta distinción lógica nos permite despejar las confusiones. Porque no es lo mismo una lectura -que puede ser un diagnóstico- y un proyecto. Ahora bien, en el caso nuestro, la ausencia centenaria de una política de Estado en torno al mar tiene que ver, no sólo con la ausencia de proyecto sino, sobre todo, con la ausencia de proyecto propio; es decir, la ausencia de Estado nacional es la consecuencia de la ausencia de proyecto propio. Puesto que la nación es un proyecto político, la ausencia de producir nación se traduce en la ausencia de producir Estado. Por eso, lo que hay, no es más que un Estado aparente. Ese es el retrato político de una Estado colonial. Incapaz de producir nación, su devenir consiste en adaptarse del mejor modo posible (que es casi siempre el peor) a las circunstancias que suceden siempre al margen de éste.
En ese sentido, la pérdida del acceso al mar no es sólo imputable al usurpador sino a un Estado señorial-oligárquico incapaz de producir nación; si el Estado es apenas el botín de una casta, se entiende el carácter antinacional de ésta y, en consecuencia, la precoz inclinación hacia intereses ajenos. Si después de la derrota militar prosigue la resignación diplomática, una patología del Estado republicano boliviano debiera dar cuenta del porqué de esa suerte de entreguismo vocacional, del argumentar contra sí mismo para beneficio del enemigo. El juicio al Estado colonial que pretendía la Asamblea Constituyente tenía esa importancia: una «refundación del Estado» tiene sentido si se ha comprendido la patología del Estado que se quiere superar.
¿De qué nos sirve ahora aquello? Nos sirve para señalar los resabios señorialistas que aún perviven como patología estatal. Porque si de derecho hablamos -haciendo mención a las palabras de nuestro presidente en la reunión de la CELAC-, requerimos fundar nuestro derecho al mar en algo ya no sólo consistente, en lo formal, sino coherente con el proyecto propuesto, o sea, con el contenido propositivo que reúne a la nueva disponibilidad plurinacional.
Los resabios señorialistas persisten en producir legitimidad de modo vertical, es decir, por dominación. El derecho moderno-liberal consiste en ello, y Chile es su fiel reflejo, por eso el plenipotenciario Abraham Köning, en 1900, justificaba la usurpación de nuestro Litoral en este sentido: «Chile ha ocupado el Litoral y se ha apoderado de él, con el mismo título que Alemania anexó al Imperio la Alsacia y la Lorena; nuestro derecho nace de la victoria, la ley suprema de las naciones». Todos los tratados admitidos desde esta posición declaran que el derecho lo impone el vencedor.
La lógica jurídica parte de una situación de facto que funda toda jurisprudencia, en este caso, el derecho que da la victoria. Lo que hace Köning y lo que siempre ha hecho Chile es fundar su derecho en el factum de la victoria; desde allí se entiende que la derrota no proporciona derechos. Desde Locke esto se conoce como «estado de guerra», la declaración de la inhumanidad del enemigo; eso le sirve al Imperio Británico para justificar el genocidio de los indios de Norteamérica. En ambos casos, la violencia se descubre como fundamento del derecho liberal moderno.
Ahora que exponemos ya no una reivindicación marítima sino nuestro derecho soberano al mar, ¿en qué fundamos ese derecho? Si el derecho nace del factum de la victoria, entonces hablamos de una legitimidad (y su consecuente legalidad) de modo vertical. La legitimación de modo vertical sucede por dominación y parte de la violencia fundacional que afirma el derecho como patrimonio privativo de quien detenta el poder. El vencedor afirma su pretendido derecho en ese sentido, lo grave es que el vencido admita lo mismo.
Chile se constituye como Estado militarista porque frente a Perú y Bolivia no le quedaba otra opción que la beligerante; por eso, aun hoy en día, no le conviene a Chile la unión de estos países (desde su nacimiento como república, veía ya como amenaza lo que se explicitó en la confederación que propugnaba el mariscal Santa Cruz). Si en Chile prospera la legitimación vertical, en Perú y Bolivia sucede para la desgracia de ambos. En el caso nuestro, las pérdidas territoriales son atribuibles a la casta señorial y no a la nación, ya que ésta no merecía siquiera existir en los planes de aquella. Perder territorio sin defenderlo es algo que carcome al espíritu señorial, por eso no puede sino imprecar a la nación toda de sus propias bajezas: perdimos el Litoral por «carnavaleros» (esa era su letanía, para inculpar a la nación toda su propia responsabilidad histórica).
Los que se hacen con el Estado post-guerra del Pacifico son precisamente quienes nunca lo defendieron: Arce y Campero; quienes junto a Baptista o Montes y hasta Moreno son los patricios de la ideología señorial (por eso no es raro que hasta hoy en día se les rinda honores), que deposita en un chivo expiatorio todos sus oprobios: el indio.
La legitimación de modo democrático es lo que nunca se propusieron, porque en tal caso debían imponerse a sí mismos el reconocimiento de la humanidad del elemento nacional. En consecuencia, los vecinos aprovechan no sólo la débil estructura estatal sino la propia ideología señorial: para quien la nación no merece existir, el país mismo carece de sentido. Por eso no se trata sólo de levantar el derecho sino de tomar conciencia de la necesidad de fundarlo en algo que vaya más allá y supere al derecho que esgrime el vencedor (y reafirma el vencido).
Porque se trata de dos proyectos distintos (uno fundado en la dominación y el nuestro en la liberación), también se trata de dos concepciones de derecho que necesitamos esclarecer, para que la argumentación no sólo sea solida sino muestre la incongruencia e insostenibilidad del otro.
El derecho que podemos argüir no es un derecho emanado por constitución, porque una constitución no es sino también una convención; es decir, no reclamamos nuestro derecho porque nuestra constitución lo diga. Chile también deriva su derecho por constitución y en ésta, como en sus símbolos patrios, se lee: por la razón y por la fuerza. Una constitución objetiva lo que ya se halla fundado y lo que se halla fundado es también el fundamento del derecho, que se expresa después como ley de Estado.
Nuestros argumentos históricos sobran pero, ante la fuerza hecha razón de Estado, no valen. Sólo otra fuerza podría oponérsele. Nuestro derecho al mar, no se funda en la posesión (que ya sería un argumento válido, puesto que Atacama fue usurpada por una guerra que provocó el propio Estado chileno); por eso no es un derecho reivindicacionista (aunque algunos de nuestros ministros no sepan distinguir esto). Nuestro derecho tiene que ver, en primer lugar, con el derecho de todo pueblo a su continuidad territorial. Chile jamás podría argüir la previa presencia araucana o mapuche y menos española en el Atacama. La continuidad de pisos ecológicos que provienen de la era precolombina, advierten la conexión geopolítica del altiplano con la costa, conexión que produjeron los aymaras (que aun existen en el norte chileno); aun hoy en día, el comercio del occidente boliviano baja hacia esos lados.
En el horizonte geográfico de los altiplánicos se encontraba siempre la costa, y en el discurso de la espacialidad del territorio que produjeron los aymaras, la costa constituía la frontera natural para los pueblos andinos. Si la tierra y el territorio son esenciales para la vida de un pueblo, es porque ningún pueblo posee realidad sin su propio espacio y sin la conciencia de su propia espacialidad; pues el suelo desde el cual se levanta como pueblo es, por eso mismo, el suelo vital que le da realidad, porque complementa su propia existencia.
La guerra que inició Chile no tenía afanes sólo económicos. Había fines estratégicos, en este caso, geopolíticos; lo cual se demuestra en los tratados posteriores a la guerra, como en el de 1904. En definitiva Chile se proponía vivir a costa nuestra (con la complicidad de nuestra casta señorial), pues nos convertía en doblemente tributarios, primero del mercado mundial y luego del uso obligado de sus puertos. Con eso aseguraba el desarrollo del norte chileno a costa de nuestra economía. La complicidad del Estado señorial-oligárquico consistió en depender siempre de la salida por puertos chilenos; por eso los tratados no hacían sino ratificar las ventajas que tenía Chile ante la dependencia de un Estado que no buscaba más salidas que las mismas (el botín chileno fue nuestra dependencia, por eso podían chantajear todo lo que quisieran, porque la vocación señorial así lo permitía).
Lo que antes era, y siempre fue, una libre conexión entre altiplano y costa, después de la usurpación se convirtió en un muro jurídico-político que nos condenaba al encierro geopolítico (por eso no es metafórica la acepción de enclaustramiento). El mercado mundial que nacía, lo hacía por el mar y Bolivia quedaba impedida de una concurrencia libre a ese mercado. Su condición de doble tributario hacía más desgraciada la vida en su interior, puesto que los ingresos (en gran parte el propio tributo indígena) ahora debían costear aquel peaje inevitable que imponía Chile. A ello hay que sumar, otra vez, gracias a la complicidad propia, la destrucción del comercio nacional por su supeditación al comercio chileno. La consigna fue siempre vivir a costa nuestra. Chile aseguraba, de ese modo, el modo parasitario de su desarrollo.
Entonces, por último, nuestro derecho proviene de algo anterior a todo discurso estatal: ningún pueblo puede vivir a costas y expensas de otro pueblo. Pretender fundar el derecho en esta injusticia, vulnera al derecho mismo; pues sólo la vida es la fuente de todo derecho posible y, en consecuencia, el derecho sólo puede nacer de la afirmación de la vida, lo cual significa que la vida de uno No puede significar la muerte de otro. El pretendido derecho que postula un Estado a costa de la vida de todo un pueblo no constituye derechos sino es la violación de todo derecho.
Por eso hace bien nuestro presidente en sostener que nuestra protesta no es por reivindicación sino por derecho. Lo que estamos poniendo en evidencia, es la irracional pretensión de fundar el derecho en la conquista. Este es el contexto que nos sirve para proceder con una adecuada lectura geopolítica del contexto actual, en el cual podamos perfilar una determinada política de Estado referida al mar.
Nuestra lectura geopolítica tuvo al parecer eco en ambientes gubernamentales, lo cual nos mueve a argumentar de mejor modo las opciones (porque no basta que se repitan como consignas los argumentos y es mejor que expongan los argumentos quienes los han producido que quienes simplemente los repiten). La nueva disposición geopolítica que va emergiendo en este nuevo mundo multipolar, nos proporciona un contexto, en el cual, sería posible estratégicamente remediar nuestra postración (como ya dejamos señalado en nuestro libro: «Pensar Bolivia del Estado colonial al Estado plurinacional. Volumen II»). De las nuevas potencias emergentes, Brasil y China son las que nos interesan y con quienes ya debiéramos generar las condiciones para establecer nuevas opciones.
Se habla ya de la integración de dos nuevas potencias al grupo de los BRICS; una relativamente mediana pero de importancia geopolítica y geoestratégica: Turquía; la otra es Indonesia y su importancia no es sólo económica sino comercial, regional y también geopolítica. Los BRICS (que serían ahora BRICSIT) apuntan a una integración que va más allá de la puramente económica, lo cual ya se advirtió con la inclusión de Sudáfrica que, junto a India y Brasil, establecen la potestad de una ruta estratégica entre tres continentes. Brasil necesita una conexión efectiva con China para que aquella potestad estratégica sea definitiva. Bolivia tiene entonces importancia geoestratégica, pues es el corredor ideal que requiere Brasil para consolidar su conexión bioceánica.
Nuestra tesis se enfoca en ese sentido. La bioceánica aparece como una oportunidad geopolítica que nos permitiría desplazar la importancia de los puertos chilenos y apostar a la creación de un corredor de integración económico-comercial entre Brasil, Bolivia y Perú. Involucrar al Perú para nosotros es estratégico, pues por el potenciamiento del norte chileno, a costa nuestra, también el Perú sufre la postergación de su región sur. Entonces es necesario insistir en el interés común que representaría nuestra apuesta. Lo cual significa no sólo utilizar los puertos de Ilo o Matarani (como ya se señala inocentemente). Una auténtica estrategia no acaba con el uso de puertos sino con una verdadera integración económico-comercial y sobre todo, geopolítica.
En toda reconfiguración geopolítica las estrategias estatales pasan por asuntos de sobrevivencia de los países. Lo que se evalúa es, en definitiva, un posicionamiento efectivo en esa reconfiguración. Cuando Chile nos enclaustró, condicionó nuestra integración al mercado mundial a la supeditación de sus propios intereses, es decir, geopolíticamente nos anuló.
La sobrevivencia nuestra en el nuevo mundo multipolar, pasa por una adecuada lectura geopolítica de la movible disposición cartográfica, donde los corredores geográficos tienen carácter estratégico. La bioceánica nos podría permitir un posicionamiento más beneficioso, pues se trata de una conexión que la potencia vecina requiere, sobre todo sus Estados de Rondônia y Mato Grosso, además de Sao Paulo, el polo de mayor exportación del Brasil.
Bolivia es el corredor idóneo de acceso al Pacífico. En ese sentido, nuestro país necesita un uso geopolítico de su condición de corredor geoestratégico, apuntando estratégicamente por dónde sale aquel corredor. Cuando de comercio se trata (tasas aduaneras, aranceles, peajes, etc.), a nadie se le ocurriría desestimar ser parte de semejante corredor. Apoyándonos en el hecho de ser la mayor parte del corredor, la decisión de direccionar la bioceánica significa una decisión política, o sea de política de Estado. Por eso no se trata sólo del uso de puertos sino de toda una estrategia que apunte a menguar la importancia de los puertos chilenos y el subsecuente potenciamiento de las regiones peruano-bolivianas involucradas en ese corredor estratégico.
Arica e Iquique dependen del comercio boliviano, pero en las condiciones que nos impuso el Estado chileno, esa dependencia se ha traducido siempre en dependencia nuestra. La mentalidad colonial de nuestro Estado jamás apostó a remediar aquella dependencia y nunca vio otro destino que sostener, a costa siempre nuestra, el desarrollo del norte chileno.
Usar la bioceánica de modo estratégico también supondría un proyecto más ambicioso: la integración amazónica entre Brasil, Bolivia y Perú. Lo cual podría hasta convertirse en un activo estratégico medioambiental que la región podría presentar como respaldo de iniciativas globales de políticas para enfrentar la crisis climática. Eso significaría acercar al Brasil a nuestra política de «defensa de derechos de la Madre Tierra». De este modo también perfilamos una nueva salida, hacia el Atlántico, por el Amazonas. Además que la integración estratégica no acaba allí sino que proyecta, despertando la historia común entre Perú y Bolivia, la restauración de la expansión incaica, lo cual incorpora al norte argentino en una nueva apuesta integracionista. Bolivia se presentaría como centro neurálgico de toda esta nueva estrategia geopolítica. Lo cual nos coloca en una posición atractiva en la región y, además, como conexión estratégica entre dos potencias emergentes, Brasil y China.
Todo esto no puede diluirse en un mero afán circunstancial sino que su explicitación en política de Estado requiere hacerse doctrina estatal, lo cual significa hacerse ideología nacional. La nueva disponibilidad que nace del contenido plurinacional del proceso constituyente, genera las condiciones propositivas para que el propio pueblo cambie su universo de creencias; por ejemplo, ese cuasi culto al producto extranjero es una de las mermas en la propia producción nacional, en ese sentido, la revalorización de nuestra producción necesita orientarse a un paulatino desplazamiento de los productos chilenos de nuestro mercado interno.
No podemos más seguir concibiendo nuestro consumo como despotenciamiento nuestro. Sólo restándole nuestro mercado a la producción chilena, generaríamos las condiciones para bajar la soberbia de su Estado, sin necesidad de trifulcas mediáticas. A eso hay que añadir la apuesta estratégica de una bioceánica que no tenga por destino los puertos chilenos. El futuro del norte chileno quedaría comprometido, y su Estado en la necesidad de reconsiderar su obcecada intransigencia. Nuestro presidente desenmascaró en la CELAC la inconsistencia de la postura chilena; pero eso no basta si no es acompañada por una política de Estado; lo cual significa moverse en toda coyuntura sin claudicar los propósitos de nuestra estrategia hecha doctrina estatal y asumida por el pueblo como ideología nacional.
Todo esto significa una legitimación de una nueva ideología nacional por vía democrática y acabar con el actual empecinamiento de buscar aquello por vía vertical. Lo cual descubre los resabios señorialistas que todavía mantiene nuestro Estado (aunque ya se crea plurinacional). Una muestra de estos resabios lo encontramos en la caracterización del «nuevo» Estado que hace nuestro vicepresidente. En un artículo suyo sobre la «Topología del Estado» (La Razón, 17-02-13), después de celebrar la ocupación territorial de la geografía, hecha por los andinos y amazónicos, destacando los cultivos en andenes, la diversificación de las semillas, acueductos, depósitos estatales de alimentos, la creación de lagunas artificiales, etc., subrayando que se trataba de una civilización que universalizó métodos tecnológicos avanzados que, según él, corresponden a un tipo de Estado plurinacional «antiguo» (por no decir «atrasado», lo cual ya destaca una visión eurocéntrica); concluye en una descripción de la «territorialidad policéntrica con la forma geométrica de un heptágono con centro gravitante», que sería el «nuevo» Estado plurinacional, cuyos vértices, el Chaco en el sur, Uyuni en el suroeste, el Mutún en el sudeste, San Buenaventura en el noroeste, Santa Cruz en el noreste, Cachuela Esperanza en el norte y el vértice central en el trópico cochabambino, contienen como núcleos irradiantes de la economía, otra vez, las materias primas: el gas, el litio, el hierro, además de hidroeléctricas que comprometen el ecosistema y la agroindustria depredadora. Es decir, la universalización de las tecnologías en la producción de antes, está bien para el pasado, pero para ahora seguimos nomas dependiendo de las materias primas y los recursos naturales no renovables. Es decir, otra vez, la visión señorialista del excedente en forma de extracción y no de producción, lo cual ha generado la típica ideología extractivista prototípica del Estado señorial-oligárquico.
Quien piensa de ese modo no comprende que el papel estratégico de las materias primas no consiste en fundar en éstas la economía sino que toda economía se sostiene, en primera y última instancia, en garantizar su soberanía alimentaria; esa es la materialidad ineludible de todo proyecto económico. No hay riqueza alguna si no hay previamente aquella materialidad asegurada. Las materias primas juegan un papel estratégico, pero ninguna economía podría sostenerse, en el largo plazo, en recursos depletables, es decir, agotables. En la nueva disposición geopolítica multipolar, a la cual tiende el mundo de hoy, las materias primas y los recursos energéticos ya no están para ofertarse como meras mercancías, pero la consigna de «exportar o morir» parece que persiste en nuestro gobierno (para pensar una primera revolución industrial en nuestro suelo, nuestros recursos debieran ser vistos como el soporte del potenciamiento de una producción, con su respectiva industria, genuinamente propia).
En las condiciones actuales, sostener nuestro supuesto desarrollo en la visión señorialista de la explotación de todo lo que hay, no puede sino reafirmar el carácter estructural de una economía extractivista. Lo que se proponía el «antiguo» Estado precolombino era algo más sensato, pues, como dice nuestro vicepresidente, si la geografía es «asumida por la organización material del Estado para verificar su soberanía», ésta jamás puede sostenerse estratégicamente sólo con las materias primas sino con una revolución productiva que garantice, en el largo plazo, la soberanía económica. La producción propia es la única garantía de toda soberanía.
Mientras aquel Estado «antiguo» priorizaba la producción antes que la pura extracción de materias primas, como fundamento de la economía, la «nueva» caracterización del «nuevo» Estado, persiste en el extractivismo, reiterando la apuesta que encandiló a todas nuestras oligarquías: el excedente en forma de milagro. A esto llamamos la colonialidad de la política estatal. Aunque se parta de premisas ciertas, las mediaciones conceptuales que se halla para convertirlas en política, no hacen sino replicar lo que se pretende superar. Porque el horizonte no cambia, la política que se adopta, tampoco.
Una geopolítica del mar, hoy por hoy, no puede tampoco postularse desde las mismas creencias señorialistas. Nuestra definición actual ya no puede replicar la forma en la cual se nos ha percibido, sino que pasa por una redefinición del modo cómo nos percibimos de aquí en adelante. Si merecemos sobrevivir en el nuevo orden multipolar es porque tenemos un mensaje que el mundo entero necesita oír. Ese es el acento revolucionario que tiene nuestro «proceso de cambio». Si se critica la soledad de la posición boliviana en contextos multilaterales (si estaba el presidente Chávez no hubiésemos estando tan solos en la CELAC), acerca del reclamo marítimo, también debiera criticarse la ausencia centenaria de posición geopolítica que haya significado nuestra importancia en el contexto, por lo menos, regional. Ahora que se hace posible una nueva reconfiguración global, no hay mejor contexto para inscribir soberanamente nuestra presencia, en un mundo nuevo. Si nuestras pretensiones pasan por acercar intereses comunes regionales a los nuestros, además de ofrecernos como garantía de integración hasta global, ya no estaremos tan solos.
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