La demanda boliviana que será interpuesta ante La Haya -aplaudida en los cuatro rincones de nuestra patria- adolece, sin embargo, de un detalle que no es menor. Y en la exposición de ese detalle es que nos permitimos llamar la atención, no sólo del gobierno, sino de la «nueva disponibilidad común» que se ha producido […]
La demanda boliviana que será interpuesta ante La Haya -aplaudida en los cuatro rincones de nuestra patria- adolece, sin embargo, de un detalle que no es menor. Y en la exposición de ese detalle es que nos permitimos llamar la atención, no sólo del gobierno, sino de la «nueva disponibilidad común» que se ha producido en torno a nuestra indeclinable reivindicación marítima.
Todas las apuestas del Estado boliviano han apuntado siempre a diluir el asunto en estrategias jurídicas que no hacían otra cosa que asumir, de principio, la vigencia y legitimidad de los tratados emanados de un factum inadmisible: el derecho fundado en la victoria. Aquella asunción significaba admitir la legitimidad jurídica del factum mismo: la invasión chilena al Litoral. Asumir como realidad, incluso jurídica, el factum que asume el vencedor como legitimación de su derecho es lo que nunca cuestionó la diplomacia boliviana; en consecuencia, aunque demandara la desposesión, afirmaba -muy a pesar suyo, porque partía de esa aceptación de hecho- el derecho del vencedor.
El Estado señorial hereda, de ese modo, un fracaso que desnuda el poder aparente que ostenta: la subordinación a lo extranjero es lo que remata su vocación entreguista. De aquello se deriva la mezquindad de sus apuestas. Después de arrebatado el Litoral por invasión, se lo vuelve a perder en lo jurídico, admitiendo un factum que significaba la renuncia propia al territorio y la exculpación de la complicidad oligárquica. La continuidad señorialista significaba la exculpación de su fracaso histórico.
Si alguna dignidad poseía el Estado vencido no podía jamás admitir que los derechos de su nación quedaban conculcados por aquella invasión; desde entonces, no hay demanda boliviana que haya denunciado el «derecho» que reivindica el agresor. Así fue hasta la postura que asume nuestro presidente en la última reunión de la CELAC.
Toda remisión jurídica caía en la trampa de renunciar al derecho propio y consintiendo el «derecho» que imponía el vencedor como base de toda negociación; de ese modo el vencido legitimaba su condición impuesta. Por eso ninguna demanda boliviana podía jamás prosperar, a no ser por renunciar a algo más, es decir, a ofertarse todavía más sin siquiera resarcir soberanía sobre lo despojado.
El Estado chileno generó las condiciones para esa subordinación, lo cual significa que antes y después de la invasión a nuestro Litoral, la influencia chilena era un hecho entre las elites bolivianas. Influencia que hace escuela en la elite política; no otra cosa son las declaraciones de Víctor Paz, en pleno neoliberalismo, afirmando que el comercio con Chile es «muestra de reciprocidad entre dos pueblos hermanos» (como si el comercio lo dirigieran los pueblos). Esa suerte de entreguismo vocacional es lo que usufructuaron otros, en desmedro siempre nuestro. La xenofilia de las elites fue lo que afirmó el carácter periférico de la política boliviana.
Si toda apuesta boliviana fracasa, es porque nunca se generó las condiciones para remontar la dependencia, de modo que se pueda tener márgenes soberanos de negociación. No es lo mismo negociar suplicando favores que reclamando deudas (más aun si se cuenta, no sólo con la verdad, sino con medios de presión). La posición boliviana siempre fue ratificar las condiciones que impuso el Estado chileno, de modo que su margen de acción era casi siempre nulo.
De lo que adolece la demanda actual, es que nace huérfana (replicando la historia anterior) si no es acompañada por una decidida política de Estado que genere las condiciones para remontar definitivamente las prerrogativas chilenas. Si toda tratativa era acompañada por condiciones siempre desfavorables para nosotros, lo que ahora sensatamente se debiera promover es un contexto distinto, donde las condiciones impuestas por el Estado chileno, ya no sean el límite infranqueable de toda negociación. Aquí es donde la geopolítica cobra relevancia.
Porque de lo que se trata es de lo que estratégicamente proponemos ahora, mientras se dirime nuestra demanda. Aprovechar el contexto global es para nosotros fundamental, puesto que no sólo transitamos planetariamente a un mundo multipolar sino que este tránsito está reordenando la disposición geopolítica que habían impuesto los imperios modernos, Inglaterra y USA, desde el siglo XIX. La decadente hegemonía unipolar norteamericana ha sido definitivamente dislocada desde el 2008, cuando la Federación Rusa frena los intentos de anexión de Osetia del Sur por parte de Georgia (estimulada por USA y la OTAN); de ese modo, la superpotencia energética controla los corredores geoestratégicos para que la dependencia energética de Europa (Gazprom con el gas y Rosneft con el petróleo) asegure el reposicionamiento geopolítico de Rusia, desplazando la influencia gringa fuera de los contornos del Mar Caspio.
Los reordenamientos geopolíticos actuales se producen no sólo por la decadente hegemonía gringa, sino también por la necesidad creciente de recursos energéticos, por parte de las potencias emergentes y decadentes. El 2008 marca la desesperación imperial por recuperar espacios vitales que, desde los fracasos de Irak y Afganistán, se vienen sucediendo en todo el planeta. De ese modo se puede entender la guerra en Siria como una guerra geopolítica que desata Occidente contra el Bloque de Shangai (China y Rusia sobre todo). El triunfo ruso en Osetia del Sur posiciona a Gazprom y reduce a nada el proyecto gringo-europeo Nabucco. El monopolio de la distribución del gas a Europa dejaba de ser propiedad de las transnacionales anglosajonas; como también podría dejar de ser el corredor energético entre Irán, Irak, Siria y Líbano, si es que USA y la OTAN ganaran la guerra en Siria (aun cuando USA pretenda acercar a Rusia y, de ese modo, alejarla de China, es discutible un acuerdo gringo-ruso favorable a Occidente; pues la repartija que se prodigaron Francia e Inglaterra en 1916, queda en nada con los presuntos acuerdos que persigue Washington, pues no hacen otra cosa que poner fin a la influencia franco-británica en esa región. Las mismas fronteras nacionales de la región -impuestas por Occidente- quedan en entredicho, pues en una nueva delimitación de áreas de influencia, lo que se vislumbra es la balcanización de Irak, la creación del Kurdistán, que afecta también a Turquía y la posible división en Arabia Saudita; lo cual condice con pronósticos aciagos: donde no haya integración y complementariedad económica, lo que se ve es desestabilización y balcanizaciones).
Lo mismo sucede en la península coreana. El tono beligerante de la ocupación gringa de más de medio siglo en la parte sur, se ha acentuado por las provocaciones últimas de sobrevolar bombarderos B-2 Stealth con capacidad nuclear desde marzo de este año, además del envío de aviones de combate F-22 Raptor a Corea del Sur. La negativa norteamericana a cualquier tratado de paz, es acompañada ahora por la insistencia gringa de desestabilizar la península (que es frontera natural con China y Rusia). La política de Washington es contener a China, por eso instala en el Pacífico su nuevo centro de operaciones militares (se dice que para el 2020, el 60% de la armada gringa estará en el Pacifico; un muy buen contingente ya se encuentra en la isla de Guam, donde para alojar a los marines se comete un nuevo genocidio contra la etnia chamoru: lo que llaman desalojo político ha reducido ya a la población nativa al 37%); porque de lo que se trata es de reimponer su supremacía geopolítica.
Desestabilizar la península coreana significaría cercar a China (cuyo poder disuasivo preocupa a USA: el 2011 se filtró un informe del Pentágono donde se establece que China habría cerrado brechas tecnológicas fundamentales, sobre todo en materia militar, donde se menciona la nueva tecnología de portaviones y el desarrollo del avión de combate J20 que, a juicio del think tank Jamestown Foundation, podría dejar obsoleto todo el sistema de defensa aérea instalado en la región), consolidando la estrategia del «collar de perlas», que consiste en controlar las rutas de abastecimiento petrolero de China, además de minar las estratégicas rutas marítimas del Mar del Sur para frenar tanto los intereses energéticos chinos y sus objetivos de seguridad (en caso de conflicto, cortar las rutas petroleras es asunto geopolítico).
En ese contexto aparece el Acuerdo del Pacífico que suscriben países como México, Perú y Chile, en Sudamérica, bajo la égida gringa. El asunto, en definitiva, es la creciente relación comercial que China tiene con Sudamérica. No es poca cosa. Tanto China como Brasil forman parte de los BRICS y al ritmo que las inversiones chinas crecen en este continente, la influencia norteamericana se va reduciendo en forma inversamente proporcional. Desde el 2009, el continente africano se constituye en el primer socio comercial de China (200.000 millones de $US en el 2012); si en Europa y USA hay crisis de deuda, el potencial económico chino se desvía a las potencias emergentes y sus respectivas regiones. Frente a ello, USA propone un acuerdo entre Europa (o lo que quedaría de ella) y Norteamérica; un bloque de comercio transatlántico tendría como fin exclusivo contrarrestar la creciente hegemonía china para, de ese modo, reponer las coordenadas geopolíticas del decadente mundo unipolar. Con el nuevo Acuerdo del Pacifico se persigue lo mismo, reduciendo la influencia china mediante la cooptación de la costa pacífica de, sobre todo, Sudamérica.
El problema, además, de ese tipo de acuerdos y tratados es que son digitados por las transnacionales, las cuales buscan todavía márgenes extraordinarios de rentabilidad en medio de la crisis que ellas mismas originaron (que no es sólo el estancamiento económico sino los desastres medioambientales). En ese sentido, la reposición de las coordenadas geopolíticas anglosajonas responde al nuevo ciclo de acumulación financiera que está acabando con la vida en el planeta. Ya no se trata tanto del imperio agonizante sino de las burocracias privadas financieras que reducen a los Estados a simples brazos operativos de sus intereses privados. Esto significaría que el imperialismo ya no es la fase superior del capitalismo sino que aquel habría sido rebasado, desde el fin de la guerra fría, por el monopolio privado financiero que lo controlan dinastías concentradas en el primer mundo.
Por eso el nuevo sujeto de la ley ya no son ni siquiera los Estados sino estas burocracias privadas, que son quienes se han adueñado del ámbito de las leyes y, de ese modo, prescriben los lineamientos de los acuerdos comerciales globales. USA, UK, Israel y la OTAN son sus brazos operativos, que ya no actúan por cuenta propia sino bajo la tutela de este nuevo poder detrás del trono.
En ese sentido, si antes entregábamos todo a USA, ahora esa entrega va, por mediación gringa, a los ámbitos financieros que son, en definitiva, los actuales dueños del mundo. Por eso estos acuerdos tratan de reponer al dólar como moneda de referencia entre Sudamérica y Asia, para contener al yuan chino y toda otra moneda, como sería el sucre. O sea, lo que hacen estos acuerdos comerciales es declarar una guerra de divisas. El acuerdo forma parte de la estrategia del «collar de perlas», encubriendo como acuerdo comercial un cordón militar que busca restaurar las coordenadas geopolíticas unipolares del planeta (lo mismo se hizo con Japón -entre 1921 y 1938- antes de declararle la guerra y detonar las primeras bombas atómicas en el planeta).
Este complejo contexto involucra a todos, porque las inevitables repercusiones en un mismo mundo compartido e interconectado, muestran la necesidad de hacer adecuadas lecturas globales como base de decisiones estatales con implicancia regional. Porque las potencias, en cada nueva disposición geopolítica, apuestan a asegurarse recursos, corredores y áreas de influencia; en tales circunstancias, los demás países, que cuentan sobre todo con posición estratégica, se encuentran en la disyuntiva de ingresar a esa disposición de modo subordinado o no. Y es aquí donde la lectura geopolítica del espacio geográfico cobra relevancia, porque se convierte en una apuesta, en definitiva, de vida o muerte.
La ocupación del Litoral tuvo su componente geopolítico, pues de ese modo, se nos anulaba geopolíticamente y se nos volvía doblemente tributarios, primero del mercado mundial y segundo del uso obligado de los puertos ahora chilenos. Chile ocupa no sólo la parte boliviana sino el sur del Perú, porque siempre, desde la colonia, Potosí Oruro y La Paz se conectaban con Arica, de modo que no sólo perdíamos la posibilidad de los puertos de Atacama sino los más cercanos al circuito comercial del occidente del país. Nuestro enclaustramiento era fundamental para Chile, pues de ese modo garantizaba el desarrollo de, sobre todo, el norte chileno, a costa nuestra. Después, gracias a la cooptación de nuestras elites, garantizaba su comercio en detrimento del nuestro. Las relaciones comerciales atentaban contra la economía nacional, pero las elites apostaban en contra de su propio país porque su adicción a la dependencia no les permitía imaginar siquiera optar por otro tipo de alternativas que no fueran las mismas de siempre: subordinarse a las prerrogativas chilenas, es decir, hacer del encierro una suerte de fatalidad consentida.
¿Por qué nunca se propició una integración estratégica con el sur peruano? No se trata sólo de falta de voluntad política sino de hasta idiosincrasia cultural, que hace del entreguismo oligárquico programa de vida de una sociedad hecha a imagen y semejanza de sus elites. Desde Aniceto Arce lo que hace escuela en la sociedad citadina es una suerte de xenofilia donde ser prochileno o proargentino o probrasilero es mejor que ser boliviano solamente. Esa apuesta, mantenida aun hasta el día de hoy, era la apuesta por el suicidio nacional. Argumentar contra sí mismo se traducía en el desprecio a lo propio que era, sin embargo, lo único que se tenía. El óptimo social de las demás naciones era hasta alimentado por la auto negación de otras, como la nuestra, en una suerte de dialéctica de transferencia de valorización exclusiva hacia afuera. En esas condiciones, ni el mercado interno y menos la economía nacional podían desarrollarse.
La integración regional ahora cobra matices estratégicos, pues en esta suerte de reacomodo global, lo que se perfila, en el mejor de los casos, es la regionalización de bloques económicos, cuya preponderancia radica en la presencia de recursos energéticos, materias primas y corredores geoestratégicos. La tónica de este tiempo es ya no ofertar, ni los recursos ni las materias primas como simples mercancías, sino usarlos de modo estratégico. El modo de la integración es asegurar soberanía.
Pero la cuestión radica siempre en los móviles que digitan la integración. En nuestro caso, la integración debe ser una carta geopolítica para revertir nuestro enclaustramiento; de ese modo, apostar por una integración económica-comercial con el sur peruano se convierte en la apuesta más adecuada para ya no depender de las condiciones impuestas por el Estado chileno. Por eso no se trata sólo del uso de puertos como el de Ilo sino de toda una integración geopolítica y geoeconómica para desplazar la preeminencia chilena y potenciar conjuntamente una economía regional de dos zonas postergadas por la expansión chilena.
Entonces, nuestra situación geoestratégica, acentuada por el corredor bioceánico, nos permite la generación de condiciones distintas a las siempre impuestas por Chile. Si el tratado del Pacífico tiene como fin aislar a China, nuestra apuesta pasa por promover una conexión entre Brasil y China, ya no sólo comercial sino estratégica. El interés de ambos por conectarse se traduce para nosotros en interés por remediar una situación centenaria de enclaustramiento; es decir, se trata ya no de ofertarse por nada sino del uso geopolítico de nuestra situación estratégica. La economía global se va moviendo hacia el Pacífico y la potencia emergente que es Brasil no puede demorar su inclusión.
La situación estratégica nuestra ya no puede ser un medio para conseguir sólo más ingresos sino que debiera servir para consolidar una estrategia definitiva de soberanía e independencia nacional; no se trata sólo de abrir nuestro territorio sino de hacer de esta apertura condición de afirmación soberana. No sólo decidimos por dónde sino el cómo sale la bioceánica. Y en el cómo, decidimos también márgenes de opción para aminorar costos medioambientales (la conexión no puede priorizar sólo las carreteras sino las líneas férreas, para promover una integración nacional en vistas a reducir la dependencia de combustible fósil y promover un transporte menos contaminante; no olvidemos que la destrucción de nuestros ferrocarriles, por parte de empresas chilenas, fue algo sumamente premeditado).
La apuesta por Ilo no es inmediata, pero requiere de la decisiva voluntad de reorientar nuestro comercio por ese lado. China está excluida por USA del Tratado del Pacífico, por eso tampoco le entusiasma la privatización de los puertos chilenos (hasta se sabe de la intención china de financiar la construcción de megapuertos en el lado peruano). Nuestra apuesta pasa por convencer al Perú en una integración geopolítica y acercar al Brasil y a China a actuar como garantes de una integración que les conviene. Se trata de que esa conveniencia se traduzca en conveniencia nuestra.
Con Perú nos une la historia y ese es el margen que afirma más aun la integración que planteamos; que es expansiva hasta el norte argentino, pues hasta allí llegaba la expansión incaica. Si lo que abre paso a la expansión económica es la expansión cultural, nuestra cultura es el mejor foco de irradiación como carta de garantía para afirmar una integración económica entre estas tres regiones, pues también el norte argentino es postergado por la excesiva centralización económica en torno a Buenos Aires.
La integración económica ya no puede subordinarse a intereses privados, peor si son ajenos a la región. Por eso los países chicos tienen ahora la necesidad de ser partícipes en la redacción de los acuerdos comerciales, pues de lo contrario, las potencias o las transnacionales, acostumbradas a suscribirlos en beneficio exclusivamente propio, dejan a los países a merced de los desastres financieros y medioambientales. Las consecuencias son desastrosas para economías pequeñas. En ese sentido, es necesario un nuevo enfoque para el Mercosur (porque nace bajo los principios del libre mercado). El contexto entonces es adecuado para que nuestro país, si aprovecha además su condición estratégica, asegure una muy atractiva posición geopolítica que le permita marcar la tónica en procesos genuinos de integración.
Aprovechar los cambios a nivel global y traducirlos regionalmente, pasa por la consolidación de una política de Estado pertinente a un proyecto genuinamente nacional. El presidente Chávez ya posicionó geopolíticamente a Sudamérica, si no hay otro líder que insista en aquello, la dispersión de intereses marcará el despeñadero de lo que pudo ser la consolidación de la Patria Grande, como proyecto pan-nacional de vida común. A nosotros ahora nos toca tomar la iniciativa, porque nuestra consolidación como centro neurálgico nos pone en la situación nada despreciable de ser centro también de iniciativas integradoras. Parece que no sólo la geografía nos puso en el centro sino también la historia.
Esta nueva «disponibilidad común» del pueblo boliviano que ha encontrado en la reivindicación marítima el eje de su re-articulación, pone en movimiento, de nuevo, la «potencia constituyente» del sujeto del cambio. A éste nos dirigimos para alertar de no cometer el error de siempre. Mientras nuestra demanda se dirime necesitamos generar esa «disposición nacional» para acompañar un proceso en el cual sea posible inclinar las condiciones a favor nuestro. Se trata de hacer de esa «disponibilidad» el nuevo «óptimo nacional» que encarne la definitiva independencia.
Aparece la «disponibilidad» cuando el universo de creencias del propio pueblo está dispuesto a su transformación. Esto es la legitimación de modo horizontal-democrático; lo cual pudimos notar en la reunión entre nuestro presidente y el nuevo embajador ante La Haya y las organizaciones populares. Un gobierno popular va por esa vía y encarna lo que es principio de la nueva política: mandar obedeciendo. Allí ya se expresó la opción más sensata, desde la promoción de vías alternativas al pacífico, por el lado peruano, hasta el desplazamiento de productos chilenos del mercado boliviano, lo cual también se indicó, requiere también de decisión gubernamental. Todas las intervenciones giraban en torno a un propósito: promover la soberanía económica. Ese es el detalle que nos falta consolidar.
Mientras demandamos ante instancias multilaterales, no podemos no hacer nada en lo inmediato, porque en lo inmediato es donde la «disponibilidad común» se hace partícipe y, en los hechos que produce, se hace actora de una política que encarna y, por eso, se hace ideología nacional, es decir, doctrina estatal y política de Estado. Esto logra la legitimidad de modo horizontal-democrático y se traduce en el espíritu que moviliza a todo un pueblo como sujeto de su propio destino (porque lo que decide no le impone nadie sino él mismo).
La demanda ante La Haya adolece de aquella misma insistencia de apostar todo en una excesiva confianza en instancias jurídicas. Pero lo contrario no es la guerra. Nuestra posición va por acompañar aquello y no a esperar, sin hacer nada, la resolución que, aunque fuese a favor, no significa la obligatoriedad de su cumplimiento, puesto que Chile podría argüir su carácter no vinculatorio. La ganancia sería moral pero, de todos modos, la situación no cambiaría en lo sustantivo. Entonces, lo más plausible es aprovechar el contexto y generar las condiciones para inclinar las cosas a nuestro favor. Sólo si el Estado chileno siente la amenaza de la reversión de su situación favorable, consideraría necesario establecer un nuevo tipo de acuerdos, donde no les quedaría otra que ceder en su intransigencia; serían ellos quienes tocarían nuestras puertas. En esas condiciones tendríamos mayor margen de acción y posibilidades que nos serían más atractivas.
Y esto pasa por definir un auténtico proyecto nacional; desde donde se comprende que hasta los modelos económicos, no pasan de ser mediaciones de un proyecto mayor, que es siempre proyecto de vida de un pueblo determinado. Esto es lo que la izquierda latinoamericana nunca se puso a considerar. Asumieron que el socialismo era un fin en sí mismo, de ese modo, hasta la singularidad propia era subordinada a este universal sin contenido local. Por eso dijeron los indígenas del Abya Yala el 2005 en La Paz: la izquierda latinoamericana no tuvo nunca identidad.
Ahora de lo que se trata es de remediar ese desarraigo y potenciar el contenido liberador más propio de esta parte del mundo. En nuestro caso, esto pasa por superar la paradoja señorial que hace fracasar nuestras revoluciones, reponiendo la ciega afirmación del desarrollo moderno y la consecuente negación racista del horizonte de vida de nuestros pueblos. La soberanía económica ya no pasa por afirmar el desarrollo sino por restaurar el sentido mismo de la economía. No se trata de producir para ganar sino para vivir. Y un verdadero vivir no apunta a un crecimiento infinito de acumulación inagotable (que no hace sino destruir al ser humano y la naturaleza) sino que apunta a restaurar el equilibrio perdido entre ser humano y naturaleza. El circuito recíproco que establecen ambos es lo que garantiza la vida nuestra. El capitalismo (como economía moderna) destruye aquello y produce la pauperización inevitable, a largo plazo, de los componentes de este circuito. Una nueva economía tiene necesariamente que resignificar el sentido mismo de la producción. Por eso se trata de una nueva apuesta de vida y eso presupone contar con el «óptimo de disponibilidad posible». De aquí en adelante, no podemos integrarnos o producir desde las premisas anteriores y caducas; de lo que se trata es de proponernos existencialmente un nuevo horizonte. Lo propio que tenemos es lo nuevo y no lo que viene del primer mundo. Desde ese horizonte tiene sentido la lectura que hacemos del presente epocal. Por eso la geopolítica puede ser ahora de los pueblos, como la irrupción de las víctimas hasta en el mismo lenguaje del sistema-mundo.
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