Viajando por el territorio chileno en 2006 al profesor Luis Hernán Errázuriz se le ocurrió investigar la iconografía y la estética de la dictadura de Pinochet (1973-1989). Vio plazas, monumentos, espacios públicos, placas, mástiles para las banderas que recogían la simbología de un régimen que había triturado el legado artístico, estético y cultural de la […]
Viajando por el territorio chileno en 2006 al profesor Luis Hernán Errázuriz se le ocurrió investigar la iconografía y la estética de la dictadura de Pinochet (1973-1989). Vio plazas, monumentos, espacios públicos, placas, mástiles para las banderas que recogían la simbología de un régimen que había triturado el legado artístico, estético y cultural de la Unidad Popular (1970-1973). Las huellas no estaban inventariadas en ningún catastro. Así, a Luis Hernán Errázuriz no le interesaba tanto investigar los procesos de resistencia a la dictadura por parte de los artistas, como la estética que impregnaba la vida común y que aparecía como un elemento esencial de la dictadura.
En «El golpe estético. Dictadura militar en Chile (1973-1989)» (Ed. Ocho Libros), los autores -Luis Hernán Errázuriz y Gonzalo Leiva Quijada resumen el valor que el pinochetismo otorgaba a la estética y su determinación férrea de romper con el pasado. «La exaltación de los símbolos patrios y de figuras como Bernardo O’Higgins y Diego Portales formaron parte de un proyecto mucho más amplio y sistemático, que involucraba desde la producción de estampillas (sellos) y billetes hasta la realización de monumentos y edificios». Se trataba de «extirpar de raíz los focos de infección que desintegraron el cuerpo moral de la patria» (el marxismo) y sustituirlos por la imagen de un país ordenado, optimista y orgulloso de sus tradiciones.
Luis Hernán Errázuriz, profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile, especialista en Educación Artística y estudioso de la Estética, ha presentado el libro, cuya primera edición en Chile ya se encuentra agotada, en el Fòrum de Debats de la Universitat de València.
En el fondo, se trata de rituales de persuasión y colecta de apoyos que utilizan generalmente las dictaduras. El nuevo estado requiere legitimación. Desfiles, antorchas y banderas de grupos juveniles franquistas encuentran su réplica en el contexto de la dictadura chilena, señalan los autores del libro, tras indagar en diarios y revistas de la época, en espacios urbanos e hitos arquitectónicos que conformaron una estética militarizada en Chile. Al igual que otros regímenes castrenses, la dictadura chilena ensayó alianzas con artistas de derechas («muy pocos y con una producción poco significativa»), pero también hizo uso (frente a los artistas disidentes) de la represión, el asesinato y la condena al exilio.
«Hubo una metamorfosis de la vida cotidiana», sintetiza Luis Hernán Errázuriz. Se cambiaron los nombres de las calles, escuelas y villas que evocaban el imaginario de la Unidad Popular. En Santiago, el Estadio Nacional y el Estadio Chile se convirtieron en centros de reclusión y tortura. En Valparaíso, asimismo, el Buque Escuela «Esmeralda» se transformó en centro de torturas. La arquitectura, inspirada en un cierto neoclasicismo de corte fascista, pretendía la monumentalidad (por ejemplo, el edificio del Congreso Nacional en Valparaíso). Tampoco se dejaban al azar la iconografía de afiches, billetes y monedas que -al pasar de mano en mano- devenían espacios de promoción para la dictadura. Pero, más allá de la estética de lo cotidiano, se crearon verdaderos «escenarios de amedrentamiento»: noches enteras con movimiento de tanques, el sonido de la metralla o el fragor de los helicópteros surcando el aire.
Los autores de «El golpe estético. Dictadura militar en Chile (1973-1989)» matizan que, al contrario de lo que ocurrió con la violación de los derechos humanos, en los procesos de aculturación no se dio, en general, una planificación centralizada y sistemática. En ocasiones eran iniciativas del Ministerio del Interior; otras veces, medidas azarosas. Más bien se trataba, así pues, de un collage de disposiciones por diferentes organismos del estado unificadas en torno a un fin: «extirpar» (un verbo de la época) el proyecto de desarrollo cultural de la Unidad Popular, que incluía murales, teatro, folclore y canción-protesta para democratizar el acceso a la cultura y buscar la adhesión al socialismo (entre el 80 y el 90% de los artistas -fueran visuales, de las artes escénicas o músicos- apoyaron el proyecto de Allende).
Tras el 11 de septiembre de 1973 se clausuran organizaciones culturales de base, se desmantelan las instituciones estatales del mundo de la cultura, se fomenta la represión de los artistas progresistas. Según Luis Hernán Errázuriz, es como «una granada de mano cuyas esquirlas producen una tremenda dispersión de artistas y activistas, que resisten como pueden; no pocos salen del país; queda así muy huérfana y desactivada la posibilidad de resistencia».
Comienza la «Operación limpieza», cuyo objetivo resume adecuadamente el general Gustavo Leigh, miembro de la junta militar y comandante de la fuerza aérea (bando del 17 de septiembre de 1973): «La labor del gobierno consiste en extirpar el cáncer marxista que amenazaba la vida orgánica de la nación, aplicando medidas extremas, hasta las últimas consecuencias». Dicho y hecho: Además de la muerte, tortura, encarcelamiento y exilio, se practican despidos en oficinas públicas y universidades, se promueve la quema de libros (por ejemplo, «La guerra de los mundos» de H. G. Wells o «El Capital» de Marx»), la censura cinematográfica, la limpieza y blanqueado de muros, parques y entorno urbano en general; se ponen en marcha (en algunos casos por miembros de las fuerzas armadas, tijera en mano) los cortes de pelo y barba para instituir una moda más «viril»; también se fomentan cambios en la nomenclatura urbana (en la Municipalidad de San Miguel se derriba la estatua del Che Guevara); se eliminan fondos documentales en los municipios y se esconden materiales culturales ante la amenaza de allanamientos.
La dictadura trataba, así, de «desinfectar» la imagen de las ciudades, infestadas por la plaga del socialismo. El diario El Mercurio, recuerda Luis Hernán Errázuriz, apelaba a la colaboración ciudadana: «Las autoridades del gobierno han informado sobre su decisión de llevar a cabo un programa que restaure la imagen de limpieza y orden que en el pasado tuvo la capital de la República. Tal iniciativa no sólo debe recibir el apoyo de la población, sino que incentivar su voluntad de colaboración». Con ese fin se aprueban Ordenanzas de limpieza, que pretenden aparentar aseo y orden como elementos de propaganda política. Las fachadas y los exteriores de los edificios públicos han de dar buena imagen. Por eso, hay ciudades en las que se prohíbe el color rojo y negro en los frontispicios, ya que se consideran «tonos violentos».
La «Operación limpieza» pretendía eliminar de cuajo la memoria del pasado. «Nueva Habana» era el nombre de una población surgida de una toma en la época de la Unidad Popular; la dictadura procedió al cambio de nomenclatura. Pasaría a denominarse «Nuevo Amanecer». En Temuco, la población «Lenin» se llamaría «Lanin», nombre de un volcán situado en la frontera con Argentina. La estrategia no se limitaba, por lo demás, a la dictadura chilena, sino que -en el contexto de la «Doctrina de Seguridad Nacional»- compartía objetivos con los regímenes militares de Argentina y Paraguay. «Todo lo que fuera rojo, comunista, pelo largo o raro, se consideraba anormal», explica Luis Hernán Errázuriz. Se habla permanentemente de «patología», de practicar una «cirugía», de «erradicar» el tumor que padece una sociedad enferma (el dictador del Paraguay, Alfredo Stroeesner, ya había declarado en 1970 la guerra al «pelo largo y la minifalda porque formaban parte de la estrategia comunista para subvertir el orden, la moral y las buenas costumbres».
Para las escuelas, la Dirección de Educación Secundaria expidió instrucciones como «la total exclusión del pelo largo en los varones; un rostro limpio de todo maquillaje, nada de adornos colgando al cuello y la total prohibición de usar zuecos para concurrir a clases por parte de las alumnas», según reseñaba el diario El Mercurio. La normativa disponía asimismo que el pelo no sólo debía estar cortado de modo que pudiera apreciarse fácilmente la limpieza del cuello de la camisa, sino que además debía «estar cuidadosamente peinado. Nada de chasquillas o mechones en la frente, o cabelleras al viento». Se forman asimismo brigadas escolares para custodiar el cruce de las calles y el orden del colegio; estudiantes perfectamente vestidos, uniformados y peinados desfilan el 20 de agosto (aniversario del general Bernardo O’Higgins) y el 21 de mayo, día conmemorativo de las glorias navales.
Similares medidas se adoptan en el ámbito de la cultura. Considera la dictadura que un objetivo capital es la recuperación del «ser nacional» y reparar una situación de decadencia, plasmada en la pérdida de identidad y el sentido de nación. Se empieza por la restauración de hitos patrimoniales, recuerdan los autores de «El golpe estético. Dictadura militar en Chile». Como la conservación de las antiguas casas de campo chilenas, «testimonio de nuestra auténtica cultura» (se entiende esta iniciativa, además, como desagravio frente a la reforma agraria del gobierno anterior). También se preservan monumentos e iglesias y empiezan a erigirse pequeños monumentos que exaltan a personajes de las fuerzas armadas (monolitos de homenaje a soldados fallecidos el 11 de septiembre de 1973). En las ciudades, ligado a proyectos de embellecimiento y remodelación, la dictadura abre espacios para la exaltación de héroes y la conmemoración de batallas y efemérides. También se impulsan planes de reforestación.
Luis Hernán Errázuriz insiste en un aspecto capital, recogido en el primer párrafo del Acta de Constitución de la Junta de Gobierno (dictado el 11 de septiembre de 1973): «el patriótico compromiso de restaurar la chilenidad». Se dedican exposiciones a redescubrir a los «grandes» de la pintura chilena, las artesanías del país y el territorio. Se potencia la música folclórica «auténticamente chilena», esto es, sin compromiso político, uno de cuyos máximos emblemas es el grupo «Los Huasos Quincheros», que apoyaron el golpe militar y después a la dictadura, con sus cantos a las cosas simples, los paisajes y el romanticismo. Se marcaba así el punto de rompimiento con la canción protesta que había eclosionado en la época de la Unidad Popular (conjuntos como Inti-Illimani, Los Jaivas, Illapu y Quilapayun, o cantantes populares como Patricio Manns, Isabel y Ángel Parra, se exiliaron a la llegada de la dictadura). Incluso se organizaron campañas de «desagravio a la canción chilena». También la «chilenidad» se intenta divulgar a través del libro. Editorial del Pacífico, entre otras, publica «Aventura de los Mares de Chile», «La guerra del Pacífico», mientras que la Editorial Andrés Bello lanza textos como «Contando y dibujando a Chile».
Otro punto de disrupción con el pasado de la Unidad Popular lo señala, y sin matices, la función que se le otorga a la bandera. Si durante el mandato de Salvador Allende la enseña se izaba en tomas de terreno, durante la ocupación de industrias y establecimientos educacionales, la dictadura impuso una reglamentación muy estricta de la bandera: «Sólo podrá ser izada cuando Intendentes o Gobernadores así lo autoricen. Será, con todo, obligatorio izarla en edificios públicos y privados todos los 18 de septiembre y 21 de mayo. Y cuando se izare deberá hacerse en los términos de estética y dignidad que la legislación establece». En actos cívicos y militares, en plazas y regimientos, también se rinde solemne culto a la bandera patria.
El mejor resumen, tal vez, pueda hacerse con las expresiones del documento «Política cultural del gobierno de Chile» (1974), seleccionadas por Luis Hernán Errázuriz. Al periodo de la Unidad Popular se le caracteriza con imágenes peyorativas, denigratorias: «gritos y consignas revolucionarias»; «muros pintados con consignas políticas»; monumentos al Che Guevara; «pelo largo, barba (desorden y suciedad); «tonos violentos: rojo y negro»; «canciones de protesta»; «Bandera: símbolo de tomas y ocupaciones»; «Casas de campo: abandonadas por la reforma agraria». A la dictadura, por el contrario, se la define de un modo radicalmente antagónico: la restauración; un país «ordenado», «limpio» y «estable»; toque de queda, silencio y ruido de armamentos; muros blanqueados de propaganda política; pelo corto («espíritu viril»); tonos militares: verdes y grises; canciones sin contenido político; bandera: símbolo patriótico y objeto de culto; casas de campo restauradas (testimonio de nuestra «auténtica cultura»). Dos épocas.
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