Atónitos observamos todos en Bolivia el escándalo suscitado por el destape de las prácticas pederastas del jesuita Alfonso Pedrajas, a raíz de la publicación de su diario en un periódico español, donde el infame sujeto reconocía haber violado a 89 niños y adolescentes, mientras se desempeñaba como cura y profesor en una Unidad Educativa de Cochabamba. No es que el conocimiento de la sociedad acerca de esa práctica sea algo novedoso. Con cierta frecuencia, aquí en Bolivia y en el exterior, se denuncian casos semejantes de sacerdotes implicados en estas aberraciones. Por lo tanto, esta maldita practica se la conoce desde siempre. Lo que impacta es la dimensión del hecho, lo cerca que ha estado de nosotros, el encubrimiento institucional. Todo esto retumba en nuestra conciencia, porque comprendemos que hemos creado una sociedad que, consciente o inconscientemente, tolera estos horrores contra nuestra niñez.
Entonces resulta ineludible recordar la acérrima oposición que, hace muy poco, la Iglesia ha formulado sobre la inclusión de la Educación Integral para la Sexualidad (EIS) en la currícula educativa. Se les explicó, una y otra vez, sobre la necesidad de que profesoras y profesores traten estas temáticas en escuelas y colegios para prevenir la violencia sexual. Hicieron oídos sordos, como si el tema no fuera algo que les atañe. Se enceguecieron en sus concepciones tradicionales y conservadoras que implicaban tener el tema de la sexualidad como un tabú oculto debajo de la cama, sin que se deba abordarlo entre maestras, maestros y estudiantes. Por increíble que parezca, no entendieron que el tema es profunda y esencialmente un tema educativo.
Al respecto se podría opinar ¿qué necesidad hay de enrostrarles esto ahora?, ¿no deberíamos más bien, dedicarnos a enjuiciar a los responsables del encubrimiento a ese horror?, después de todo, ahora la iglesia se ha sumado a la demanda.
Pues, no. El tema de fondo es otro. En este caso concreto es un error, un craso error, asumir que «la institución no es responsable por lo que hagan los individuos«. En este caso, la institución si es responsable. Y lo es por varias razones; en primer lugar, no se trata de hechos aislados, por el contrario, las denuncias de curas implicados en violencia sexual vienen desde los tiempos más remotos y se tornan cada vez más frecuentes. En segundo lugar, es obvio que la institución encubrió esa aberración (ahora les resulta muy fácil sumarse a la demanda, cuando las autoridades de la iglesia ya son otras). Pero más allá de estas dos consideraciones existe una tercera y más importante razón por la que la iglesia debe ser responsabilizada como institución: se trata de su conservadora y retrógrada concepción sobre la sexualidad. Su visión sobre el tema consiste en convertirlo en tabúy alejarlo de las escuelas de tal modo que niños y adolescentes estén expuestos a los prejuicios y supersticiones que existen en la sociedad y que se difunden ampliamente por las redes sociales; implica proscribirlo de las escuelas para privarles a los estudiantes desarrollar un conocimiento sano sobre el tema y que más bien asuman la típica visión de la religión tradicional, algo obscuro, sucio, prohibido, y que por eso mismo les provoque lujuria, es decir, el mismo efecto que tiene el celibato sobre los curas, la tendencia hacia la pederastia.
Entonces concluimos; claro que la Iglesia como institución es responsable de lo ocurrido, mientras mantenga esa visión aberrante de la sexualidad, así como la institución atrabiliaria y grotesca del celibato, con todos los prejuicios que ello trae consigo.
Por todas estas razones, la pretensión que tiene la iglesia, cuando emite sus comunicados, de constituirse en una suerte de reserva moral de la sociedad resulta muy, pero muy, ridícula. Su posición sobre la currícula educativa es el ejemplo más claro de esto.
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