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Indiana Jones, el regreso del héroe meritocrático

Fuentes: Sin Permiso

Pues sí, tiene razón Carlos Fernández Liria cuando dice que uno de los grandes errores de la izquierda ha sido querer reinventar la pólvora. No sólo en lo político. «La respuesta que ofrece la vanguardia en lo cognitivo, lo ético y lo estético -escribe Terry Eagleton- es bastante inequívoca. La verdad es una mentira; la […]

Pues sí, tiene razón Carlos Fernández Liria cuando dice que uno de los grandes errores de la izquierda ha sido querer reinventar la pólvora. No sólo en lo político. «La respuesta que ofrece la vanguardia en lo cognitivo, lo ético y lo estético -escribe Terry Eagleton- es bastante inequívoca. La verdad es una mentira; la moralidad apesta; la belleza es una mierda. Y, por supuesto, tiene toda la razón. La verdad es un comunidado de la Casa Blanca; la moralidad es la mayoría moral; la belleza es una mujer desnuda anunciando un perfume. Sin embargo, mira por dónde, están también equivocados. La verdad, la moralidad y la belleza son demasiado importantes como para entregárselos con ese desdén al enemigo político.» (1) Algo parecido ocurre con la -así llamada a falta de mejor término- cultura de masas. Como ha observado Robert Stam, «la cultura política de izquierdas ha demostrado a lo largo de la historia una actitud esquizofrénica respecto a la cultura de masas. En tanto «hija de Marx y de la Coca-Cola» -por citar al Godard de Masculin, Fémenin-, la izquierda participa en una cultura de masas a la que con frecuencia condena desde el punto de vista teórico. Pero incluso más allá de toda división entre gustos personales y actitudes políticas, la izquierda siempre ha mostrado ambivalencia teórica respecto al papel político de los medios de comunicación de masas. Por una parte, una cierta izquierda con raíces en la escuela de Francfort (Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Louis Baudry, Armand Mattelart) y en el mayo del 68 (Jean-Louis Baudry, Louis Althusser) desacredita a los medios de comunicación de masas como voz irredenta de la hegemonía burguesa e instrumento de cosificación capitalista. En esta fase más pesimista, la izquierda deplora la manipulación llevada a cabo por los medios de comunicación de las «falsas necesidades» y «falsos deseos» y practica, como corolario didáctico/teórico, una suerte de pedagogía de la repugnancia respecto a los medios de comunicación, entregando de este modo un territorio crucial al enemigo.» (2) Aseméjanse estos críticos culturales a los murciélagos que vuelan en la oscuridad lanzando gritos a la espera de recibir un eco que determine su posición. En sus manifestaciones más agudas, los partidarios de esta escuela incluso abandonan esa «pedagogía de la repugnancia» para -paradójicamente en ambos casos- reivindicar el folklore como única expresión válida de la cultura popular o abrazar las invocaciones de Adorno en favor de un arte austero, formalista y difícil. Ninguna de las dos opciones resulta en verdad muy apropiada: semana tras semana aterrizan en nuestras pantallas blockbusters a los que no prestamos la atención debida. La ideología de los productos culturales -más o menos explícita, más o menos consciente- siempre es más eficaz cuanto más desapercibida pasa.

Valga este prolegómeno para hablar sucintamente de uno de los más sonados fenómenos cinematográficos ahora presente en nuestras pantallas: me refiero, claro está, a la última entrega de Indiana Jones. Un regreso que debe achacarse no, como habitualmente se dice en prensa, a la sequía de ideas de Hollywood -¿cuántos años llevamos ya con la misma cantinela?-, sino más bien a la particular situación de la industria cinematográfica, que sale al paso de la competencia con otros medios invirtiendo grandes sumas de dinero en éxitos seguros -e Indiana Jones lo es, porque ya contaba con tres entregas a sus espaldas- que se puedan explotar a fondo luego en los circuitos de los videojuegos, del vídeo doméstico y en el merchandising, del cual George Lucas fue no por casualidad inventor con La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977). Eso en lo que se refiere a su carácter industrial. En el cultural -indisolublemente ligado a aquél- Indiana Jones es una creación cultural paradigmática de una época, la nuestra, en que los discursos culturales han perdido su capacidad de pensar históricamente, y abundan, como descubriera Fredric Jameson, los pastiches y el cine de la nostalgia, «la canibalización aleatoria de todos los estilos del pasado» (3). Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal riza el rizo, pues lo que aquí se vende es la nostalgia por un producto que ya era nostálgico. Nos encontramos, en otras palabras, ante una auténtica matrioshka cultural: un producto retro del retro.

En efecto, Indiana Jones es una destilación cinematográfica -muy bien realizada, eso hay que concedérselo- de múltiples referencias culturales: de los pulp magazines y los cómics y películas de aventuras de las décadas de los treinta y cuarenta tomaron Spielberg y Lucas la doble identidad del héroe (apocado profesor universitario en Estados Unidos, aventurero audaz en parajes exóticos), los wisecracks y ciertos signos visuales de virilidad (el rostro magullado y sin afeitar, la ropa hecha jirones en el trascurso de la pelea, etcétera) que lo alejaban de los marmóreos héroes esculpidos de una sola pieza; de El tesoro de Sierra Madre (1948) de John Huston el fedora con el que se cubría la cabeza Humphrey Bogart; su látigo (según Román Gubern, símbolo emblemático de saber y habilidad en tiempos de la meritocracia auspiciada por Reagan y Bush), su «cazadora de cuero y su zurrón complementaban su caracterización en los parajes agrestes del Tercer Mundo que frecuentaba en sus arriesgadas expediciones» (4). Hasta el nombre era un hallazgo, puesto que «combinaba un prosaico apellido de americano medio con otro que evocaba el mundo aventurero de la conquista del Oeste y que había servido para designar a un estado de la América profunda.» (5)

La nostalgia, empero, es un sentimiento de doble filo, pues expresa un sentimiento de pérdida, en el caso que nos ocupa, respecto a lo que se supone eran tiempos más grandes y mejores. Los años ochenta, conviene recordarlo, fueron testigo de lo que ha sido descrito como una ola de narrativas elegíacas sobre el colonialismo con películas como Staying on (1980), Pasaje a la India (1984), Oriente y Occidente (Heat and Dust, 1982) y Kim (1984). «En el mundo de Indiana Jones, las culturas del Tercer Mundo se resumen como clichés de parque temático, sacados del repertorio orientalista», han escrito Ella Shohat y Robert Stam, «la India es toda una espiritualidad maravillosa, como en la explicación de Hegel; Shangai es todo gongs y calesas tiradas por personas. Los paisajes del Tercer Mundo se convierten en material de aventuras de ensueño.» (6) Por esa razón el héroe aventurero puede moverse y actuar libremente por los escenarios del mundo colonial sin problemas de conciencia. Uno de los argumentos del personaje repetido a lo largo de toda la serie, el de que los objetos arqueológicos deberían conservarse en un museo porque «ése es su lugar» -díganselo a los egipcios o a los griegos-, es, si lo pensamos detenidamente, la justificación del expolio cultural llevado a cabo por el arqueólogo para el museo de la universidad. ¿Qué hacía si no en la célebre primera secuencia de En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981) que, como en esta última entrega, tenía lugar en las selvas de Perú? Por si fuera poco, en su segunda entrega se aliaba Indiana Jones nada menos que con los fusileros británicos de la India con el objetivo de erradicar una inverosímil secta de adoradores de Kali que raptaba niños y realizaba sacrificios humanos, y restaurar así el dominio colonial.

Con ingenio, Spielberg y Lucas tomaron la querencia esotérica de los nazis -más parecidos a los nazis de los films de serie B que a los de verdad- como punto de partida argumental para la primera y tercera entrega, en las que éstos buscaban el Arca de la Alianza y el Santo Grial respectivamente. Aportábase con esta elección no sólo el elemento fantástico y la mezcla de géneros al producto, sino que, convertidos sin excepción en Hollywood «en referentes de malignidad eterna, transhistórica e irredimible» (7) -lo que remitía al maniqueísmo de las viejas películas del Hollywood clásico y sin duda ahorraba tener que dar muchas explicaciones sobre los verdaderos orígenes capitalistas del asunto- con los nazis se tenía «la ventaja de que el espectador sabía que al final perderían la partida.» (8) Por lo demás, respondía la estructura de su guión a los modelos morfológicos descubiertos por el folklorista ruso Vladimir Propp (9), a saber: así como la historia sigue el patrón de itinerario-búsqueda de un tesoro que obliga al protagonista a superar una serie de pruebas (físicas e intelectuales), los personajes remiten a las funciones de héroe (Indiana Jones), mandatario (quien o quienes envían al héroe en su misión), falso héroe (el amigo traidor), uno o varios auxiliares (quienes ayudan al héroe a lo largo de su aventura), princesa (las sucesivas partenaires del protagonista), etcétera. Spielberg no pudo resistirse a convertir las últimas entregas, como por otra parte hace con todas sus películas, en un drama de reencuentro familiar. Si en Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989) la búsqueda del grial se homologaba a la del padre, en esta última entrega Indiana Jones se reencuentra con su hijo y con su antigua novia, quienes presumiblemente actúan como futuro anclaje doméstico, cancelando las futuras aventuras del héroe.

En Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal la misión del protagonista es devolver la calavera de cristal del título a la legendaria ciudad de Akator, fundada por una raza extraterreste como museo de los objetos que han ido coleccionando de diferentes civilizaciones, en una curiosa deformación especular de la propia actividad de Indiana Jones. Esta cuarta entrega, que se prevé la definitiva, no depara muchas sorpresas al espectador. Sustitúyanse los nazis por los comunistas -las considerables diferencias entre ambos regímenes quedan achatadas, como es sabido, merced al término «totalitarismo»-, la fórmula no registra demasiados cambios. Ahora sabemos que los comunistas también «perderán la partida», lo que resultaba algo más difícil de entrever en los ochenta, cuando se filmaron las otras entregas de la serie. Los tópicos de rigor se concentran aquí en un solo personaje: Irina Spalko, descrita en el film como «el ojito derecho de Stalin». Por lo común, en el cine de Hollywood los comunistas -las comunistas todavía más- son frígidos, implacables, doctrinarios y carecen de remordimientos y hasta de emociones. El viejo estereotipo, vaya, al que hubo de enfrentarse ya el cineasta Sergei M. Eisenstein cuando le preguntaron en París en 1937: » ¿es cierto que los Soviets han matado la risa? » (10). Con la caracterización de Spalko no estamos muy lejos del personaje de Greta Garbo en Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939), acaso con modales aristocráticos (su competencia en la esgrima) y ligeras connotaciones sadomasoquistas que la calificación para todos los públicos y el puritanismo estadounidense obligan a ocultar bajo el ceñido mono del personaje interpretado por Cate Blanchett. Es más, recuperando este estereotipo bordeamos peligrosamente -y quizá hasta pueda considerarse un síntoma de ello- la retórica de mercado post-Guerra Fría, «mucho más anticomunista de lo que lo era en los viejos tiempos.» (11) Nada más lejos de mi intención que incurrir en una falacia intencional: no creo que ni Spielberg ni Lucas se propongan conscientemente recuperar el modelo de las machines anticomunistas de los cincuenta y sus commie-bashers (incluso aparece alguna crítica a la caza de brujas maccarthysta), pero ponerse a jugar nostálgicamente con los viejos tópicos, por inofensivos que éstos puedan ser, sin cuestionarlos acarrea inevitablemente problemas. Ya Lucas hubo de verse en un aprieto con American Graffiti (1973), por muchos vista, a su pesar, como una cinta que idealizaba en demasía los años de pax americana bajo el gobierno Eisenhower .

Habrá quien piense que hilamos muy fino, y quizá no le falte razón. Y aún así cojea la película. La obligación de avanzar temporalmente la acción de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal por imperativos de edad de su protagonista la tiene presente el espectador en todo momento: Indiana Jones «no se ajusta» a las situaciones que se nos presentan. Si se me permite la pedantería, no lo hace por adscripción genérica: en el enfrentamiento posbélico entre dos superpotencias militares el aventurero solitario venido de los seriales de los años treinta ha de quedar necesariamente arrumbado. La primera secuencia, en la que Indiana Jones se enfrenta a varios espías del KGB en unas instalaciones militares secretas del área 51 de Nuevo México y va topándose con toda suerte de armamento avanzado (incluyendo una bomba nuclear), es elocuente, pues más que presentarnos el retorno del héroe, lo que nos muestra es su patética incapacidad para adaptarse a los nuevos tiempos. Nuestra suspensión de la incredulidad -paso psicológico necesario para el goce de la mayoría de películas- se ve forzada cuando vemos a un grupo de espías de la URSS dedicándose afanosamente a buscar objetos paranormales por las selvas de Perú: la ideología nacionalsocialista era fuertemente irracional, no nos extraña que Hitler estuviera fascinado por el ocultismo y demás supercherías; la de la Unión Soviética -si exceptuamos el recurrente culto a la personalidad-, en cambio, no lo era.

Mucho más interesante resulta reparar en «la jerarquización de poderes que Spielberg propone […] El poder divino, como poder sobrenatural, es el poder supremo. Detrás suyo figura el poder político de quienes persiguen y quieren instrumentalizar aquel poder sobrenatural, sin conseguirlo. Y en último lugar figura el poder del científico, que es un poder subsidiario instrumentalizado por el poder político » (12) lo mismo esto último los secuaces del enemigo que el propio Indiana Jones, y ello en todas las entregas de la serie. Su búsqueda, a la postre, siempre se ve frustrada: lo divino, vienen a decirnos Spielberg y Lucas, nunca se puede poseer ni dominar. Al final de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal Irina Spalko no muere por ambición política o económica (como Mac, el colega británico de Indiana Jones), sino por sus ansias de conocer el mundo y sus mecanismos sociales. Mejor, por lo tanto, no conocer. ¡Buenas moralejas, las que nos proporcionan las fábulas de la fábrica de sueños alienados!

No quisiera parecer un «pedagogo de la repugnancia». El problema de la cultura de masas, a mi entender, sigue siendo el que enunciara Bertolt Brecht: «La distracción bien puede formar parte de la subsistencia, pero al mismo tiempo puede ponerla en peligro por su forma específica. Para vivir puedo necesitar la droga y al mismo tiempo poner en peligro mi vida debido a ella. Las circunstancias a lo mejor me obligan a pedir al arte que dé carácter narcótico a sus creaciones, y a lo mejor tengo que pedirle, al mismo tiempo, que participe en la eliminación de esas circunstancias. […] [Los artistas, especialmente los cineastas] no deben especular sobre cuánto arte está dispuesto a admitir el público. Tienen que descubrir con qué mínimo de anestesia está dispuesto a pasarse el público en su diversión. Este mínimo será aquel máximo. » (13)

NOTAS: (1) Terry Eagleton, La estética como ideología, p. 454 (2) Robert Stam, Teorías del cine, p. 352 (3) Fredric Jameson, La postmodernidad: lógica cultural del capitalismo tardío, pp. 39-40 (4) Román Gubern, Máscaras de la ficción, p. 115 (5) Ibid. (6) Ella Shohat y Robert Stam, Multiculturalismo, cine y medios de comunicación, p. 142 (7) Román Gubern, Máscaras de la ficción, p. 116 (8) Ibid. (9) Vladimir Propp, Morfología del cuento, pp. 105-106 (10) Sergei M. Eisenstein, Reflexiones de un cineasta, p. 181 (11) Fredric Jameson, Brecht and method, p.1 (12) Román Gubern, Espejo de fantasmas, p. 211 (13) Bertolt Brecht, Escritos sobre teatro, p. 249.

Àngel Ferrero   es licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente realiza el doctorado en esa misma universidad y escribe artículos de crítica cultural en la revista SINPERMISO .

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www.sinpermiso.info, 15 junio 2008