Recomiendo:
0

Introducción y epílogo del libro «El País: la cultura como negocio»

Fuentes: Rebelión

Editorial Txalaparta, Tafalla (Navarra).- 420 páginas – 19 euros INTRODUCCIÓN En 2001, El País, diario independiente de la mañana, celebró el 25º aniversario de su fundación. Con ese motivo, los españoles nos enteramos, por el propio El País, de que a El País le debemos las libertades de que disfrutamos, la democracia, el ingreso en […]

Editorial Txalaparta, Tafalla (Navarra).- 420 páginas – 19 euros

INTRODUCCIÓN

En 2001, El País, diario independiente de la mañana, celebró el 25º aniversario de su fundación. Con ese motivo, los españoles nos enteramos, por el propio El País, de que a El País le debemos las libertades de que disfrutamos, la democracia, el ingreso en la Unión Europea, la victoria en la guerra de Perejil, un montón de medallas olímpicas, dos copas de Europa, el Premio Nóbel a Juan Ramón Jiménez, la poesía uniformada, que tengamos boxeo en la televisión y fútbol hasta en la sopa, y no sé cuántas maravillas más. Adelantándome a la celebración del trigésimo, mediante este libro, pretendo hacer ver que también le debemos el neoliberalismo extremo y su secuela el capitalismo salvaje, tan rentable para unos pocos; entre ellos, el dueño de El País; la defensa y casi logro pleno del pensamiento único; la implantación y expansión de la industria cultural y consiguiente conversión del libro, de valor de uso, en valor de cambio, en mercancía; el retroceso de la estética novelística a los tiempos pregaldosianos y otras cosas, que quizá no haya advertido nadie, secuelas de lo que Miguel Baquero ha llamado evocadoramente Pax Polanca. De todo lo cual se desprenderá, sin duda, que el sedicente periódico progresista es el mayor causante de una auténtica involución de nuestra cultura, producto de una desaforada utilización del marketing, la publicidad de saturación y la subliminal, indirecta y engañosa, la exclusión sistemática y el silenciamiento de los escritores, vivos o muertos, ajenos a su cuadra y, en resumidas cuentas, la manipulación implacable de la conciencia de los lectores en pro única y exclusivamente del beneficio económico. No es El País, ciertamente, ese crisol de valores culturales y prácticas democráticas que quienes lo hacen creen, y pregonan, que es.

A algunas personas les sorprenderá la anterior afirmación. Ello se deberá a que una de las «técnicas» que ha utilizado con mayor profusión El País, para conseguir lo que ha conseguido, es la de presentar todo cuanto hace, o por lo que opta, como lo progresista. Un truco que le ha dado los mejores resultados porque España es un país de progres, no de verdaderos progresistas. En este libro se va a demostrar que, sobre todo en el mundo de la cultura, el más mimado por el grupo Prisa, que -variante de la misma «técnica»- se presenta como al portavoz de la intelectualidad, su trayectoria va más bien en dirección a lo obsoleto y desfasado.

Mucha gente de buena voluntad, que tienen los auténticamente culturales entre sus valores supremos, está empezando a temer que la situación que vive el mundo de la cultura, especialmente de la literaria, es irremediable. Por las claudicaciones, complicidades, cobardías, venalidades económicas y morales, dejaciones de académicos, críticos, profesores, directores de suplementos y revistas culturales, dicen que empieza a parecer inevitable que, como diría Argensola, «la fraude suba a tribunal augusto», mientras que la verdad, la calidad, la honradez, arrastren impotentes «sus prisiones» y «giman a los pies del vencedor injusto». Pero lo peor no es la proliferación de las miserables deserciones e inhibiciones, en algún caso tal vez corregibles mediante oportuno «apostolado»: lo peor es la irredimible ignorancia del pueblo español, su incurable analfabetismo. Ante esto, ¿de qué sirve que en una revista prácticamente underground como La Fiera Literaria se haga la crítica más seria y rigurosa, la única seria y rigurosa, sin claudicaciones, que se ha hecho nunca? ¿De qué que se pongan ante los ojos las evidencias de que pseudoescritores lanzados artificialmente a la fama, como Javier Marías, Muñoz Molina, Almudena Grandes, Rosa Montero, Elvira Lindo, Maruja Torres, Juan José Millás, Clara Sánchez, Rosa Regás, Juan Luis Cebrián, etc. son endebles mentales que cocean el diccionario, le retuercen el cuello a la sintaxis, practican una estética obsoleta cuando practican alguna y, sobre todo, dicen chorradas que sonrojarían a un camaleón daltónico? Aquí nadie distingue una estupidez de un pensamiento profundo. Con enterarse de lo que le cuentan, aunque sea una vaciedad más repetida que un funeral en noviembre, se dan por satisfechos. Superando roldanes y gescarteras en corrupción y falta de escrúpulos, a veces meten en una misma colección a los nombrados y a Albert Camus, Malraux, Graham Greene, Günter Grass, Borges, Sabato, Baroja, Valle Inclán, Hermann Hesse y otros de parecido calibre, anuncian que se trata de las cumbres de la novela del siglo XX, y todo el mundo se lo cree. Porque el lector español medio no distingue a Camus de Muñoz, a la Grandes de Virginia Woolf. Todos cuentan algo, que es lo que aquí se valora. Incluso, los de ahora, con lenguaje más parecido al suyo y al de la tele. Quienes podrían poner remedio a semejantes desmanes, o carecen de criterio o andan sobrados de intereses, como el director de la Real Academia, señor De la Concha, como los académicos señores Rico, Salvador o Lázaro Carreter, como los profesores Sanz Villanueva, Darío Villanueva, Sobejano, Gracia, Belmonte, Pozuelo Yvancos, Etchevarría, Goñi, Ayala Dip… Si alguna vez se atreven a denunciar lo mal que se escribe o a afirmar rotundamente, como hizo Gregorio Salvador en unos cursos de verano de Santander, que «el noventa y nueve por ciento de las novelas que se publican en España son malas sin paliativos» y que los críticos y los periodistas «ignoran lo excelente y enaltecen la bazofia», lo hacen generalizando: nadie se atreve a señalar un nombre. Y prácticamente todos los críticos, siempre remando a favor de la corriente que más empuja, se producen como publicitarios de las grandes editoriales.

Quienes nos resistimos a considerar la situación irremediable nos preguntamos qué se podría hacer. Esta es la cuestión más importante. El profesor Vidal Beneyto ha hablado de «resistencia cultural», señalando hacia algo así como un movimiento encaminado a impedir que la mercantilización que se ha apoderado de todos los procesos y actividades humanas se apodere también de la cultura. Pero sin señalar ninguna dirección, sin dar ningún nombre -peor: hurtando aquel que más nos afecta a los españoles-, sólo poniendo como ejemplo de resistencia en este campo el altermundismo… Se trataría, entiendo yo, de, como mal menor, tolerar la sociedad de mercado, si es inevitable, en todas las parcelas menos en la cultural. La idea es óptima y se podría intentar realizar. Pero Vidal, uno de los más conspicuos colaboradores de El País, no ha querido saber nada del único elemento de resistencia cultural que hay en España -el que voy a nombrar en seguida-, aunque se lo han puesto ante los ojos. Al cabo de más de ocho años de batallas por parte de La Fiera Literaria, haciendo la crítica más rigurosa, libre, independiente, y también científica que se hace hoy, probablemente en el mundo, estoy convencido de que ni con cien «fieras» se lograría hacer un descosido al sistema. El mal está muy arraigado, entre otras razones, porque la gente está dispuesta a vender el alma por muy poco. Son bastantes los escritores y profesores que están de acuerdo con los puntos de vista de La Fiera, y hasta la ayudan con una suscripción generosa, pero que no se despeinarían por oponerse a una injusticia ni por apoyar a nadie que no sea del sistema; mucho menos, si no es bienquisto por el sistema. Es triste que personas que es seguro que aman la literatura -si no, no estarían donde están- no la pongan por encima de cualquier otra cosa. Contestando por derecho a la cuestión que nos hemos planteado, pensamos que lo único que serviría de algo sería una especie de Mayo/68 o de lo que sería un movimiento de antiglobalización, contra las mafias culturales, contra el monopolio editorial… Sólo algo así, ruidoso, espectacular, despertaría algunas conciencias, ahora adormecidas, de escritores, críticos y lectores y ayudaría a muchos jóvenes a abrir los ojos antes de que les pusieran las anteojeras. Por lo menos, habría que incomodar a los mercaderes y a sus cómplices, especialmente a ésos que van de progresistas en otros campos que no afectan a su posición de privilegio, pero que en el de la cultura se prestan a los chanchullos de los premios, de las listas de libros más vendidos, de las ferias del libro y sus datos falsificados, del monopolio de las grandes editoriales en las librerías importantes, de los medios, etc.

Este libro, uno de los resultados del seguimiento, durante más de cinco años, de la vida cultural española, está constituido en parte por textos aparecidos en La Fiera Literaria, boletín del Centro de Documentación de la Novela Española, aunque ahora reelaborados y ordenados en secuencia lógica. Quiero justificar la presencia del humor en algunas críticas de la tercera parte, tanto en las de índole sociológica como en las de índole estética. Es la forma usual que practicamos los miembros del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, para hacer ver que los escritores patrocinados por Prisa y otras fábricas de libros no sólo son malos, sino también ridículos y, como tales, risibles. Para ellos, recordando el concepto de «entes de ficción», hemos acuñado el de «entes de risión». Por otro lado, es que pensamos, como el autor latino Aulio Persio Flacco (34-62 A.D.), que «la sátira es el género literario de los hombres libres».

Mi agradecimiento a Laura Gutiérrez Tejón, a los escritores Fernando de Villena, Víctor Moreno y Miguel Baquero; al profesor Alberto Fernández, de la Universidad de Buenos Aires; al escritor argentino Arturo Seeber, y al escritor y editor Arturo Castelló (Numa Editorial, Valencia, España) por sus valiosas ayudas.

    M. G. V.

    EPÍLOGO

El polanquismo ha copiado a los capitalistas norteamericanos quienes, en sus búsquedas de nuevos filones para el enriquecimiento arrasador de valores, fueron a dar con el de la edición de libros. Manuel Blanco Chivite teoriza que otearon el panorama y descubrieron que los posibles consumidores se repartían en tres grupos: el muy pequeño de los lectores cultos, selectivos, inmunes a la influencia de la propaganda, que desdeñaron inmediatamente; otro, algo más numeroso, formado por los analfabetos, a quienes sería inútil dirigirse hasta que se descubriera la forma de hacer comprar libros para no leerlos (ya se ha descubierto); y el más numeroso, compuesto por aquellas personas que no habían leído nunca o casi nunca y satisfacían las ansias de fabulación, que al parecer sienten todos los seres humanos, mediante el cine y, sobre todo, la televisión. Y decidieron conquistarlo.

Para ello, no hacía falta sino fabricar un producto a la medida de sus mentalidades. ¿Qué triunfaba en televisión? El cotilleo, el humor de sal gorda, el morbo, la violencia, el sexo bruto, lo doméstico, lo vecino, la historia cercana, «la vida como es»… En fin, todos esos temas que tocan continuamente los autores de Alfaguara y de las editoriales que la imitan: Espasa Calpe, Anagrama, Tusquets, Plaza Janés, etc. El resultado: que la novela, género más afectado por la operación, siempre vehículo de valores éticos y estéticos, se convirtiera, como se ha dicho y repetido a lo largo de este libro, en un objeto de cambio.

La nueva situación, posible porque a propiciarla se plegaron -criminales de lesa literatura- otros editores medianos, no pocos libreros y, sobre todo y peor, muchos escritores, como aquéllos cuyos nombres más se han repetido a lo largo de estas páginas; la nueva situación, iba a decir, propicia que, como hizo notar Juan Ignacio Ferreras en su artículo Totalitarismo cultural (La Fiera Literaria, nº 117, enero de 2002), se reproduzca, en el ámbito de la cultura, la misma confusión que, en la separación de poderes establecida por Montesquieu, se ha producido muchas veces en el de la política, para desdicha de los ciudadanos. En efecto, aplicando esa división a la cultura, nos encontraríamos con un poder legislativo, que correspondería al autor: legisla porque escribe, estableciendo sus propias leyes; un poder ejecutivo, que correspondería al editor, encargado de publicar, es decir, ejecutar lo escrito por el «legislador», y, finalmente, el poder judicial, que correspondería a la crítica, encargada, en el recto sentido de la palabra, de juzgar.

En política, la confusión de los poderes acarrea la pérdida de la democracia; en el mundo de la cultura, la pérdida de la libertad creativa. Hoy día, en el mundo de la cultura, ni siquiera hay división de poderes. El legislativo lo desempeña el editor, que dicta al autor lo que tiene que escribir. Evidente resulta que el que ejecuta es también el editor, que asímismo ejerce el poder de juzgar, pues las sentencias las dictan, en medios de su propiedad o en los que tiene influencia, críticos a su servicio.

Esta confusión de poderes en la cultura desemboca en una totalización que a su vez desemboca en totalitarismo. Estamos en tiempos de dictadura editorial, de poder absoluto de las grandes editoriales, que, para ejercerlo sin la menor traba, se hacen dueñas también de periódicos, cadenas de televisión, emisoras de radio, centros culturales, cátedras (por medio de la «compra» de catedráticos), Academias (id.), cadenas de distribución y librerías. Para el autor cuyas ideas he expuesto, en ningún lugar como en España (y países de habla española, habría que añadir) se ha producido un totalitarismo cultural como el que padecemos.

El género literario más perjudicado por la brutal comercialización del libro, ya lo he dicho, es la novela -aunque también en el campo del ensayo se están promoviendo muchas obras de temas banales y pseudoproblemas-, especialmente la novela culta, la novela de valores intelectuales y estéticos que, por lógica histórica, correspondería a este tiempo y que prácticamente ha desaparecido. Veamos: la novela moderna, que, nacida con Cervantes, tuvo una especie de segundo nacimiento en la obra de Flaubert, propició la creación en toda Europa de ese inmenso corpus que es la novela del siglo XIX (no puedo extenderme en esto: me remito a mis libros Teoría de la novela (Anthropos), La novela española del siglo XX (Endymión), La novela española desde 1939: historia de una impostura (Libertarias/Prodhufi), El soborno de Caronte: sobre autenticidad e impostura en las letras y las artes contemporáneas (El Toro de Barro), La gran estafa: Alfaguara, Planeta y la novela basura (Vosa), y algún otro). Como el arte siempre anda influido por la visión del mundo que propicia la ciencia -aunque el arte a veces se adelanta a los enunciados de ésta-, la novela decimonónica era deudora de la cosmología newtoniana: tiempo absoluto, espacio absoluto y el hombre perdido en la inmensidad del Dios religioso o del destino. Con las teorías de la relatividad y la mecánica cuántica, todo cambia a principios del siglo XX: el espacio y el tiempo se relativizan, y todo pasa a depender del observador, del hombre, del personaje (cfr. mis estudios La novela relativista y quántica: materiales para la construcción de una teoría aplicable a otras artes y La novela y la nueva física), más una serie de artículos, en revistas, sobre el mismo tema). De manera consciente o inconsciente -porque «flota en el ambiente»- los creadores se empapan de la nueva cosmovisión y surgen obras cuyo enfoque de la realidad -del espacio, el tiempo, la velocidad, el movimiento, sin olvidar las aportaciones de la psicología, la biología, la antropología- antes no se podría haber imaginado: desde A la busca del tiempo perdido y Ulises, hasta El empleo del tiempo y La ruta de Flandes; desde Kafka, Faulkner y Virginia Wolf, hasta Alain Robbe-Grillet, Natalie Sarraute, Carlos Rojas, Andrés Bosch, Antonio Risco… La novela adquiere, en la segunda mitad del siglo XX -lo he hecho ver en mi Teoría de la novela-, un rango estético que antes -Valéry como paradigma- se le había negado. Se abre así una ruta esplendorosa para un género que se consideraba, insisto, de menor entidad que el lírico, el épico y el dramático. Pues bien, es esa coronación, la continuidad de ese itinerario, nada menos, lo que el capitalismo, aplicado a la edición de libros, ha truncado: los Berlusconi, los Mumford, los Lagardere, los Endemol, los Polanco, como ha escrito José Vidal Beneyto, en las propias páginas de El País, aunque sin comprometerse; es decir, sin citar al último.

Si hay una ley que rija el devenir de la creación artística es la que dice que a cada época corresponden unas formas artísticas diferentes y que, por tanto, no es lícito hacer lo que ya se ha hecho ¡Y aquí se han alabado, por profesores universitarios como Jordi Gracia, novelas de Almudena Grandes, «porque parecen del XIX»! Y es que aquí nadie sabe por qué una novela es una novela ni en dónde radican los valores estéticos necesarios para que lo sea; creen -y es lo que conviene a los industriales- que lo específico novelístico es la historia y el lenguaje. (Una vez más me remito a mi Teoría de la novela, Anthropos, Barcelona, 2005). La impresión que da es la de que críticos y profesores estaban cansados de la novela que hasta irónicamente llaman «seria» (V. infra lo dicho a propósito de Pérez Reverte). Por eso han agradecido tanto que alguien resucite los folletines de capa y espada.

Volviendo a nuestro país -con su prolongación en la América hispana-, que es el territorio en que se desenvuelve el «protagonista» de este libro, hay que señalar, una vez más, para terminar, el daño que está haciendo Polanco a la novela en lengua española -y catalana y gallega y vasca. Algo que resulta más imperdonable en quien pretende revestir sus empresas editoriales y su periódico de una capa de intelectualismo progresista -no pasa de progre-, que engaña a mucha gente; ese daño, que está haciendo con la connivencia o, cuando menos, pasividad de muchos académicos, profesores, críticos, y escritores de otros ámbitos, puede resultar irreversible. Al menos, de muy difícil reparación. El frente por el que atacan ahora, sobre todo Alfaguara, se ve claro que es el de la abolición de la imaginación, del pensamiento, de la creatividad y la literariedad en las obras novelísticas, para «que las entienda todo el mundo», como siempre han dicho los responsables de Planeta. En vez de intentar que el lector se levante hacia las novelas, rebajan éstas al nivel de las mentes más romas. Las páginas de cultura de El País, El País Semanal, Domingo y, por supuesto, el suplemento cultural Babelia, además de la SER, Canal Plus, Localia, etc., etcétera, fomentan la novela de tema – siendo así que el tema es un elemento secundario en la construcción de una novela- y de peripecias. Novela «de entretenimiento», dicen, cuando se les olvida que son intelectuales; novela superficial, sin ideas que puedan inquietar al lector, representativa de un tratamiento de la cultura como el que ofrece diariamente Lo más plus; la novela basada, como hemos visto, en sucesos reales actuales o históricos, y sobre todo, dado que algunos de sus pupilos ni con esa base logran ensamblar una trama, en lances autobiográficos. El que no habla de su niñez y su juventud -nunca se han visto tantas memorias de personas de menos de cincuenta años que, para colmo, no tienen nada interesante que recordar- habla de su servicio militar, de su trabajo o su jubilación, de su experiencia de madre, de padre, de abuela o de madre adoptiva, de la movida madrileña, en la que participó, o de la posguerra en Barcelona, de sus vacaciones, de la pérdida de su virginidad… Tienen que entregar un libro al año y su inventiva no da para otra cosa.

El daño, ya digo, puede ser irreparable y nadie aquí, empezando por el Ministerio de Cultura (un grupo de intelectuales presentó un escrito con algunas propuestas -entre ellas, la regulación de los premios literarios, continuadas fuentes de chanchullos- en pro de la sanidad del mundo cultural a doña Pilar del Castillo, quien ni siquiera acusó recibo, lo mismo que, dos años después, hizo la socialista Carmen Calvo) y la Real Academia, cuyo director fue, con Elvira Lindo, Muñoz Molina, Blanca Berasátegui, Camilo José Cela y Francisco Umbral, de los que más batalló por que amordazaran a los críticos libres e independientes de El Cubil de la Fiera en La Razón), siguiendo por los profesores de Literatura y los críticos y terminando por los propios escritores, la mayoría, que anhelan formar parte de los «elegidos», mueve un dedo. Escritores que van de serios por la vida, no se niegan a participar como jurados en el chanchullo del Premio Alfaguara si el padrino se lo pide. Debe de ser muy grande la facultad de persuasión de éste cuando hasta un hombre que, como José Saramago, no lo necesita ni para darse a conocer ni para vivir, se olvida de su pregonada ideología y hace lo que le mandan.

Contando con estas ayudas, al polanquismo «cultural» no le queda por hacer grandes esfuerzos para llevar a cabo la manipulación en que se basa fundamentalmente el éxito de su matutino y sus editoriales: la manipulación característica del capitalismo que no sólo aspira a hacer crecer sin tregua las ganancias, sino a hacerlo mediante el dominio de las mentes, hurtando la realidad para lograr el poder absoluto, como muy bien señaló la profesora María Ángeles Maeso, en su conferencia inaugural del curso, en la universidad Pablo Olavide de Sevilla (2004) e imponiendo en definitiva la ley del más fuerte, con el resultado del secuestro de nuestra percepción de las cosas y los hechos, y hasta la noción que tenemos de nosotros mismos. «Si las palabras, advierte Maeso, son medios de visión, a alguien le está interesando no dejarnos ver lo real por nosotros mismos. Como en épocas feudales, los medios de expresión son un elemento fundamental de asegurar los medios de producción».

Como aquí denunciamos, como La Fiera Literaria ha venido denunciando desde 1995, pero, sobre todo, desde que cuatro intelectuales enviaron al propio Polanco el escrito que luego se publicó en el número 117 (enero 2002) de la mentada publicación y se reproduce en este libro, El País constituye el más importante y peligroso instrumento de manipulación y falseamiento de la realidad literaria y cultural en general (¡no digamos de la política!), así como el mayor productor y promotor de novela/basura. Los lectores del El País y los por éste influenciados -entre los que se cuentan muchos que deberían ser sus enemigos natos- convertidos por el sistema en buscadores de su trozo de queso, se vuelven consumidores de los productos culturales adulterados de que se ha hablado en este libro e incapaces de discernimiento; sobre todo, desde el momento en que han sido «autorizados» para, terminada la lectura del matutino independiente, exclamar gozosamente: ¡Qué guapos somos!, ¡Qué inteligentes!, ¡Qué cultos! ¡Qué demócratas más grandes! ¡Qué suerte hemos tenido de pasar, mediante una transición modélica, de la que ÉL fue portavoz y maestro de ceremonias, de una dictadura, al mejor de los mundos políticos posibles! ¡Y con los mismos actores, para evitar sobresaltos! Y, por supuesto, nadie tan bien orientados como nosotros, los elegidos, para leer lo mejor.

Y así, unos porque no saben, otros porque no pueden y otros porque no quieren, nadie se da cuenta o nadie señala que esto no es una democracia, sino, como ha dicho y repetido el prologuista de este libro, Antonio Garc´´ia Trevijano, una oligarquía de partidos, nacida -ver el prólogo- de la ambición y la traición de muchos, de la cobardía de bastantes y de la «democrática» circunstancia de que a los que hubiesen podido tener otro comportamiento -los militantes de Izquierda Republicana, por ejemplo, y de otros partidos del mismos signo-, los «demócratas» no los legalizaron a tiempo, para que no pudieran manifestarse. Con lo que ha venido a suceder que esta cacareada democracia no es más que una prolongación del franquismo, «enriquecida» con televisión basura, cotilleo, pornografía y bingos.

En aquel Informe de que he hablado, terminábamos preguntando a il padrone que si de lo que se trataba era de ganar dinero, por qué no intentaba ganarlo con productos siquiera dignos, en vez de hacerlo con basura. Quizá la respuesta, que no intuimos entonces, esté en la comprobada ductilidad de los mediocres.

No sé por qué, al concluir este libro, recuerdo un sabio dicho rumano, que oí en París a mi buen amigo Cirilo Popovici, en presencia de Eugéne Ionesco: Hay veces en que las gallinas vuelan más alto que las águilas; pero las gallinas nunca alcanzarán las nubes.

M. García Viñó

[email protected]