La disputa por el poder presidencial en México significa, en la historia política de nuestro país, más de lo mismo; es decir, que cualquiera de las fórmulas políticas que llegue al poder no hará otra cosa más que ajustar, profundizar, continuar o modificar las políticas neoliberales que se han aplicado sistemáticamente en los últimos treinta […]
La disputa por el poder presidencial en México significa, en la historia política de nuestro país, más de lo mismo; es decir, que cualquiera de las fórmulas políticas que llegue al poder no hará otra cosa más que ajustar, profundizar, continuar o modificar las políticas neoliberales que se han aplicado sistemáticamente en los últimos treinta años en nuestro país en el contexto de los intereses de las políticas también neoliberales de la economía mundial.
Es muy probable que el Tribunal Federal Electoral declare la validez de las elecciones presidenciales y le otorgue el carácter de presidente electo al candidato triunfador del PRI, al desechar la mayoría de los recursos de impugnación presentados por el llamado «movimiento progresista» para reclamar la invalidez de la elección presidencial y no así -lo que resulta contradictorio- la relativa a gobernadores, diputados y senadores que benefició a muchos personeros de sus partidos que integran e impulsan dicho movimiento.
En lo sustancial, el proceso electoral se verificó a la luz de las reformas políticas del año 2007-2008 que fueron aprobadas por todos los partidos políticos y que, por tanto, legitimaron, en forma y contenido, sus reglas, principios y mecanismos. Sin embargo, el candidato de las autodenominadas «izquierdas» se inconformó y desató toda una campaña mediática -al igual que en 2006- para ventilar la idea del «fraude electoral» que se habría llevado a cabo mediante una serie de instrumentos tales como la promoción del candidato del PRI por las televisoras, en particular, por el monopolio de Televisa; la supuesta influencia de las encuestas que, se afirma, favorecieron irremediablemente a dicho candidato y, por último, mediante la «compra de votos» que debió de realizar masivamente el PRI para adquirir mediante ese mecanismo mercantil e «ilegal» -pero indemostrable dado que el voto por ley es secreto- la adhesión de 5 millones de votos que marcaron la diferencia en detrimento del candidato de las «izquierdas» otorgándole el triunfo al candidato de aquel partido.
Al no poder sustentar legalmente el conflicto electoral bajo la figura jurídica que contempla la ley en la «nulidad», que estipula que para que se pueda anular la elección se requiere probar fehacientemente que se haya incurrido en irregularidades bajo tres supuestos específicos: 1) cuando no se instale el 25% de las casillas electorales; 2) cuando se acredite la nulidad del 25% de las casillas o, 3) cuando el ganador sea inelegible -estas son las únicas causas que prevé la Constitución por las que se puede anular una elección. Por lo anterior, se recurrió a la ambigua y subjetiva figura de «invalidez», que implica «demostrar» por parte de quien impugna que hubo «inequidad» en base al artículo 41 de la Constitución Política que expresa que » la renovación de los poderes legislativo y ejecutivo se realizará mediante elecciones libres , auténticas y periódicas «.
Por lo tanto, se alega que la elección en lo que concierne a la presidencia de la república, no fue libre, auténtica y periódica -y no así curiosamente en lo concerniente a diputados, senadores y gobernadores- por lo que se exige al Tribunal declare su invalidez. El problema radica justamente en que las «pruebas de descargo» que presenta el querelloso (supuesto compro masivo de votos, rebase de los gastos oficiales de campaña en que supuestamente incurrió el PRI, influencia negativa de las encuestas elaboradas durante la campaña por las principales casas encuestadoras para favorecerlo, promoción preferencial del candidato del PRI por el «duopolio televisivo») son extremadamente débiles e indemostrables y, según afirman distintos expertos en derecho procesal, documentos y medios diversos, se contradicen con la realidad. Por ejemplo, el monitoreo que oficialmente estuvo a cargo de la UNAM, respecto a la presencia y participación de cada uno de los candidatos en los medios de comunicación, mostró que durante toda la campaña hubo equidad y proporcionalidad en dichos medios.
AMLO asegura que el candidato priísta es una «hechura» a la moda de la casa de las televisoras, un muñeco insuflado de telenovela; pero oculta que desde que fue Jefe de Gobierno del Distrito Federal (2000-2005), candidato a la presidencia en 2006 y, luego, auto-ungido «presidente legitimo» y nombrado su propio gabinete al perder la elección, se viene promoviendo sistemáticamente en los medios privados y oficiales de comunicación de tal manera que no hay evento al que él concurra desde entonces que no concurran también dichos medios con entrevistas, notas informativas y difusión.
El problema del «movimiento progresista» es que con su presencia en todo proceso electoral legitima la «democracia representativa» – por no decir burguesa- que tiene sus reglas, sus mecanismos, sus «secretos» y una lógica que es la de reproducir el régimen político vigente en el cual se desenvuelve. Infligir dichas reglas, como lo hacen el candidato de las llamadas «izquierdas» y los partidos que lo postulan, significa no respetar las condiciones y términos del juego que él mismo ha aceptado y, al mismo tiempo, pretender poner a su servicio y necesidades a dicha democracia. ¡La única manera de que ésta sea reconocida y funcional es cuando él obtenga la silla presidencial, porque si no es así, entonces indefectiblemente sería la «prueba palmaria» de que se habría cometido «fraude electoral».
Esas fuerzas políticas y sus candidatos no conciben otras formas de lucha que no sea la electoral que se celebra cada 3 o 6 años. En el inter, todos los miembros de la partidocracia beneficiarios del régimen gozan de sus prebendas que les otorga el sistema -por ejemplo el llamado «fuero político» que los hace inmunes ante la ley, ante cualquier autoridad y ante la misma sociedad- y, en la mayoría de los casos, se enriquecen a costa de los ciudadanos que votaron por ellos y que son olvidados por sus «representantes» hasta nuevo aviso, cuando les habrán de solicitar nuevamente su apoyo a través del voto.
Esta es la historia del régimen político mexicano de todos los tiempos, aunque partidos y medios de comunicación se esfuercen por mostrar todo lo contrario. De ello dan muestras los altos índices de abstencionismo y de nulidad del voto que se registran en cada una de las elecciones que se celebran en el país. De esta manera, en 1994, cuando la lista nominal de electores fue de 45 millones 729,057 personas, votó el 77.16% y se abstuvo el 22.84% del electorado, según cifras del Instituto Federal Electoral (IFE). Por cierto esos comicios fueron los últimos que ganó el PRI, cuyo candidato, Ernesto Zedillo, alcanzó 48, 69% de la votación .
En 2000 la lista nominal aumentó a 58 millones 782,737 personas, de las cuales votó el 63.97% , mientras que se abstuvo el 36,03%. La elección presidencial la ganó el candidato de la derecha, Vicente Fox, del Partido Acción Nacional (PAN) -decimos «derecha» sólo nominalmente porque los otros partidos no se quedan atrás»- con el voto útil del PRD y de la «izquierda», y representó la llamada «alternancia» en el poder tras siete décadas de gobiernos del PRI. Dio inicio, así, lo que hemos denominado régimen de transición pactada entre los miembros de la partidocracia, el gobierno y los empresarios y que perdura hasta nuestros días.
Para 2006, la lista fue de 71 millones 374,373 ciudadanos, pero la participación disminuyó a 58,55% y se abstuvo el 41,45%. El panista Felipe Calderón ganó la elección frente a López Obrador, postulado por el PRD por una mínima diferencia de 0.56% de los sufragios emitidos. En 2012 la lista nominal alcanzó 79, 454.802 con una tasa de participación de 63,14% y una de abstención de 36,86%.
En la medida en que sólo participan minorías del total de la población mexicana, estos datos revelan la ilegitimidad sistémica en que se desenvuelve el régimen político mexicano, aunque se mantenga en torno a la legalidad burguesa; dos conceptos, a veces antagónicos, que son característicos de la «democracia representativa» y, sólo de manera excepcional, coincidentes (para este tema se pueden consultar: Norberto Bobbio y Nicola Matteucci, Diccionario de política, Editorial Siglo XXI, México, 1981 y Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno, Editorial Juan Pablo, México, 1975).
El límite máximo que tiene constitucionalmente el TEPJF para calificar la elección presidencial es el 6 de septiembre de 2012. Mientras tanto, dicha elección, al haber sido impugnada por una de las partes perdedoras en la contienda con más de tres millones de votos a favor del candidato ganador, se mantiene en vilo y el sistema político mexicano -presidencialista, formalmente democrático pero sustancialmente autoritario que consagra, en sustancia, el régimen de reproducción del capital y los intereses estratégicos de las clases dominantes- sigue vigente con su partidocracia que en lo oscurito mantiene sus arreglos y negociaciones para dar cause al «nuevo» poder político que seguramente habrá de emanar, «democráticamente, del nuevo gobierno elegido por 19 millones de ciudadanos comandado por el hasta ahora «partido de oposición» llamado PRI que gobernó al país durante 71 años.
¡Qué ironías tiene la vida… Verdad!
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