Recomiendo:
0

James Brown: in memoriam

Fuentes: Insurgente

Se hace difícil evocar el recuerdo de James Brown sin caer en una avalancha de superlativos que, por otro lado, a él le encantaban. Tenía un carácter absolutamente andaluz. Como un gitano de Cádiz, le agradaban, por exagerados, cuantos elogios se hacían en su honor, sabiendo que, bajo ese alud de buenas palabras, se encontraba […]

Se hace difícil evocar el recuerdo de James Brown sin caer en una avalancha de superlativos que, por otro lado, a él le encantaban. Tenía un carácter absolutamente andaluz. Como un gitano de Cádiz, le agradaban, por exagerados, cuantos elogios se hacían en su honor, sabiendo que, bajo ese alud de buenas palabras, se encontraba una sencilla pero sincera admiración, que en la prensa y demás medios de comunicación, se hacían casi imprescindibles para que los fanáticos sin formación cultural o musical, se aferraran a esos adjetivos grandilocuentes a la hora de defender a su ídolo.

Ben Heine

James era el más prolífico de los artistas, el más incansable, el showmen cuyos gestos superaban lo histriónico, para erigirse en protagonista de una película donde el out of control se convertía en pincelada necesaria. Era un juego. Un guiño para la audiencia que se mostraba encantada viendo a su Rey envuelto en una capa, compungido hasta la histeria por un imaginario llanto, mientras gritaba «¡ Please, please… !», caía sobre la escena, volvía a erguirse, le tomaban en brazos sus ayudantes, pero continuaba en su papel de eterno amante destrozado, para ser derribado por el rayo del amor perdido empapado en sudor y lágrimas. Grabó más de mil canciones, más de cien discos, y superó cincuenta años de carrera dentro del género por excelencia en el mundo de la black music: el rythm and blues, cuyos hijos rítmicos tuvieron en su voz y estilo un padre Número Uno, además de ser una de las estrellas cuyo poderoso influjo superó al de la propia Luna en el mar.

Pero Brown no era un dechado. Su lado oscuro estaba compuesto por montañas de megalomanía, de cumbres de codicia, de rocas tiránicas, abismos despóticos, surcos y caminos sinuosos en los que amenazaban la ingratitud y el egoísmo feroz. Un Padrino del soul, del funky, un Mister Dinamita que podía reunir en su personalidad una inmensa calidad artística y un carácter insoportable. Era un buscador febril del éxito comercial sin renunciar a su propio yo, envolviendo sus declaraciones con un halo de orgullo de negritud, de reivindicación de raza, que le hizo ser una punta de lanza dentro de la comunidad negroamericana, aunque en cierta y lamentable ocasión cometiera la solemne estupidez de declararse adepto de Reagan. Los astros son así de imprevisibles.

La década del 60 no puede ser concebida sin él, sin ese espléndido sonido, teñido de borrachera y droga, legando a la posteridad piezas magistrales como It’s a man’s, man’s, man’s world o el inefable Sex Machine, que han sido como las pirámides del ryhtm and blues, sólo comparables a las protagonizadas por Marvin Gaye. James orientó a las nuevas generaciones de los 70 en la utilización del metal, de la cuerda, de la percusión, aunque en los años ochenta sufriera el martirio de un cierto ostracismo que supo vencer con una voluntad y una presencia de ánimo increíbles. El rap, el hip-hop, no pueden negar el rotundo mensaje que Brown fue dejando a lo largo de su provocativa existencia, recogido años más tarde por otros alumnos como Prince, George Clinton, Afrika Bambaataa, Chuck D y muchos nombres más.

Una afección pulmonar, detectada hace solo unos meses, ha terminado por derribar definitivamente al Rey de la Black Music. Ni siquiera los dioses han tenido piedad a la hora de llevárselo a su seno, eligiendo nada menos que el día de Navidad para ello. Vaya jugarreta que le han hecho desde el Paraíso. A él, que en muchas ocasiones cantó aquello de I Wish You a Mery Christmas, White Christmas y Jingle Bells

A los 73 años, en la cama de un hospital, James Brown murió diciendo: « I’m going » (voy). Y cerró los ojos para siempre. Abramos ahora los oídos y elevemos el volumen de los altavoces de nuestro reproductor de discos, sabiendo que sus formidables canciones no padecerán nunca la neumonía, ni los caprichos de las deidades.