«Colinas que arden, lagos de fuego» es el nuevo relato de aventura histórica de Javier Reverte. Un libro que descubre la belleza y la brutalidad de África, aunque como él mismo comenta «no hay una África, hay muchas». Con su habitual estilo, el escritor madrileño engarza la historia con los pasos que da, lo que ve con la descripción pulcra y oportuna. Asimismo, su narrativa encuentra en un generoso vocabulario la palabra exacta más una halo de poesía.
LLeva décadas Javier Reverte viajando con su mochila y un puñado de suerte, la necesaria para que entre senderos salvajes, ríos tan anchos como un mar o hielos milenarios no ocurra desgracia alguna. No obstante, acostumbra a echar la siesta y descansar después de que un diminuto insecto, un mosquito, le trasmitiera la malaria hace unos años.
Reverte es actualidad con «Colinas que arden, lagos de fuego», un libro donde combina, como es habitual en él, aventura, descripciones precisas de lo que ve y apuntes históricos, todo narrado con un toque poético inspirado y lejos del empalago. Reverte escribe: «Varios escritores, entre ellos Walter Benjamin y Azorín, han identificado el acto de caminar con la poesía y la reflexión. El primero acuñó el término flâneur para el paseante de ciudad, una especie de vagabundo de las calles cuyo deambular puede considerarse como un acto especialmente poético. Y el español escribió: «Andando y paseando. Caminar despacio, lentamente por la calle; caminar como un regodeo, después del largo trabajo. Dejar correr, escupir, explayar la vista por las fachadas de las casas, por los transeúntes, por la faz de una bella mujer, por el ancho cristal de un escaparate».
«Caminar por África -prosigue Reverte en el libro- es muy distinto. Y no solo porque el paisaje urbano de las ciudades de Occidente sea la antítesis de las inmensas praderas africanas, sino porque el dejarse ir no es prudente y la reflexión no es el principal motivo del paseo, Caminar por África es, sobre todo, un ejercicio de sensualidad desbordada. Y a los pocos días de iniciar la marcha, notas dentro de ti una extraña emoción: la conciencia de que perteneces a la Tierra como un animal más entre tantos otros y que el hecho de ser un hombre no te hace superior a las bestias que caminan cargadas a tu lado o a las que se ocultan en las arboledas o matorrales (…)».
«Yo no pensaba volver a escribir sobre África -nos cuenta Reverte sobre su nuevo libro- porque ya había escrito seis, de ellos tres de viajes. Pensaba que lo tenía ya todo dicho, pero una peña de amigos muy próximos y un par de familiares, mi hijo y mi hermano, estaban apretándome para ir conmigo de viaje a África. Total que organicé dos viajes con ellos, pero para dar paseos. Eso sí, en plan mochilero porque a mí no me gustan los viajes organizados, no me divierten».
Javier Reverte aprovecha este nuevo viaje para caminar por escenarios nuevos. «Estuvimos en el lago Turkana, en el norte de Kenia; en Tanzania visitamos el parque Seleus, que es el más grande de África y el segundo más extenso del mundo, y también el lago Tanganika. Yo lo quería navegar en un barco imponente, en un barco de leyenda, de 1914, un barco alemán de la Primera Guerra Mundial. Aunque parezca imposible es un barco que sigue navegando, debe ser el carburador más antiguo del mundo».
En el recorrido, Reverte aprovecharía para pasar por Zambia para conocer el lugar donde murió David Livingstone, un pueblo llamado Chitambo, en la mitad de África. El aventurero de Glasgow pidió que su corazón lo enterraran allí, «sí, quería que su corazón estuviera enterrado en África. Su cuerpo, sin embargo, se embalsamó y se mandó a Londres, tardó tres meses en llegar, y se enterró en la catedral de Westminster, donde entierran a todos los héroes y grandes personajes británicos, pero su corazón quedó en África. Hice ese viaje, estuve en unos escenarios magníficos y fui tomando notas como lo he hecho toda mi vida, quizá me quede de mi época en el periodismo, es una especie de costumbre. El caso es que tomé muchas notas, además había visto tanto que cuando llegué a Madrid me puse a escribir el libro. Es como si África me dijera: `Escribe mamón, escribe'».
Viajar rejuvenece el alma
En cierta ocasión Javier Reverte comentó que «si viajas no envejeces». Pero los años pasan, aunque el corazón pulse como un joven. «Al final envejecer envejecemos quieras o no, pero a mí el viajar en estas condiciones me levanta mucho el ánimo, primero porque cuando llevas unos días te pones en forma mentalmente hablando, también físicamente, pero mentalmente sobre todo porque te das cuenta que se puede vivir con muy pocas cosas, no es necesaria esta cultura del derroche en la que vivimos inmersos, que podemos, por una parte, vivir con lo mínimo y, por otra, que cuando vas para allá y estás acostumbrado a las comodidades el hecho de convertirte en un mochilero, retarte un poco a ti mismo y vencerlo, también es un chute de orgullo en cierto sentido, que ves que puedes hacerlo… como cuando navegué el Yukón con 62 años, 750 kilómetros en 13 días y durmiendo al aire libre. Estas son cosas que con 60 años normalmente no haces. Eso te deja el alma de tal forma que te conviertes en un chiquillo, otra cosa es que el cuerpo aguante».
El despertar de los sentidos
Previamente a «Colinas que arden, lagos de fuego», Reverte había escrito varios libros y novelas sobre África. «Yo me enamoré de África leyendo libros de aventuras cuando era un crío, pero claro, esa África es otra realidad. Sin embargo, cuando fui a visitar este continente por primera vez en el año 92, el África subsahariana, me enamoró completamente porque todos mis sentidos se despertaron, África es muy sensorial, muy sensual, los olores que son medio pesebre y medio flor, una cosa entre establo y jardín. También te despierta mucho tu propio corazón y tu mentalidad, pega como un flechazo en tu mente de escritor porque allí ves lo mejor de la vida, la naturaleza estallante, la belleza tremenda de esos paisajes, la calidez de su gente, pero también ves la miseria terrible, la cercanía de la muerte. Alguien decía que África tenía los días más luminosos y las noches más tenebrosas, es la mejor imagen que se puede decir de África, y todo esto, quieras o no, te conmueve, te emociona».
Querer a África debe de ser una lucha interna dolorosa: vida y muerte unidas como carne y hueso: «África no ha mejorado nada. La explotación continúa, siguen las enfermedades, la muerte, las hambrunas, sobre todo persisten la miseria y el analfabetismo, las pocas perspectivas de futuro… Todo esto te deja el alma muy dolorida, aunque esté envuelta en belleza».
En la amable charla, Reverte no cesa de hablar con entusiasmo de las tierras africanas, de su hechizo, de su fuerza natural, pero también le lloran las palabras en cuanto cesa el romanticismo: «África me recuerda a la España de los cincuenta, de la posguerra. En los años 50 yo era un niño, tenía 8 o 10 años, y era una España muy dura, de hambre, de escasez, de persecución política. Una España en la que todos los mayores eran muy antipáticos y regañaban mucho a los pequeños, una España aburridísima, una España en blanco y negro»
Reverte continúa con sus atemorizados recuerdos: «Te regañaban en el colegio, te regañaba todo el mundo. Por suerte mi padre no lo hacía nunca, era el mejor de todos, yo tuve un gran padre. Cuando llego a África veo un poco reproducida esa España, esas carreteras despedazadas, los coches tirados. En los años 50 y 60 los pocos coches que había siempre estaban en la cuneta con el capó abierto echando humo y un tío mirando dentro en jarras sin saber qué hacer… En África sí saben qué hacer, lo llenan de esparadrapos y cuerdas y el coche anda, tienen una habilidad tremenda para hacer este tipo de cosas. Me recuerda también a aquellos domingos. En África los domingos la gente se pone sus mejores ropas, la única que tienen, por otra parte, el traje de los domingos lo llamábamos nosotros cuando éramos pequeños, que luego se iba heredando entre los hermanos, del mayor al pequeño, la ropa crecedera que se decía. Todo esto lo ves mucho también en África. He ido mucho a las misas los domingos en África para verlos, es un ceremonial impresionante lleno de cánticos, la gente vestida con unos colores… Me recuerda mucho a mi infancia. También el hecho de que las familias viven allí muy juntas, tal y como antes se vivía aquí porque era necesario para compartir cosas. Ahora, en plena crisis, yo me acuerdo de la posguerra, esto de ahora es una crisis, de acuerdo, pero es que la posguerra era mucho peor. Digamos que estoy curtido con las crisis».
Javier Reverte ha visitado con «Colinas que arden, lagos de fuego» tres estados: Kenia, Tanzania y Zambia, recorrido realizado, en gran parte, con la protección de un hombre armado que se tuvo que contratar.
Preguntado sobre sí esos lugares pueden representar el todo, el escritor lo tiene muy claro: «No. Kapuscinski siempre decía que no hay África, que hay Áfricas. Son 52 estados muy diferentes, el Magreb no tiene nada que ver con el África subsahariana, el Este es muy diferente del Oeste. No tiene nada que ver Camerún con Tanzania. Lo mismo ocurre con Sudáfrica, donde una minoría blanca tiene todo el control económico. No se parecen en nada Zambia, Rhodesia del Norte o Kenia. Etiopía es un país completamente distinto a todos. Somalia, una nación dominada por los señores de la guerra… No, África es muy diferente».
«En esta ocasión -matiza Reverte- he visitado esa zona porque su historia me ha interesado y porque su clima es mejor. En la zona de Occidente no puedo aguantar el calor húmedo terrible y que en algunos momentos incluso me afecta a la cabeza, no puedo soportar el clima de ese África. He ido, pero no me gusta; en cambio, en esta otra me siento muy bien, hay tierras altas, está cerca de la línea del ecuador por lo que por la noche hay mucha luz».