Creo que alguna vez ya he dejado por escrito que considero necesario, para tirar cada día adelante, las canciones de Joaquín Sabina. Y si no lo he dejado por escrito todavía me da igual, lo hago ahora y punto, tampoco suele tener mayor importancia decir las cosas antes o después. Lo importante suele ser decirlas. […]
Creo que alguna vez ya he dejado por escrito que considero necesario, para tirar cada día adelante, las canciones de Joaquín Sabina. Y si no lo he dejado por escrito todavía me da igual, lo hago ahora y punto, tampoco suele tener mayor importancia decir las cosas antes o después. Lo importante suele ser decirlas. Escribió alguna vez CJC (ya saben, «Comer, Joder y Caminar», que se reescribía el Marqués de Iria Flavia), que «hay hombres que están en este mundo para obedecer y aguantar y además se les nota». Me da en la nariz que no es el caso: si la vida se deja, Joaquín le acaba metiendo mano, eso parece una ley física.
Consigue Sabina, tanto en sus canciones como en sus versos (que me llegan menos, la verdad), reunir en sí mismo casi todas las reglas y excepciones que sugería Eco como necesarias en toda vida culturalmente saludable («Apocalípticos e Integrados», busquen por ahí). Sabina encierra la regla y la excepción él solo, como Eco es capaz de unir a Superman con la Escuela de Frankfurt sin despeinarse el flequillo. Instruye, divierte, indigna o maleduca, perfecto, tratándote siempre como al adulto un tanto crápula que todos llevamos dentro (aunque unos lo llevan más dentro que otros, como pasa con todo en la vida). Como te digo una co, te digo la o: Sabina es ese canalla que canta todo lo que nos pasa por las noches, cuando se nos va la mano con la cerveza, cuando una tía nos vuelve a decir que no en un bar o cuando otra nos manda a soplar nardos, después de una noche loca, pero luego puede seguir hablándonos de la última masacre en Palestina o de cómo está Fidel o Diego Maradona. Sabina es mucho más que un cantante: es ese intelectual capaz de saber quién es el último cretino que campea a sus anchas por la prensa rosa gracias a que se folla a no sé quién sin condón, y darnos una lección sobre la poesía de la experiencia que dure exactamente un par de rondas de cervezas a las que alguien nos invitó (y habrá que apurarlas: somos bien nacidos). De él podríamos decir algo parecido a lo que dijo alguien de una dama muy voluminosa: «encierra todas las virtudes de las tres gracias en ella sola». Sabina encierra las virtudes del más intelectual y del más canalla dentro de sí. Me gusta.
Yo, que me dedico a la docencia (seguramente hasta que me echen o hasta que se me agote la vocación, no sé qué llegará antes), suelo decir que un buen profesor debe reunir lo más exquisito del mejor alumno y lo más canalla del peor estudiante para que, parafraseando a Marx (con perdón para la FAES), nada de lo humano le sea ajeno. A Sabina le sucede algo así: nada de lo humano parece serle ajeno. El ripio, la política, el porrito, el romance, el soneto, el secretario general de algo, el disco de oro, tu puta madre, algún ex-presidente del gobierno, un par de cuernos nocturnos, tu santa madre, príncipes de paso, una rayita a destiempo, un guerrillero con pasamontañas, algún condón a punto de ser usado (esperemos que sea para bien), uno, dos, cien cubatas, Silvio Rodríguez, llueve sobre mojado, un brindis con sodomitas y/o gomorreros traídos especialmente para la ocasión, González Catán, Pablo Milanés, las chicas Almodóvar (que no chicas de moda: por muy buena que esté la Theron eso no va con tipos como nosotros). Y, en resumen, todo lo demás.
Es necesario el imaginario de Sabina para sentirse evolucionado respecto del mono que algún día dejaremos a nuestros hijos: es necesario bajarse en Atocha, pongamos ahora que hablamos de Madrid. Es necesario tocarle el culo a la «Barbie superstar», ahora que está de capa caída (antes era inalcanzable), darle sesenta céntimos nostálgicos (ni uno más) a la «princesa», poner a nombre de nuestra mejor querida todas las olas del mar, ser del Rayo Vallecano aunque sea un rato, montar un golpe de estado en la luna o trasnochar 19 días y 500 noches seguidos detrás de alguna rubia teñida. Vestirnos de purísima y oro para cuadrar a algún putero demorado o llegar a tiempo de levantarle a Paula la pollera, que debe ser lo más de lo más cuando en la doce más violenta de la Bombonera montan lo que montan con la Virgen de los Vientos. O ya llegar al orgasmo musical siendo alguna de las cosas descritas en «El pirata cojo»: me pido casi todas las vidas citadas menos la de pirata, pero si me dan a elegir, me hace más tilín ser flautista en Hamelin, comunista en las Vegas o, por favor, fotógrafo en Playboy.
Para completar el imaginario «sabiniano», traigo a este pesebre figuritas pintorescas como una monja con guantes de boxeo, un cojo con derecho al pataleo o un huevo de Colón precolombino, deseo de todo corazón que las vascas se casen con maquetos, que deserte el borrego del rebaño y que las pateras arriben a buen puerto aunque sea por una vez. Y que Dios me perdone, claro, pues «debajo del solideo / la ocasión la pintan calva / para ser un buen ateo». O, por lo menos, que ese particular que es el Papa de Roma me perdone los pecados y me mande su absolución como archivo adjunto por e-mail.
Hoy día, con los tiempos que corren, Sabina es más necesario que nunca para tener el cerebro bien engrasado. Por prescripción facultativa, vamos.
JOAQUÍN SABINA POR PRESCRIPCIÓN FACULTATIVA
Antonio J. Quesada
Creo que alguna vez ya he dejado por escrito que considero necesario, para tirar cada día adelante, las canciones de Joaquín Sabina. Y si no lo he dejado por escrito todavía me da igual, lo hago ahora y punto, tampoco suele tener mayor importancia decir las cosas antes o después. Lo importante suele ser decirlas. Escribió alguna vez CJC (ya saben, «Comer, Joder y Caminar», que se reescribía el Marqués de Iria Flavia), que «hay hombres que están en este mundo para obedecer y aguantar y además se les nota». Me da en la nariz que no es el caso: si la vida se deja, Joaquín le acaba metiendo mano, eso parece una ley física.
Consigue Sabina, tanto en sus canciones como en sus versos (que me llegan menos, la verdad), reunir en sí mismo casi todas las reglas y excepciones que sugería Eco como necesarias en toda vida culturalmente saludable («Apocalípticos e Integrados», busquen por ahí). Sabina encierra la regla y la excepción él solo, como Eco es capaz de unir a Superman con la Escuela de Frankfurt sin despeinarse el flequillo. Instruye, divierte, indigna o maleduca, perfecto, tratándote siempre como al adulto un tanto crápula que todos llevamos dentro (aunque unos lo llevan más dentro que otros, como pasa con todo en la vida). Como te digo una co, te digo la o: Sabina es ese canalla que canta todo lo que nos pasa por las noches, cuando se nos va la mano con la cerveza, cuando una tía nos vuelve a decir que no en un bar o cuando otra nos manda a soplar nardos, después de una noche loca, pero luego puede seguir hablándonos de la última masacre en Palestina o de cómo está Fidel o Diego Maradona. Sabina es mucho más que un cantante: es ese intelectual capaz de saber quién es el último cretino que campea a sus anchas por la prensa rosa gracias a que se folla a no sé quién sin condón, y darnos una lección sobre la poesía de la experiencia que dure exactamente un par de rondas de cervezas a las que alguien nos invitó (y habrá que apurarlas: somos bien nacidos). De él podríamos decir algo parecido a lo que dijo alguien de una dama muy voluminosa: «encierra todas las virtudes de las tres gracias en ella sola». Sabina encierra las virtudes del más intelectual y del más canalla dentro de sí. Me gusta.
Yo, que me dedico a la docencia (seguramente hasta que me echen o hasta que se me agote la vocación, no sé qué llegará antes), suelo decir que un buen profesor debe reunir lo más exquisito del mejor alumno y lo más canalla del peor estudiante para que, parafraseando a Marx (con perdón para la FAES), nada de lo humano le sea ajeno. A Sabina le sucede algo así: nada de lo humano parece serle ajeno. El ripio, la política, el porrito, el romance, el soneto, el secretario general de algo, el disco de oro, tu puta madre, algún ex-presidente del gobierno, un par de cuernos nocturnos, tu santa madre, príncipes de paso, una rayita a destiempo, un guerrillero con pasamontañas, algún condón a punto de ser usado (esperemos que sea para bien), uno, dos, cien cubatas, Silvio Rodríguez, llueve sobre mojado, un brindis con sodomitas y/o gomorreros traídos especialmente para la ocasión, González Catán, Pablo Milanés, las chicas Almodóvar (que no chicas de moda: por muy buena que esté la Theron eso no va con tipos como nosotros). Y, en resumen, todo lo demás.
Es necesario el imaginario de Sabina para sentirse evolucionado respecto del mono que algún día dejaremos a nuestros hijos: es necesario bajarse en Atocha, pongamos ahora que hablamos de Madrid. Es necesario tocarle el culo a la «Barbie superstar», ahora que está de capa caída (antes era inalcanzable), darle sesenta céntimos nostálgicos (ni uno más) a la «princesa», poner a nombre de nuestra mejor querida todas las olas del mar, ser del Rayo Vallecano aunque sea un rato, montar un golpe de estado en la luna o trasnochar 19 días y 500 noches seguidos detrás de alguna rubia teñida. Vestirnos de purísima y oro para cuadrar a algún putero demorado o llegar a tiempo de levantarle a Paula la pollera, que debe ser lo más de lo más cuando en la doce más violenta de la Bombonera montan lo que montan con la Virgen de los Vientos. O ya llegar al orgasmo musical siendo alguna de las cosas descritas en «El pirata cojo»: me pido casi todas las vidas citadas menos la de pirata, pero si me dan a elegir, me hace más tilín ser flautista en Hamelin, comunista en las Vegas o, por favor, fotógrafo en Playboy.
Para completar el imaginario «sabiniano», traigo a este pesebre figuritas pintorescas como una monja con guantes de boxeo, un cojo con derecho al pataleo o un huevo de Colón precolombino, deseo de todo corazón que las vascas se casen con maquetos, que deserte el borrego del rebaño y que las pateras arriben a buen puerto aunque sea por una vez. Y que Dios me perdone, claro, pues «debajo del solideo / la ocasión la pintan calva / para ser un buen ateo». O, por lo menos, que ese particular que es el Papa de Roma me perdone los pecados y me mande su absolución como archivo adjunto por e-mail.
Hoy día, con los tiempos que corren, Sabina es más necesario que nunca para tener el cerebro bien engrasado. Por prescripción facultativa, vamos.