A propósito de una nueva edición de La guerra de las salamandras, de Karel Capek, recorremos la obra del escritor checo que bautizó a unas extrañas máquinas que hoy conocemos como robots. Cuenta la leyenda que a Karel Capek la idea se le ocurrió viajando en un transporte público atiborrado de pasajeros, y que buscándole […]
A propósito de una nueva edición de La guerra de las salamandras, de Karel Capek, recorremos la obra del escritor checo que bautizó a unas extrañas máquinas que hoy conocemos como robots.
Cuenta la leyenda que a Karel Capek la idea se le ocurrió viajando en un transporte público atiborrado de pasajeros, y que buscándole un nombre le consultó a su hermano Josep cómo podría llamarse a una especie de máquina de forma humana con autonomía de movimientos y operaciones lógicas suficientes para realizar tareas programadas.
«Robot» fue la sugerencia de Josep, una palabra con reminiscencias etimológicas al checo robota (trabajo) y el eslavo rob (esclavo). Y así fue como en la obra de teatro R.U.R. Robots Universales Rossum, escrita en 1920, apareció por primera vez una definición que retomaría la literatura desde entonces, pero también la ciencia y la industria moderna.
Robots Universales Capek
El mismo Capek declararía que los robots son la evolución propia de la era de la producción industrial en masa [1] del mito del golem -criatura de barro propio del folklore judío medieval de gran peso en Praga, cuya historia como ciudad se enlaza en la cultura popular a un golem creado para defenderla-. Pero en la sociedad moderna, cuyos esfuerzos se definen según el lucro que permitirían, son las ilusiones modernizadoras las que parecen volverse mito: la criatura rápidamente escapa de las manos de sus creadores para constituirse en una amenaza definitiva y fatal, no tanto por su poderío sino porque, enredada en la lógica de la competencia, la sociedad no puede dejar de producir aquello mismo que la destruirá.
Eso es lo que sucede en R.U.R. -y también en su relato previo «System», abiertamente crítico del taylorismo-. La sigla es el nombre de la empresa que inventa las máquinas de forma humana, que produce grandes cantidades para vender como mano de obra barata a todo el mundo, con la promesa de liberarnos del trabajo. Pero algo falla en el sistema -y no es la utopía la que falla, sino el persistente afán de ganancias que esconden tras discursos floridos- y los robots se rebelan, en una escena cuya ambientación recuerda la del buque Aurora preparado para disparar en El acorazado Potemkin de Eisenstein -los intercambios entre la producción de este nuevo género, el de la ciencia ficción, entre la URSS y Europa, por esos años, será mutua: La rebelión de las máquinas de Alexis Tolstoi tiene el mismo argumento que R.U.R., como el autor mismo lo reconoció-.
La destrucción a la que lleva el uso interesado de la tecnología se repite en otros textos del autor -como La fábrica del absoluto o Krakatit-, quien llegaría a ser uno de los escritores más famosos de la lengua checa, aunque Kafka, que le fue contemporáneo, sea el más conocido a nivel internacional. Sus libros, además de muy populares, fueron base de otras obras de teatro y óperas.
Capek, que fue periodista, director de un teatro, presidente del Pen Club checo y autor de relatos alegóricos e infantiles también, escribió en una lengua relativamente marginal en la tradición europea como el checo, algo que Borges resalta en su breve biografía publicada en El Hogar en 1939: «ha renunciado a la (relativa) universalidad del idioma alemán y se ha resignado a la limitación de su idioma nativo» [2]. Y sin embargo desde allí logra lo que Borges prescribiera para el escritor checo más celebre, Kafka [3]: el reconocimiento de rasgos que no observaríamos como comunes de no haberse concentrado en la obra de alguien que en ese sentido construye a posteriori sus precursores, modificando así el pasado y el futuro.
Extrañas criaturas
Su novela La guerra de las salamandras, escrita en 1936, acaba de ser reeditada por la editorial barcelonesa El Zorro Rojo, en una versión ilustrada por Hans Ticha, que puede conseguirse localmente. Aquí no son robots los que terminarán volviéndose contra sus creadores, sino salamandras, un extraño bicho que un capitán cazador de perlas encuentra en una isla alejada, y que pronto descubre domesticables para ponerlas a trabajar y hasta enseñarles a hablar. Asociado con un empresario comenzarán a reproducirlas en criaderos, a entrenarlas para distintas tareas y a venderlas como mano de obra, lo que en principio permitirá un enorme avance tecnológico y grandes riquezas para los conglomerados que se dedican a reproducirlas. Los países pelearán por mejorar su adiestramiento, por ganárselas para sus respectivas causas; científicos, filósofos y políticos discutirán sus orígenes y características anatómicas y mentales; toda la sociedad celebrará modas náuticas y hasta habrá una nueva poesía salamandrina con sus clásicos y sus vanguardistas.
Pero el resultado será parecido al de R.U.R.: pronto el aumento de la población de salamandras hará insuficiente el espacio planetario para sus enormes colonias, lo que dará comienzo a una guerra donde las salamandras, utilizando las mismas herramientas que les proveyeron los humanos para que trabajen, amenazan con borrarlos del planeta. Pero el proceso no se da de un día para el otro ni es directamente provocado por las salamandras. Es la sociedad la que jugándolas como carta en sus intrigas políticas, enfrentamientos nacionales, disputas internas, acuerdos y traiciones, terminará por extenderlas y darles un poder que los bichos, por sí mismos, no hubieran quizá nunca encontrado.
No es difícil identificar allí la situación europea, y de hecho la novela está plagada de referencias bien concretas, incluyendo cumbres que se realizaron efectivamente, no para tratar el problema de las salamandras sino de los enfrentamientos y cuentas pendientes que dejaron los distintos imperialismos al fin de la Primera Guerra Mundial. Si la referencia al problema del «espacio vital» claramente apunta a la entonces Alemania nazi -también es el tema de La enfermedad blanca-, queda claro también a lo largo de la novela que no es exclusiva responsabilidad germana el crescendo que terminaría en guerra, sino el juego ciego de potencias buscando imponerse sobre otras, así como sus traiciones, porque bien pueden abandonar sin miramientos a anteriores aliados (tal como Francia e Inglaterra hicieron con Checoslovaquia con el tratado de Munich firmado con el III Reich).
Capek muere en 1938 apenas antes de que los nazis avancen sobre Checoslovaquia, pero el final de su novela ya entreveía esa posibilidad. No es la única «profecía» del autor: en Krakatit, el mal uso de un material nuevo que termina en desastre bien podria ser una profecía capekiana cumplida por la bomba atómica.
Capek no suscribe la idea de que «el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones». No se trata de seres humanos inocentes que, como aprendices de brujo, no calculan las consecuencias de sus innovaciones, tampoco de conspiraciones de algunos poderosos, sino de sociedades dispuestas a seguir echando leña al fuego con tal de beneficiarse y protegerse a sí mismos en detrimento de sus congéneres. La actriz que quiere hacerse famosa en Hollywood, el capitán que cuida a las salamandras como pares pero desprecia a los aborígenes de las islas donde las encuentra, los académicos que primero quieren instruirlas pero luego desconfían cuando sienten amenazados sus privilegios, los políticos que hacen demagogia con ellas o los sectores sociales que las descubren como un buen chivo expiatorio para sus desgracias, son algunos de los personajes que enristra la novela. No faltan los filósofos, científicos y leguleyos que reclaman derechos para las salamandras pero no para negros, mujeres y judíos. Y especialmente acentuado será el lugar de los grandes empresarios, que tanto en La guerra de las salamandras como en otras obras son retratados haciendo grandes discursos éticos que no son más que justificaciones para alguna maniobra comercial a su favor que llevará a la catástrofe. «Es el capitalismo, estúpido» es una conclusión no tan difícil de derivar de sus relatos.
No crea sin embargo el lector que por estas críticas al sistema Capek fue un izquierdista. Fue independentista tras la caída del Imperio austro-húngaro al fin de la Primera Guerra Mundial; amigo personal de Masaryk, el primer presidente de la República de Checoslovaquia, y liberal como aquél, fue tan anticomunista como antifascista. Las referencias a la izquierda radical (bolcheviques, anarquistas, socialistas) son en el libro tan abundantes e irónicas como las que se refieren a los fascistas. Convencido de que se trataba de dos formas de totalitarismo, fue al fascismo al que le tocó enfrentar más directamente, porque la joven república se veía en el período de entreguerras amenazada por los avances alemanes en la región. Con pedido de captura por sus críticas al expansionismo alemán, murió poco antes de que invadieran su país; su hermano, en cambio, sí fue apresado y murió en un campo de concentración.
Capekianas
El ser humano como Prometeo moderno que se ve amenazado por su criatura es un motivo que ya tenía sus antecedentes: Frankenstein, de Mary Shelly, es quizás el más célebre. También allí es la intolerancia social la que terminan por constituir al monstruo en algo amenazante a lo largo del libro, pero es el doctor Franskenstein el primero en retroceder asustado frente a su creación. En cambio, en Capek, los creadores no solo no retroceden frente a sus invenciones maquínicas sino que pecan de entusiasmarse demasiado con ellas, hasta que ya es demasiado tarde.
Si existe «lo kafkiano», quizás podría denominarse a esto «lo capekiano», marca de una primera ola de ciencia ficción europea que se extendió posteriormente a buena parte de la literatura del género producida en Estados Unidos hasta hoy, siendo por ejemplo el núcleo argumental de películas como Terminator, Matrix o más recientemente la serie Westworld.
Pero a pesar de que su impronta en el género es bien reconocible, es necesario marcar también particularidades que se despliegan también en esta novela.
A diferencia de buena parte de la ciencia ficción, sus relatos no se ubican en un tiempo o espacio lejano para hablar del presente, sino justo en el presente mismo, del que no oculta datos ni nombres ni referencias. Por otro lado, su tono y lenguaje no son ni la del detallismo científico, ni la reflexión metafísica ni la sobriedad apocalíptica: sus novelas, en cambio, están transidas de humor e ironía, a veces tan destacado que puede hacerse previsible.
En esta novela en especial Capek despliega un recurso novedoso, que es el collage de distintos escritos que un archivero colecciona, y que es partir de lo cual nos enteramos del origen y desarrollo de esa guerra. En ese archivo hay de todo: estudios científicos, proclamas políticas, poesías, recortes de diario que van desde declaraciones de presidentes o generales a chismes y cartas de lectores.
No sería el único caso de incursión en los escritos apócrifos. Capek escribió su propia serie de biografías truchas de personajes de la historia, como Alejandro Magno y Napoleón, pero también y al mismo nivel Hamlet o Don Juan, titulado justamente Apócrifos.
Uno de ellos era Prometeo, para el cual imagina el juicio realizado en el Senado romano, que se resume a las declaraciones del juez y los fiscales. El breve texto es toda una parábola del sistema. Las acusaciones se van secularizando, pero sintomáticamente la denuncia se vuelve cada vez más y no menos grave: si en principio se lo acusa de robar el fuego a los dioses, pronto alguien alega que en realidad el fuego no debería ser incumbencia de lo divino, que no está para jugar con pedernales a sacar chispas. En todo caso el problema sería que el fuego es un peligro social, porque muchos podrían quemarse intentando la misma operación prometeica. Pero, agrega otro miembro del honorable Senado, después de todo esa chispa podría servir para grandes emprendimientos y hazañas, para conquistar el mundo. El problema con Prometeo es que en vez de entregar su descubrimiento a las autoridades, pretendió que fuera público y bien comunal. Esa será finalmente la acusación por la cual se lo condena a un terrible castigo: «Alta traición» al sistema.
Notas:
[1] Citado en Peter Wollen, El asalto a la nevera, Madrid, Akal, 2006, pp. 152/153.
[2] Recopilado en Textos cautivos, Bs. As., Alianza, 1998, p. 138.
[3] «Kafka y sus precursores», en Otras inquisiciones.
Fuente: http://www.laizquierdadiario.com/Karel-Capek-Papa-Robot
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