Traducido para Rebelión por Germán Leyens
«Hay una conspiración para crear la apariencia de que no hay gobierno»
Presidente Carlos Mesa
En los días 30 y 31 de mayo, la capital boliviana presenció la mayor y más radical de las marchas de protesta desde octubre de 2003; en un clima de crisis institucional y de parálisis del gobierno, se confrontaron dos conceptos de democracia. Para el presidente Mesa (estoy parafraseando), la movilización masiva en la forma de huelgas cívicas, marchas de protesta, y bloqueos de ruta son sinónimo de caos, desorden económico, inestabilidad política, subversión, conspiración criminal y confabulación para un golpe. Para los movimientos sociales, la democracia es la expansión de la participación política y de la soberanía nacional obtenida a través de la movilización de masas.
La democracia liberal y la democracia radical están enfrentadas actualmente en un feroz combate, y la balanza se inclina precariamente de parte de esta última. Aunque el discurso público de Mesa recuerda cada vez más a su predecesor Gonzalo Sánchez de Lozada, su práctica es substancialmente diferente; es otro motivo por el que sigue en el poder después de más de una semana de marchas, bloqueos y huelgas que han paralizado la capital y la han aislado del resto del país. Si Mesa decide utilizar fuerza letal, a nadie la sorprendería si terminara como Sánchez de Lozada. Pero, por haber servido como vicepresidente de Goñi, no quiere seguir una trayectoria parecida.
Divisiones regionales, étnicas y de clase (características destacadas de la movilización en enero y marzo) han sido fuertemente exacerbadas, y del mismo modo los avances en la polarización política, pero parece que a menos que Evo Morales rompa con la democracia liberal, ninguno de los dos lados podrá imponer su voluntad colectiva. No es por primera vez que Evo Morales actúa como una represa contra un torrente popular hacia las carreteras de la nación, sus calles y tal vez incluso hacia el palacio presidencial. El motivo de la actual ola de protestas proviene de las bases y de los cuadros medianos en El Alto y en el departamento de La Paz, pero sólo Morales y el MAS tienen el potencial necesario para unir a los movimientos sociales altamente fragmentados a través de las divisiones mencionadas.
Sin embargo, como todos los caudillos populares, Morales tiene un interés creado en mantener una dinámica de movilización limitada. Actualmente, como único freno efectivo de la insurrección popular, Moral se presenta como defensor de la democracia, en la esperanza de ganar el apoyo de la clase media urbana. En este caso es importante subrayar su sinceridad. Aunque la embajada de EE.UU., la débil y dividida elite boliviana, y el Economist de Londres, ven a Morales como un lobo disfrazado de cordero – un radical estratégico disfrazado de moderado táctico – en su retórica y en sus hechos Morales es el mayor defensor de la democracia boliviana tal como está configurada actualmente. Ni él ni el MAS quieren que se deshaga el orden constitucional, ya que ambos tienen desde 2002, cuando Morales casi venció en la contienda presidencial, su mirilla puesta en las elecciones de 2007.
Piénsese lo que se quiera de la estrategia electoral de la centro-izquierda, es importante que se reconozca su cohesión interna. Compuesta por mineros de Huanuni; campesinos aymara del departamento de La Paz (CSUTCB-Túpaj Katari); la FEJUVE, [Federación de Juntas Vecinales]) y la Central Obrera Regional (COR) de El Alto; y los sindicatos de maestros rurales y urbanos en El Alto, La Paz, y Potosí, el bloque radical-popular exige la nacionalización inmediata del petróleo y del gas; la renuncia del presidente; la clausura del parlamento y una asamblea constituyente.
Como resultado de la estrecha colaboración entre los movimientos sociales y la asociación de profesionales del petróleo y del gas (Codepenal), las proposiciones para la nacionalización son relativamente claras, por lo menos en El Alto, y tienen precedentes obvios. En 1937, Standard Oil fue nacionalizada bajo el populista general David Toro, y en 1969, Gulf Oil fue nacionalizada bajo el general Alfredo Ovando. Lo que ocurriría después de la renuncia de Mesa o la clausura del parlamente, al contrario, es un tema discutido pocas veces y por lo menos bastante ignorado. Por su parte, Mesa no muestra intención alguna de renunciar: en marzo presentó su renuncia para debilitar los movimientos sociales, no para apaciguarlos.
Sin embargo, si Mesa renunciara, el jefe del Senado, Hormando Vaca Díez, pasaría a ser presidente. A la luz de sus antiguos vínculos con uno de los dos principales partidos neoliberales (MIR), así como con intereses derechistas en su nativa Santa Cruz, Vaca Diez probablemente resultaría ser más autoritario, dictatorial y sanguinario que Mesa. Hasta ahora, Vaca Diez no da señales de interés en tomar el poder aprovechando la marea del radicalismo popular, aunque su nombre apareció la semana pasada en conexión con rumores no corroborados de una conspiración derechista. Si Mesa renunciara y Vaca Diez se negara a asumir la presidencia, ésta pasaría al presidente de la Cámara de Diputados, Mario Cossío, del MNR. Es probable que también se niegue. En ese caso, un juez de la Corte Suprema se vería obligado a convocar a elecciones. Este panorama no significaría necesariamente que se abriría el espacio para una participación política más amplia, y podría incluso restringirla.
Morales y Mesa están de acuerdo en que el cierre del parlamento equivaldría a imponer una dictadura, y ya que no existe una alternativa coherente, mucho menos hegemónica, de la izquierda, la exigencia parece poco práctica y poco realista. Además, Román Loayza, el caudillo del sector campesino indígena del MAS – que, junto con sus partidarios, pide la nacionalización – ha prometido que protegerá el parlamento para que pueda reunirse para discutir la nueva ley de hidrocarburos.
Precisamente porque su poder proviene de las federaciones sindicales campesinas en lugar del parlamento, Loayza se ubica considerablemente a la izquierda de Morales. A la luz de su disposición de ordenar a sus partidarios que protejan el parlamento, el bloque de las provincias de La Paz y El Alto tendría dificultades para clausurarlo. No logró penetrar a la Plaza Murillo después de más de una semana de esfuerzos, particularmente por parte de los mineros y los campesinos aymara, y FEJUVE, a pesar de sus posiciones oficiales, no tenían intenciones respecto al parlamento y al palacio presidencial (ubicados ambos en la Plaza Murillo). Sus columnas se quedaron en la Plaza San Francisco.
Además de las marchas y las huelgas que paralizaron las actividades oficiales en la capital, El Alto – que brevemente se extendieron a Sucre, Potosí, y Cochabamba – cortes de ruta bloquearon ocho de los nueve departamentos de Bolivia, demostrando aún más la incapacidad de gobernar de Mesa. La ironía, como señaló un sabio observador, es que Mesa podría haber detenido fácilmente la protesta y la movilización adelantando un año a agosto de este año la asamblea constituyente. De esta manera no tendría que responsabilizarse por el futuro del gas y del petróleo bolivianos, que sería decidido en la asamblea, y podría afirmar legítimamente que respondía a las exigencias populares de un cambio inmediato y radical. Entretanto, los movimientos populares tendrían dificultades para improvisar una propuesta ampliamente aceptada para el diseño y la implementación de una asamblea constituyente a tan breve plazo. Pero cuando Mesa anunció una asamblea constituyente y un referendo para el 16 de octubre, fue demasiado poco y demasiado tarde. Como siempre, había perdido la oportunidad.
En vista de la fragmentación de los movimientos radicales-populares, y su posibilidad limitada de lograr una articulación política ante la ausencia de violencia estatal y sin apoyo del MAS, es difícil imaginar qué estaba esperando Mesa. Como Sánchez de Lozada, puede ser que esté demasiado cegado por la cólera, el orgullo, y los prejuicios, para interpretar los sentimientos populares o calibrar el «momento político» del actual movimiento. En el canal estatal de televisión, muestra la misma falta de contacto que su predecesor en los días anteriores a su caída. Si hay alguien a quien culpar por la percepción ampliamente compartida de que Mesa no gobierna, es el propio Mesa. Morales no es muy diferente. Pero se podría argüir que, a diferencia de Mesa, Morales ha basado su carrera en su falta de contacto desde que comenzaron los levantamientos masivos en 2003. La distancia de la realidad de Mesa amenaza su futuro político, mientras que la de Morales parecería asegurar que él y su partido tendrán un lugar en el campo electoral.
El parlamento debía reunirse el 2 de junio para discutir la autonomía regional y la asamblea constituyente pero el cretinismo parlamentario quedó más en evidencia que de costumbre, y por falta de consenso, todo el debate fue postergado hasta el 7 de junio. Esto llevó a más polarización, racismo y rumores de golpe suficientemente creíbles para que el jefe de las Fuerzas Armadas de Bolivia se viera obligado a desmentirlos en la noche del 3 de junio.
Es importante subrayar que el predicamento boliviano está lejos de ser único. La movilización radical-popular en este país es ahora más compacta y contundente que en otros países del políticamente reñido continente sudamericano, pero incluso cuando los movimientos sociales han alterado el equilibrio del poder, la crisis del neoliberalismo continúa, y aún tiene que aparecer una alternativa viable.
La agonía del impasse. II Parte
«No podemos permitir que la historia se repita»
Miguel Zubietta, Dirigente minero
Con multicolores banderas indígenas (wiphalas) ondeando junto al tricolor boliviano (rojo, oro y verde), el 6 de junio, entre rumores de que el presidente Carlos Mesa renunciaría, unos 400.000 manifestantes descendieron como una «serpiente resplandeciente» a la Plaza San Francisco en La Paz para una asamblea al aire libre*. Mientras el grave bramido de los pututus (trompetas de cuerno que llaman a la rebelión) se repetía por la plaza, jóvenes con pasamontañas negras, armados con rifles de madera daban expresión al espíritu militante. La mayor movilización en Bolivia desde octubre de 2003 clausuró la ciudad por la segunda semana, al desbordarse la Plaza San Francisco cuando los que llegaban de El Alto tuvieron que instalarse en las calles vecinas. Cuando los manifestantes llegaron a La Portada a la ciudad, los residentes del vecindario sobre la ladera vecina se unieron a la protesta, como cuando la semana pasada las asociaciones vecinales de Villa Victoria y de Munayparta marcharon respaldando las exigencias radicales-populares pidiendo la nacionalización de los hidrocarburos y la convocación de una asamblea constituyente. Los dos vecindarios fueron reductos proletarios insurgentes durante la revolución nacional de 1952, y habían dado un importante apoyo al derrocamiento de Gonzalo Sánchez de Lozada en octubre de 2003.
El heterogéneo bloque radical-popular ya no podía ser caracterizado como una vanguardia aislada limitada a El Alto y a las 20 provincias del departamento de La Paz. A diferencia del cabildo organizado por el MAS el 23 de mayo, el 6 de junio los manifestantes afirmaron la posibilidad una democracia radical, participativa y negaron la realidad de la democracia liberal representativa. Activistas vecinales de El Alto (FEJUVE), maestros rurales y urbanos, panaderos, carniceros, mujeres del mercado, vendedores callejeros, estudiantes, trabajadores de las fábricas, los campesinos, desempleados y sin tierras, y los campesinos comunitarios se pronunciaron unánimemente a favor de la nacionalización de los hidrocarburos y de la formación de un gobierno de transición compuesto de obreros, campesinos y de la clase media. Hacia el final de la reunión, armados con garrotes, piedras y hondas, 20 camiones llenos con campesinos de la comunidad aymara llegaron de Aroma, la provincia del altiplano frente al departamento de Oruro y que produjo dos líderes históricos de la insurgencia indígena. ** Junto con manifestantes de otras provincias, campesinos comunitarios de Aroma se dirigieron hacia la Plaza Murillo para tomar posesión del parlamento y del palacio presidencial.
Equipados con copiosas cantidades de gas lacrimógeno y de balas de goma, la unidad de elite de la policía (GES) bloqueó la plaza contra los manifestantes, pero al llegar la tarde su control se debilitó y necesitaron refuerzos de soldados armados con munición de guerra. El ambiente era decididamente insurreccional y los campesinos pasaron la tarde tratando de tomar la plaza. Pero la unidad radical-popular era más bien de facto que programática, y no se veía la disciplina colectiva que fue una característica tan destacada de la movilización de octubre. Además, mientras activistas vecinales de El Alto, familiarizados con La Paz y los prejuicios de muchos de sus habitantes, encabezaron la insurrección de octubre, en junio de 2005, los campesinos comunitarios y los mineros estuvieron en las primeras filas y el nivel de confrontación aumentó continuamente.
En octubre de 2003, ante marchas de las comunidades aymara de Chaskipampa, Mallasa, Achocalla, y Ovejuyo – y hastiados de la violencia estatal – sectores progresistas de la clase media iniciaron huelgas de hambre en la zona sur de la capital. Éstas se extendieron a los vecindarios de clase media más al norte, que apoyaron las demandas del bloque nacional-popular dirigido por El Alto, ayudando así a acelerar el derrocamiento de Sánchez de Lozada. Esta vez, sin embargo, en San Miguel y en Cala Coto (sur) así como en Sopocachi y San Jorge (norte), la clase media formó grupos reaccionarios de «autodefensa» para protegerse de las supuestas amenazas a la propiedad y las personas. Con una expresión de horror aterrorizado, una mujer en San Miguel explicó: «Tenemos que proteger todo lo que tenemos» y un hombre en Sopocachi preguntó: «¿Geográficamente, cuál es nuestro territorio?» Comentarios semejantes sacaron a la luz lo que la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui ha llamado «el miedo ancestral al cerco indígena».
La polarización siguiendo líneas regionales, clasistas y étnicas era pronunciada, pero fue más compleja que lo que permitían las fórmulas binarias (El Alto-La Paz, altiplano occidental-tierras bajas orientales), porque La Paz en sí estaba dividida.
Una ligera mayoría de peones de origen aymara tuvo más peso que la reacción de la clase media de piel clara. En octubre de 2003, rebeldes en su mayoría indígenas figuraron como «mártires patrióticos» en el imaginario político del país, pero en junio de 2005, minorías racistas, no-representativas, acusaron a los manifestantes de racismo, y los presentaron como minorías radicales, no-representativas. Un ciudadano que se quejó de que las comunidades aymara utilizaron garrotes, piedras, y hondas, demostró un caso típico de malentendido de los modos y métodos de la lucha campesina en el sur de los Andes. Incomprensiones básicas de esta tipo subrayaron las contradicciones de una formación social marcada por el colonialismo interno. A falta de aliados en el centro de la ciudad, el campesinado aymara también lo percibió como un sitio hostil a las aspiraciones radical-populares de soberanía y autodeterminación, y actuó correspondientemente. Destrozando ventanas, embarrando los cabellos teñidos de las mujeres urbanas de clases media con terrones, cortando las corbatas de los ‘caballeros’ y gritando insultos a los pasantes – estas tácticas dependían más en su efectividad del miedo que inspiraban que del daño que hacían.
Por suerte, la participación fue mucho mayor en octubre de 2003, ya que la mayoría de la clase media atiborró los supermercados y los almacenes vecinales de la ciudad en junio, histérica ante la perspectiva de escasez (una perspectiva que devenía más probable por su propia conducta). Los restantes elementos progresistas de la clase media se movilizaron alrededor del alcalde de La Paz Juan del Granado, declarando una huelga cívica el 7 de junio. Como en octubre, respaldaron la exigencia de nacionalización y llamaron a que se detuvieran las marchas y las protestas. En general, sin embargo, la convergencia temporaria nacional-popular de octubre se había fracturado en trayectorias de movilización que apenas coincidían. En el caso improbable de que llegara a realizarse, los trabajadores y campesinos probablemente dominarían el esperado gobierno de transición-. La inclusión de la clase media podría haber sido poco más que un acto de generosidad retórica.
Mientras tanto, 61 bloques campesinos (comparados con 46 el viernes 3 de junio) paralizaron la circulación de mercaderías en todo el país, con una pérdida estimada de exportaciones de 5 millones de dólares por día. Los precios de alimentos en la capital aumentaron en un 10 (pan, azúcar, trigo) y un 100 por ciento (carne, pollos, guisantes, huevos). En El Alto, organizaciones vecinales en el Distrito 2 bloquearon el transporte de gas a La Paz como en octubre, pero Mesa continuó evitando una represión violenta, de manera que las matanzas que llevaron a la caída de Sánchez de Lozada no tuvieron lugar. Las entradas a El Alto y La Paz fueron cerradas, como el campo hacia el norte, este, y sur de la capital.
Contrariamente a la predicción de la semana pasada, y de modo similar a octubre de 2003, la movilización había tomado un carácter nacional multicéfalo, como indica el hecho de que ocho de los nueve departamentos fueron clausurados el 3 y el 6 de junio. El MAS movilizo a sus bases en el Chapare (tierras bajas de Cochabamba) y en el altiplano meridional y los valles de Potosí, Sucre, y Oruro, pero incluso el caudillo campesino del MAS, Román Loayza, parecía haber perdido el control de la base. Lo mismo fue el caso con Abel Madani, de El Alto, líder de FEJUVE. Sólo Gualberto Rojas, jefe del sindicato de la comunidad campesina aymara en el departamento de La Paz (CSUTCB-Túpaj Katari), pudo mantener un aparente control, y apeló a la unidad entre los quechua, aymara, y guaraní. En su conjunto, estos grupos indígenas representan una mayoría de la población boliviana. En agudo contraste con Evo Morales y la dirección del MAS, Rojas y sus partidarios no mostraron interés en obtener el apoyo de la clase media urbana.
La gama de actores fue amplia, y las tácticas fueron más radicales que las aprobadas por Loayza, el dirigente del MAS ubicado más a la izquierda. 1.500.000 barriles de gas por día fueron bloqueados cuando los guaraní de las tierras bajas se apoderaron de los campos de Camiri, Santa Cruz, mientras en Milluni, La Paz, unos 100 campesinos volaron parte del canal que lleva agua a la capital.
Se apoderaron de tres plantas hidroeléctricas, y en Tapacari, Cochabamba***, los trabajadores, bajo presión de los campesinos, cerraron las válvulas de los gasoductos – propiedad de la trasnacional Transredes (Enron) – que llevaban 20.000 barriles de gas a Chile.
Con huelgas, marchas y protestas acompañadas por otras formas de acción directa en todo el país, las consecuencias internacionales fueron inmediatas.
El mayor inversionista en la industria boliviana del gas, Repsol YPF, un consorcio español de propiedad en su mayoría estadounidense, había anunciado anteriormente que suspendería sus planes de invertir 850 millones de dólares. Los gobiernos chileno, argentino, uruguayo y brasileño anunciaron sus intenciones de construir un gasoducto a través de Perú, evitando a Bolivia. Según José Aylwin, abogado del Instituto de Estudios Indígenas en Temuco, Chile, el gobierno de EE.UU. tiene «una percepción de los activistas indígenas como elementos desestabilizadores y terroristas».
En su informe anual, Amnistía enumera hábilmente la «guerra contra el terror» como una amenaza para los movimientos indígenas en las Américas.
Comenzando en la Guerra Fría y acelerándose después de la Revolución Cubana, la ideología de contrainsurgencia de EE.UU. dictaba que los que trabajan para producir la reforma y / o la transformación social eran reales o potenciales aliados del comunismo.
Eran el mar en el que se pensaba que iban a nadar los comunistas, de manera que no se podía distinguir entre los que confrontaban al estado y al imperio por la fuerza de las armas y los que no lo hacían. Esta ideología, y las prácticas que inspiraba – en particular la formación de escuadrones de la muerte – creó el fundamento para Guantánamo, Abu Ghraib, y las cámaras de tortura que salpican el mundo de las estepas centroasiáticas a los mares del Pacífico del Sur. Por cierto, después de la asamblea del 6 de junio, se rumoreaba que se preparaba una solución autoritaria – que conlleva la renuncia de Mesa, la imposición del Estado de Sitio, y un intento de descabezar los movimientos al estilo Pinochet. Se rumoreaba que el alto comando militar y el Presidente del Senado, Hormando Vaca Díez, estaban listos a asumir el poder, pero las multitudes en San Francisco quemaron efigies de una vaca para dejar claro que no estaban dispuestos a aceptar a Vaca Díez como presidente.
En la mañana del 6 de junio, poco antes de la asamblea de masas, en la que Evo Morales estuvo conspicuamente ausente, Morales subrayó que tanto Vaca Díez como el jefe de la Cámara de Diputados Mario Cossío, tendrían que renunciar después de Mesa. El Presidente de la Corte Suprema, Eduardo Rodríguez, llamaría entonces a realizar elecciones en diciembre. El viernes, 3 de junio, gracias a tácticas dilatorias, el bloque de Santa Cruz utilizado con poderoso efecto, cuando el parlamento no pudo lograr consenso o discutir la autonomía regional y la asamblea constituyente, Morales y Mesa pidieron a la Iglesia Católica que supliera el creciente vacío institucional. Los rumores de golpe se habían hecho suficientemente serios para que el jefe de las fuerzas armadas, general Marcelo Antezana, realizara una conferencia de prensa para desmentirlos. Mesa había emitido la noche antes un decreto que llamaba a realizar un referéndum sobre la autonomía y una asamblea constituyente para octubre, pero fue demasiado poco, demasiado tarde.
El fin de semana vivió por lo tanto un esfuerzo de última hora por «unificar las dos agendas»: La agenda de enero de 2005 de la autonomía regional para los intereses minoritarios dominantes en Santa Cruz, y la agenda nacional-popular de octubre de 2003 – una asamblea constituyente y la nacionalización de los hidrocarburos – propiedad de la mayoría explotada y oprimida del país. En retrospectiva, el esfuerzo de la Iglesia puede ser visto como un intento condenado al fracaso de construir un centro político viable. Ese centro ya se había derrumbado bajo el peso de la movilización, la polarización y – no en último lugar – el cretinismo parlamentario del bloque de Santa Cruz, que se oponía rotundamente a una asamblea constituyente que permitiera nuevas formas, más inclusivas, de participación política.
Reconociendo la ausencia de un centro, en la noche del 6 de junio, Mesa presentó su renuncia al Congreso. Se quejó de que los líderes radical-populares habían aprovechado su falta de disposición a matar a civiles inocentes e, irónicamente, haciéndose eco de los dirigentes reaccionarios que prepararon y vitorearon su caída en Santa Cruz, Mesa exhortó a los movimientos sociales del país a desmovilizarse. En la esperanza de debilitar a los insurgentes, Vaca Diez propuso que se convocara al congreso en la antigua capital colonial y republicana de Sucre, el jueves, pero después de anunciar sus planes, Gualberto Choque, ofreció garantías de seguridad a todos y todas los congresistas. Choque se refirió a la disposición que la base demostró la semana pasada para ilustrar su posición, y Vaca Diez se vio obligado a convocar las sesiones en La Paz para el 8 de junio.
Al escribir estas líneas, una marcha tan grande como la de ayer – dirigida por los campesinos aymara de La Paz y los de origen quechua-aymara de Oruro, que llegaron en camiones, – habían tomado el centro de La Paz.
Veinte soldados con munición de guerra fueron colocados en cada esquina de la Plaza Purillo, mientras mineros y campesinos comunitarios trataban de tomarla. Nadie sabe cuál será el próximo paso, pero es poco probable que el orden semántico del imperio vaya a resolver los problemas de Bolivia: llamando «terrorismo» a la democracia radical, de base indígena. En caso de que Vaca Diez decida no aspirar al poder, las elecciones probablemente prolongarán la agonía del impasse en lugar de terminarla. Los insurgentes estuvieron dispuestos a retirarse de la Plaza Murillo en octubre para permitir una sucesión constitucional. Como no están dispuestos a contemplar como la historia se repite, parece que esta vez quieren tomar el poder.
Forrest Hylton es co-editor de Ya es otro tiempo el presente: Cuatro momentos de insurgencia indígena (La Paz: Muela del Diablo, 2003), y autor de La mala hora: Colombia en su contexto histórico (Londres: Verso, de próxima aparición).
Notas:
* Túpaj Katari, el nombre tomado por Julián Apaza, líder del levantamiento aymara de 1781, significa «serpiente resplandeciente» en aymara
** Katari y Pablo Zarate «Villca,» jefe de las fuerzas comunitarias indígenas en la Guerra Federal en 1899.
*** En 1899, Tapacarí fue un foco importante de la insurgencia indígena.
Fuentes: Canal Universitario, Inter Press Service, Narco News, La
Prensa, La Razón, Radio Erbol, RTP, Telepaís.