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A propósito del libro Enterrar a los muertos de Ignacio Martínez de Pisón

La biografía como historia política

Fuentes: Rebelión

Yo no soy comunista: pero cuando oigo denunciar al comunismo, pienso:«He aquí un fascista».Eduardo Haro Tecglen, El País, 17 de septiembre de 2003    Llevamos la biografía grabada en el rostro. Todos los días, frente al espejo, en el mercado, esperando una sello del INEM, en la mentira del trabajo, mostramos nuestra historia personal con […]

Yo no soy comunista: pero cuando oigo denunciar al comunismo, pienso:
«He aquí un fascista».

Eduardo Haro Tecglen, El País, 17 de septiembre de 2003

 
 

Llevamos la biografía grabada en el rostro. Todos los días, frente al espejo, en el mercado, esperando una sello del INEM, en la mentira del trabajo, mostramos nuestra historia personal con las expresiones que utilizamos, la forma de mirar el mundo, con el sentido intentamos dar a las cosas. Tengo setenta y seis años, me llamo María Toledano y cada vez que veo una bandera de España recuerdo los bombardeos. Perdí, como tantos, una guerra. Esa guerra que, pese a las ilusiones colectivas y los consejeros soviéticos, las Brigadas Internacionales y el esfuerzo organizativo, pese al empuje del Ejército Popular, no podíamos ganar. El estandarte de los africanistas, omnipresente, aparece en todas partes. En la televisión, los espectáculos deportivos, los toros y los edificios oficiales. A diario. Para eso están los símbolos: para torturar la memoria obligándote a recordar. Madrid, como cualquier ciudad o pueblo de España, es un reguero de símbolos franquistas. Desde los nombres de las calles, la arquitectura y las casas-cuartel, a las estatuas de reciente polémica menor; de los usos y costumbres (represión interiorizada o miedo a la autoridad) al pánico que se siente al alzar la voz. A la muerte natural de Franco, es sabido, siguió una democracia sin pueblo, sin política, organizada de forma secreta y cupular por los principales actores del último franquismo. En esa falsa reconstitución material de la sociedad estaban todos: antiguos colaboradores del dictador, socialistas de nuevo cuño, comunistas con tantas batallas internas ganadas como externas perdidas, curas con y sin sotana, sindicalistas, banqueros del Opus, empresarios con tendencia a la plusvalía, circulares del Departamento de Estado de EE.UU., militares huérfanos de caudillo y Juan Carlos I, sucesor de Franco a título de rey. La memoria activa de la resistencia antifranquista quedó barrida por una cortina de modernidad -hoy diríamos «modernidad líquida», siguiendo el visual y algo vacío concepto de Z. Bauman-, ese bálsamo capaz de curar todas las heridas. Tras una gotas, todo quedó inerme, adormecido. Me llamo María Toledano, nací en Madrid en 1929 y, como tantos, pasé hambre en la posguerra. Pasar hambre -aviso para malintencionados- no es ningún mérito. Nadie concede medallas por eso. Durante bastantes años fui estalinista.

 

El otro día compré Enterrar a los muertos del joven escritor Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960). El libro apareció en las librerías en febrero de 2005. Tengo la quinta impresión de junio 2005. Quizá haya más. Parece que la novela (pues de eso se trata pese al trasunto que investiga) ha tenido cierto éxito. Algunos de mis conocidos o camaradas influidos por la moda (quizá «moda» no sea la palabra exacta) de Hungría y años después, de Praga, me informaron, desde 1956, de la verdadera naturaleza política del socialismo real, los excesos y la terrible burocracia del partido, de la parálisis económica y de la ausencia de libertades individuales -antes hubiéramos dicho burguesas- que presidían la vida cotidiana más allá del mítico telón de acero. Contaban y no paraban sobre las criminales acciones de la NKVD, llamada luego KGB. Nací en Madrid, una ciudad desolada. Cuando llegó la República tenía dos años. 1939: victoria de Franco. Tras el periplo de mi padre y tíos por diferentes cárceles, nos instalamos a las afueras de París. Era diciembre de 1949. Hacía frío. Siempre hace frío. Mi tío Antonio, una larga temporada en Ocaña, dormía en el salón en unas sillas. La casa era pequeña. Mi padre era tornero-fresador. Años después recorrí varios países socialistas. Pasé largas temporadas en la DDR. Viví en Moscú y Leningrado. Cuando volví a París, seguían dándome libros y artículos franceses e italianos sobre el socialismo real que leía con atención, señalaba sus virtudes y criticaba la manera en que eran presentados los hechos. Aprendí que los hechos, aislados de su contexto, no son hechos, son imágenes fijas, impresiones. Por esa época, o un poco antes, en una escuela en la que me ataban el brazo izquierdo a la silla para que escribiera sólo con la mano derecha (me quitaron a golpes la funesta manía de ser zurda) y se cantaba el Cara al sol y Con flores a María, asimilé algunas cosas y olvidé bastantes que traía sabidas de mi casa. Era hija de rojos. La maestra, Sección Femenina, llevaba unos relucientes correajes. Con el paso del tiempo y para corroborar esta afirmación sobre la inexistencia de los hechos aislados, recurrí a una interpretación sui generis del argumento ontológico de Anselmo de Canterbury, a la economía política de Marx, a los trabajos de antropología de Engels. Y a Lenin. Más tarde llegaron Freud y Braudel, Polanyi y Wallerstein y tantos otros. Daba igual la fuente. Todas eran y siguen siendo válidas para explicar el estado de las cosas y sus relaciones. El otro día, tras meses de batalla contra mi propia negativa inicial, adquirí Enterrar a los muertos de Martínez de Pisón, un escritor aragonés afincado en Barcelona.

 

Existen libros, dicen, que no necesitan ser leídos para conocer su contenido, para saber las ideas expuestas. Creo que es cierto. Todos sabemos a priori, y sin necesidad de recorrer las páginas, qué enfoque puede dar tal o cual autor a un tema. Como digo, perdí la batalla, una más, y compré el libro. En la fotografía que ilustra la portada se ve a dos muchachos colocando una placa «Avenida de Rusia». Me dio pena. Uno de ellos parece sonreír. Imagino que eran conscientes -casi están posando- de que el fotógrafo quería esa instantánea. Di la vuelta al libro. El texto impreso de la contraportada está medido, ajustado a la sutil perfección escénica de la ideología dominante. No sobra ni falta nada. Todo está expuesto, a la vista, como en una lonja de pescado, para satisfacer el gusto y la vanidad del futuro comprador. Intriga, escritores famosos, aventura, guerra civil, buenos sentimientos, biografía truncada y lo que nunca falta en este tipo de información editorial: «agilidad narrativa y rigor documental». Me extrañó que no saliera el escritor Cercas o algún aficionado a la novela histórica como Stanley Payne (mencionado luego en el libro), pero se ve que no venía a cuento. La edición que he comprado tenía una faja, esas cintas de papel, a modo de bufanda, en la que algunos reconocidos críticos o escritores alaban la obra en cuestión. Es un simple reclamo. Mercadotecnia para compradores no lectores o para lectores -que no quieren pensar- sometidos a los grados máximos de alienación cultural, esos que buscan en la auctoritas el refrendo para su inseguridad. ¿Pensar? ¿Para qué? Basta adornar un poco la cita, ojear un par de páginas, mirar las fotos del interior, estar atento a las reseñas y uno ya puede enfrentarse ante cualquier auditorio el sábado por la noche con una botella de vino. ¿Has leído la nueva novela de Martínez de Pisón sobre el asesinato de Robles, el traductor de John Dos Pasos, al que sus amigos llamaban Dos? Impresionante. Es un libro que todo el mundo debería leer. Y, avanti popolo, asunto despachado. Baja Modesto y llévatelos a todos, se decía en mi juventud. Una elegante bufanda roja -¿tendrán frío los libros?- sobre un fondo blanco y gris, negro y gris. Una fotografía de 1936, «Avenida de Rusia», según aparece bajo la biografía del autor. El autor, de Zaragoza, reside en Barcelona desde 1982. Esta bufanda llevaba, entre otras, una cita de la escritora Rosa Montero. Debería haber sido razón suficiente para no comprarlo. Tiré la mencionada faja en la librería y me llevé a casa el libro. Por la calle, en una bolsa de plástico -todo es plástico- viajaba el ejemplar. Me sentía culpable. ¿Tantos años después? ¿Estaba traicionando a alguien? Quiero repetir lo que he dicho líneas arriba: durante muchos años fui estalinista.

 

Hasta ahora, según repaso lo escrito, veo que no he hablado todavía del contenido de libro. Del artificio narrativo (ensayo novelado, dice el autor en entrevista promocional en El País, 19/2/2005) o de cómo vienen presentados los personajes que aparecen en la trama; del protagonista (José Robles Pazos era un republicano leal pero no era comunista, y su condición de intérprete de los consejeros militares soviéticos le había convertido en un «hombre que sabía demasiado», pág. 84), de su periplo en manos de sus verdugos, del juicio que se desliza sobre Alberti o Bergamín. Tampoco he mencionado cómo están hilvanadas las escenas, el ejercicio de escuela archivística que encierra este aparente trabajo de investigación o de la bibliografía manejada por el autor. Y creo que no lo haré. Existen libros que sin leerlos, ya los hemos leído. Será por haber nacido en España y haber pasado hambre. Con la edad, y tras haber superado diferentes sarampiones, he vuelto a ser estalinista. Mi padre, en la cárcel, leía novelas, recibía un trato humillante, sufría del estómago y comía bicarbonato. En ocasiones, tras recorrer cuatrocientos kilómetros -la distancia entre Madrid y El Dueso- mi madre y yo no podíamos entrar en el penal. Las visitas, sin previo aviso, se habían suspendido por orden del director. Corría el año 1944 o 1945. Todavía recuerdo el ruido de la verja y la mirada lasciva de los cancerberos.

 

El libro, carente total de interés ya que no aporta ninguna prueba fehaciente sobre el trágico destino de Robles Pazos, está, sin embargo, salpicado de expresiones que harían las delicias de cualquier analista de discursos. Basta intuir la carga semántica que acarrea el término «marxista» en «Por amistad con Klugmann entró a colaborar en el Rassemblement el conocido historiador marxista Eric Hobsbawm» (pág 188) frente, por ejemplo, a la siguiente afirmación: «Stanley G. Payne me informó de que esos archivos estaban «totalmente cerrados a extranjeros (y a casi todos los rusos)» -se refiere a los archivos de la NKVD depositados en el Archivo Central de los Servicios de Seguridad de la Federación– y de que, si hace unos años algunos investigadores se las arreglaron para consultarlos, en la actualidad «la ventana se ha cerrado»(pág 87). El papel aguanta todo. Salpicada como está la obra de juicios de valor (presentados como datos históricos), la interesada confusión sobrevuela el texto. Al final, el resultado -previsto desde el principio, sabido tras leer la cita de la señorita Montero, conocido si aparecen consejeros comunistas soviéticos en el asunto- es siempre el mismo. Las hordas estalinianas arrojaron putrefacción y crimen (POUM, anarquistas, Barcelona 1937, Orwell, etc.) sobre todo lo que tocaron. Insiste Martínez de Pisón, escritor aragonés, en la misma entrevista: El estalinismo no llegó a implantarse en España, sólo en casos muy concretos. ¿Estará hablando de un virus informático? ¿Habrá sido el estalinismo una sucursal de comida rápida con una «implantación» sectorial o territorial? ¿Sabe el autor lo que es y representa el estalinismo dentro de la tradición comunista o más bien cree -en su perversa inocencia- que se trata del Gulag y de matar buenos y leales republicanos porque sabían demasiado? Tener que explicar ahora, en 2005, que el estalinismo es -al margen los indudables excesos- una forma moral y política de organización social y económica desarrollada en un contexto concreto debería resultar innecesario. Y lo es.

 

En la entrevista antes mencionada, el autor no se esconde -¿para qué?- y bajo un titular que haría las delicias de cualquier astuto editor o comerciante: Me he sentido como un detective en busca del asesino, aparece una pregunta con su respuesta.«Pregunta: Hasta el capítulo cuarto, usted cuenta las cosas desde la distancia, pero en éste, sobre las circunstancias de la muerte de Robles, comparece como escritor. Respuesta: Porque no he conseguido documentación que pudiera presentar como imbatible, pero es información que me consta, y asumo esta responsabilidad. Creo que está muy cerca de la verdad». Así, sin más. España es una fiesta. Una romería de «tertulianos». Tengo la impresión -esta es idea prestada que hago propia- que los escritores que transitan por la literatura montando una ficción a partir de conexiones históricas y citas librescas no dejan de ser escritores perezosos. Debe ser más difícil inventarse una trama de raíz. La fotografía del autor que aparece en el libro -blanco y negro- muestra un hombre de mandíbula prominente y ojos caídos. Enterrar a los muertos es, para cerrar, uno más de esos libros sensibles, tan del gusto del público culto, aficionado a las «buenas historias». ¿Ha elogiado ya Mario Vargas el libro? Durante muchos años fui estalinista. Alguna buena razón tendría.