Contrariamente a lo que ahora se difunde, la inscripción del proceso revocatorio en la Constitución y las leyes secundarias no es un planteamiento original del presidente López Obrador y su partido, sino una iniciativa que se venía planteando desde organizaciones de la sociedad y algunas fuerzas políticas desde hace por lo menos dos décadas.
Con un “no me pueden correr” y la sentencia de que “se equivocan los del INE […] esos ya se van, los vamos a ver pasar ahí por el frente, con la cola entre las patas”, el secretario de Gobernación Adán Augusto López Hernández desafió el domingo 3 de abril no al conjunto de consejeros del Instituto Nacional Electoral sino al orden jurídico establecido en el Estado mexicano. Y no es cualquier sistema sino el que, en la Constitución y las leyes secundarias promovió y votó en el Congreso el Morena, partido mayoritario desde 2018. Con el encargado de la política interior y de la relación entre el Ejecutivo y los otros poderes, así como con los organismos constitucionalmente autónomos, entre ellos el INE, estaban el gobernador de Sonora Alfonso Durazo, el comandante de la Guardia Nacional Luis Rodríguez Bucio, el presidente del Morena Mario Delgado Carrillo y el subsecretario de Seguridad y Protección Ciudadana (con licencia) Ricardo Mejía Berdeja. Todos ellos integrantes del gobierno de Andrés Manuel López Obrador o de su partido; ninguno de ellos, como funcionarios gubernamentales o dirigentes partidarios, autorizados legalmente para promover el ejercicio, idealmente ciudadano, de la revocación de mandato al presidente.
Si a ello se agrega que el secretario de Gobernación y sus acompañantes se transportaron al mitin en Hermosillo en una aeronave de la Guardia Nacional, podríamos estar ante un delito electoral —cuya penalidad podría ser el encarcelamiento, conforme, también, a una iniciativa de López Obrador aprobada por diputados y senadores morenistas— por el uso de recursos públicos para fines electorales. Pero que se imponga una sanción acorde a la transgresión se ve como algo muy difícil, puesto que el funcionario encargado de la Fiscalía Especializada en Delitos Electorales Fepade, es un militante del Morena que ha sido colaborador muy cercano al presidente López Obrador.
Hasta ahora, sólo el INE ha reaccionado estableciendo medidas cautelares (en realidad amonestaciones y advertencias) a López Hernández y sus acompañantes, así como a la secretaria de Energía Rocío Nahle, la de Economía Tatiana Clouthier, la de Cultura Alejandra Frausto, el gobernador de Veracruz (gran acarreador a su mitin en Xalapa) y el senador Armando Guadiana, que participaron en otros lugares en actividades semejantes de promoción de la consulta supuestamente revocatoria. Y quizá faltan otros más, pues el jefe de prensa de la Presidencia Jesús Ramírez Cuevas y el presidente del Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano Jenaro Villamil usaron sus respectivas cuentas de Twitter en el periodo de veda de propaganda para difundir encuestas y notas que ensalzan la figura del presidente López Obrador.
Pero, con sanciones legales o sin ellas, la intervención de los altos funcionarios en la promoción y propaganda de un ejercicio de consulta que teóricamente corresponde a los ciudadanos, no al gobierno ni a los partidos, puso en evidencia el origen real del plebiscito, que no es ciudadano sino de la presidencia misma y del aparato de Estado. Son los integrantes del gobierno y los del hoy partido oficial los más interesados en que los ciudadanos salgan a emitir una opinión el domingo 10 en un plebiscito al que convocan no para revocar el mandato sino para “ratificarlo”.
La intervención de varios de los altos funcionarios, que supuestamente no tienen vela en este entierro, dio cuenta de cierta angustia de los promotores, que quizá perciben o saben que en su consulta no habrá una participación suficiente y es necesario apostarlo todo, incluso incurriendo en ilegalidades, para asegurar el arribo de un número elevado de ciudadanos a las urnas. Ni pensar en un 40 por ciento del listado nominal necesario para hacer vinculante el resultado, sobre todo dado el magro nivel de la anterior “consulta” del 1 de agosto, inferior al 7 % de los votantes inscritos; pero al menos una participación que iguale a los 9 o 10 millones de firmas que avalaron la solicitud de la consulta falazmente revocatoria, en su gran mayoría simpatizantes del presidente.
Para llegar a ese objetivo no han importado echar mano de la desviación de recursos de sus fines lícitos, del protagonismo de los titulares de dependencias oficiales y de partido, del acarreo de ciudadanos a los mítines con los recursos y propósitos consabidos, ni la asunción plena de una cultura política en el fondo antidemocrática que supuestamente sería combatida por el actual gobierno y su partido. La fórmula ritual de “nadie por encima de la ley” quedará, una vez más, como letra muerta y como hueca expresión ante el avasallamiento del aparato de poder.
Pero lo cierto es que, si bien cumplidos los requisitos formales para la convocatoria y realización de la consulta de revocación, ésta no tendrá ningún efecto real en el aspecto jurídico. De antemano está cantado un resultado favorable a la permanencia del presidente hasta el 30 de septiembre de 2024, puesto que participarán muy mayoritariamente quienes son sus partidarios. No se alcanzará la participación del 40 por ciento de los enlistados en el padrón electoral, por lo que el resultado no será vinculante. Nada sustancial está en juego ni se modificará, cualquiera que sea el resultado. ¿Pero entonces por qué tanto interés en la consulta que formalmente es revocatoria, pero en realidad ha sido manejada como de ratificación? ¿De dónde tanto empeño de la elite gobernante en ganar por nocaut un combate en el que no hay adversario?
Ya antes lo he expresado. Veo tres objetivos que la burocracia político-militar (ya es obligado referirla así) en el gobierno puede obtener el 10 de abril. Primero, obtener un nivel contundente de aprobación que le permita a López Obrador asestar un contundente golpe político a sus opositores y detractores, y aun a sus simples críticos, reafirmándolo como preceptor único de la nación e intérprete de la voluntad del pueblo. La consulta como expresión más definitiva del culto a la personalidad del gobernante, ratificación de lo correcto de su conducción del país y de lo errado de todos los que presentan perspectivas diferentes. De ello, un ensayo de lo que serían las elecciones de 2024, en las que sí estarán en juego posiciones reales de poder.
En segundo término, un elemento de distracción de la opinión pública ante la débil situación de la economía (con un crecimiento previsto por todos los analistas, excepto la Secretaría de Hacienda, inferior a 3 por ciento para el presente año, insuficiente para remontar la espectacular caída de – 8.3 del 2020), la escalada inflacionaria con repercusiones en los ingresos populares, los aún imperceptibles resultados en seguridad pública, con masacres, asesinatos y desapariciones forzadas como una constante ya casi estructural, el muy previsible fracaso en el Congreso de todas las iniciativas de reforma constitucional que en el resto del sexenio presente el presidente, la ausencia de éxitos en el combate a la pobreza y redistribución del producto, la dependencia de las remesas de nuestros emigrados para compensar las limitaciones en inversión, turismo, exportaciones petroleras, la creciente militarización de la vida pública incluso como un recurso para preservar como “de seguridad nacional” información que debiera ser accesible al común de los ciudadanos, entre otros aspectos.
Además, la consulta querrá servir como pretexto para, propagandísticamente, demeritar al Instituto Nacional Electoral, aunque naufrague también en el Congreso cualquier reforma político-electoral para, como lo pretende AMLO, ponerlo bajo control del poder Ejecutivo. Está más que anunciado que el fracaso de la consulta de revocación será endosado a los consejeros del INE por no instalar suficientes casillas, cuando previamente se les negó la ampliación presupuestal que solicitaron para ejecutar el ejercicio con toda la formalidad necesaria.
Contrariamente a lo que ahora se difunde, la inscripción del proceso revocatorio en la Constitución y las leyes secundarias no es un planteamiento original del presidente López Obrador y su partido, sino una iniciativa que se venía planteando desde organizaciones de la sociedad y algunas fuerzas políticas desde hace por lo menos dos décadas. Hoy polariza no que esa posibilidad democrática exista sino la evidente manipulación que de ella se ha hecho desde el aparato de Estado con fines de mera legitimación. Es insuficiente el argumento esgrimido por el oficialismo en el sentido de que se trata de “afirmar” o “consolidar” el derecho ganado poniéndolo en práctica de inmediato pese a que nadie, salvo una ínfima minoría, quiere truncar ahora el mandato de López Obrador. Es como si, una vez ganada la despenalización completa del aborto en el país, debieran todas las mujeres practicarse uno para no dejar de ejercer ese derecho. El derecho está ganado y basta con que esté ya incluido en la Constitución como una garantía que habrá que poner en práctica en el momento en que se justifique.
Sin embargo, más allá de los propósitos inmediatos de una consulta en sí intrascendente, es posible pensar en el modelo de democracia hacia el que apunta este curioso ejercicio de revocación promovido por el revocable y sus partidarios. En realidad, en el terreno político se trata de un paso más en el proceso de fortalecimiento del Ejecutivo más allá de la división de poderes y el sistema de contrapesos que, ante el aplastante presidencialismo de antaño, se ha ido construyendo, la mayor parte de las veces gracias a la presión de activistas sociales, periodistas, líderes de opinión y otros actores sociales.
Particularmente, la Corte, el tribunal electoral, jueces federales de distrito, el INE mismo, el INAI, la Comisión Federal de Competencia Económica como organismos dotados de autonomía constitucional, pero no el Congreso ni la Comisión Nacional de Derechos Humanos, ya capturada por el poder presidencial, han servido como valladares a determinaciones del Ejecutivo que desbordan sus atribuciones legales o violentan los derechos de otros. Pero muchas veces esa autonomía de gestión o la imposición de otros poderes por sobre los que él cree que le corresponden, irrita a López Obrador y lo hace manifiesto en sus cotidianas comparecencias ante los medios.
La normalización del plebiscito —con su contenido indiscutiblemente democrático— como forma de gobierno, apunta en cambio hacia la legitimación constante de un ejercicio del poder sin mediaciones ni contrapesos. Es decir, de relación directa entre el gobernante unipersonal y el “pueblo”, entendido éste como una suma indiferenciada de votantes o la mayoría de ellos, sin atender a sus diferencias de clase ni a las fracciones, sectores y grupos que conforman a éstas. En el plebiscito ratificatorio se impone el número por sobre los particulares intereses de la pluralidad que conforma la sociedad. Se busca borrar las mediaciones que el ejercicio realmente democrático del poder requiere, para conformar en cambio la idea de que los intereses generales del pueblo están personificados en un solo individuo. Por eso desde la tribuna presidencial se descalifica con pertinaz constancia lo mismo a las instituciones autónomas que a los organismos y movimientos representativos de los sectores particulares de la sociedad: las feministas, los ecologistas, los grupos y comunidades en resistencia a los megaproyectos y varios más. Éstos son vistos como expresiones que de manera efectiva o potencial entorpecen la realización de esa voluntad general que el gobernante y sólo él encarna.
De ahí la imagen providencial que se construye al presidente, incluso más allá de lo que ya era el presidencialismo tradicional de la era priista, y del culto a la personalidad expresado con diversas variantes. Así, el sacerdote Solalinde percibe en López Obrador aires de santidad, mientras otros claman por su reelección o la prolongación de su mandato.
Siendo el plebiscito o consulta al pueblo, en principio un instrumento de la democracia directa, como lo advierte el teórico italiano Gladio Gemma, “puede ser utilizado, como todos los mecanismos de este tipo, de manera instrumental por corrientes autoritarias o totalitarias para legitimizar su poder autocrático”. Carlos Marx lo percibió con agudeza en el caso de Francia cuando Luis Napoleón, electo primero como presidente de la república, utilizó el plebiscito para afirmarse en el poder, deshacerse de la Asamblea Nacional, engendrar una nueva constitución y proclamarse emperador, como unas décadas antes lo había hecho su ilustre tío. A la capacidad de representar a las clases que por sí mismas no pueden darse una representación ni una conciencia clara (señaladamente, los campesinos parcelarios extraídos directamente de la antigua gleba y dotados de parcelas por la Revolución), le llamó Marx “bonapartismo”: la suplantación y manipulación desde arriba de los intereses legítimos de los grupos sociales que no alcanzan a expresarlos por sí mismos.
Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, y poco antes de morir, alcanzó Max Weber a percibir la debilidad estructural de la recién instaurada República de Weimar, que en los años siguientes, junto con los inicuos términos del tratado de Versalles, sumiría a la nación en una crisis social, económica y política profunda y prolongada. El fundador de la sociología comprensiva clamaba en esa etapa terminal de su vida por un gobierno fuerte y personalizado, legitimado por procedimientos plebiscitarios que lo vincularan directamente con las masas. Weber no alcanzó a ver la trágica forma como su presagio y esperanza se hicieron realidad una década después, con el ascenso de un dirigente carismático que se presentó, en alianza con los grandes capitales, como el salvador de la nación, pero que llevó a la humanidad a la más catastrófica y destructiva de sus conflagraciones.
Muy lejos estamos, es cierto, de esas situaciones y experiencias históricas. Pero no por ello deja de ser necesario cuidar y preservar la institucionalidad del poder político que hasta ahora hemos alcanzado como un incipiente sistema de distribución y contrapesos. Ante el ejercicio de consulta para la supuesta revocación de mandato, algunos se posicionan por poner fin de inmediato al gobierno lopezobradorista; otros defienden apasionadamente al presidente y lo apoyan en todas sus expresiones. Otros, sin entramparnos en el maniqueísmo ni la polarización, estamos a favor de que el presidente termine felizmente su gestión en septiembre de 2024, pero que gobierne los más de dos años que le restan con respeto a la legalidad y las instituciones que la República se ha dado y, sobre todo, que lo haga conjuntamente con la sociedad, pero no enfocando a ésta como mera masa de votantes sino a través de las formas legítimas de representación que ésta se ha dado.
Lo que, antes que nada, debemos preguntarnos es si un ejercicio plebiscitario como el del próximo domingo fortalecerá o no a la llamada sociedad civil, y si en especial se ampliarán los márgenes de autonomía de los grupos y organismos de la sociedad misma frente al Estado, condición indispensable para cualquier proyecto de transformación desde la izquierda. Creo que esa es la gran interrogante que, desafortunadamente, no parece que tendrá una respuesta afirmativa.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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