En el último tramo de su accidentado gobierno, Andrés Manuel López Obrador parece estar decidido a consumar uno de sus ejes rectores: la centralización del poder en el Ejecutivo, así sea a costa de debilitar a las otras instancias establecidas constitucionalmente o a la división de poderes misma.
Así, sus acciones e iniciativas más recientes se han orientado en buena medida a modificar la relación de su gobierno con los organismos autónomos y el Poder Judicial.
No se había visto algo semejante. Como muy pocas veces en nuestra historia nacional, han tenido un papel protagónico las instancias e instituciones creadas para actuar con independencia del poder Ejecutivo e incluso ser en algunos aspectos su contrapeso. En un país con presidencialismo prácticamente omnipotente durante muchas décadas, en las últimas se ha logrado, con un poder Legislativo plural, el Judicial que se atreve a actuar sin consigna y la creación de organismos autónomos que han fragmentado el poder para acercarlo a los ciudadanos, se ha comenzado a concretar la idea central de Montesquieu y a transitar de la presidencia imperial monocromática a la poliarquía.
Pero eso no parece gustarle al actual habitante del Palacio Nacional. Él añora los tiempos del poder monolítico y absolutista del priismo de antaño y, en vez de hacer política con sus contrapartes —también integrantes del conjunto de instituciones que llamamos Estado moderno— prefiere declararles guerritas, desacreditarlas, cubrirlas de lodo verbal, y polarizar contra ellas a sus muchísimos incondicionales, que se suman en redes sociales a esa tarea de descrédito y esterilización de las instituciones dotadas de autonomía. La prensa y los medios presidencialistas hacen su parte; y el resultado es el debilitamiento de esas instituciones y mayores dificultades para que desarrollen su misión.
El presidente ya ha logrado, con la complicidad de las cámaras, donde su partido y aliados tienen mayoría, tomar el control de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (incluso con una presidenta que está constitucionalmente inhabilitada para serlo) y parcialmente el Banco de México, donde también pudo poner a la actual presidenta, de la Comisión Reguladora de Energía. También el presidente de la Comisión Nacional de Hidrocarburos, el tabasqueño Agustín Díaz Lastra, parece ser una carta del Palacio Nacional.
Como es más que conocido, la guerra del Ejecutivo contra el anterior consejero presidente del Instituto Nacional Electoral, Lorenzo Córdova, fue despiadada e incesante hasta el fin de su gestión. Ahora está por verse hasta dónde logra el organismo mantener su autonomía con su nueva presidenta lopezobradorista, Guadalupe Taddei, y con una mayoría de consejeros que han defendido su actuar independiente del Ejecutivo en el periodo reciente.
En la misma lógica de controlar los órganos constitucionales ajenos al Ejecutivo, el por ahora suspendido Plan B, conjunto de reformas a diversas leyes secundarias en aspectos electorales, el líder de los diputados morenistas ha planteado una nueva iniciativa, en la que se pretende que los magistrados integrantes del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación sean electos por sufragio popular; es decir, tendrían que hacer campaña como los candidatos partidarios a puestos de elección, un proceso que necesariamente tocaría al INE organizar y que, contrariamente al franciscano discurso de la austeridad republicana, elevaría los costos del aparato electoral. Absurdo. Pero es la forma como López Obrador y sus cuatroteros ven posible tomar el control de ese órgano, que es parte, obviamente, de un poder distinto al que corresponde al presidente. Se busca también con la reforma, auspiciada no sólo por el partido oficial sino apoyada por las mayorías de las bancadas del PAN, PRD y PRI, quitar facultades al tribunal para resolver las querellas internas de los partidos.
En trágica paradoja, el aborrecido TEPJF acaba de adoptar dos resoluciones que favorecen al Morena y al presidente. Desechó las impugnaciones que el PAN había presentado al proceso por el que la Cámara de Diputados eligió a Taddei en la presidencia del INE y a otros tres ahora consejeros. Y, por otro lado, dio legalidad a la prolongación del mandato del presidente morenista Mario Delgado y de la secretaria general del partido Citlalli Hernández. Lo ha hecho en ejercicio de una atribución que el Morena pretende suprimirle. Previo a esta resolución, Delgado había lanzado incontables acusaciones y descalificaciones contra el tribunal; y no hay que olvidar que él mismo llegó al cargo que ahora ocupa mediante una resolución del propio órgano judicial no prevista en los estatutos del partido. ¿Seguirá ahora increpando a esa institución, que lo ha beneficiado?
Ahora, la artillería mañanera se ha enderezado contra la nueva bestia negra del presidente, el Instituto Nacional de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales. La situación del organismo es terrible. No le ha bastado al presidente López Obrador con haber vetado en febrero pasado las propuestas como nuevos consejeros de Ana Yadira Alarcón Márquez y Rafael Luna Alvis sin que hasta la fecha el Senado haya hecho nuevas designaciones ni parezca que vaya a hacerlas en lo que resta del periodo ordinario de sesiones.
Ya queda claro que no es una mera omisión de los senadores morenistas sino una estrategia diseñada desde el Palacio Nacional para debilitar y, de ser posible, liquidar al INAI, ya que no le gusta que se requiera información a las autoridades que éstas no quieren dar, por ejemplo, en materia de las fuerzas armadas, el combate a la delincuencia, la asignación de contratos sin licitación e innumerables casos más. Al no hacer las designaciones, el 1 de abril el instituto quedó sin posibilidades de sesionar en pleno y resolver cientos de solicitudes de ciudadanos y organismos no estatales, por haber terminado su periodo uno de sus comisionados y quedar sólo cuatro miembros del Consejo.
En las mañaneras el gobernante ha desatado desde hace tiempo toda su inquina contra el órgano constitucionalmente encargado de garantizar el acceso de todos los ciudadanos a la información pública y la protección de datos personales. Ha dicho, entre otras cosas, que el organismo constitucionalmente autónomo es “un cero a la izquierda” que cuesta “al pueblo de México” mil millones de pesos al año. Abiertamente ha sugerido desaparecerlo y que sus funciones sean asumidas por la Auditoría Superior de a Federación la Fiscalía Anticorrupción (¡!) o alguna otra dependencia. Los consejeros del INAI que subsisten han tenido que recurrir, ante el sabotaje del presidente y la mayoría del Senado, a que la SCJN interprete si pueden sesionar y acordar sin la mayoría necesaria.
Por su parte, en reunión a puerta cerrada con senadores de morena, cuya grabación fue filtrada a los medios, el secretario de Gobernación, Adán Augusto López Hernández, dio línea por órdenes del presidente a los legisladores de no designar a los ya indispensables comisionados, ya que “lo que más nos conviene es que haya un periodo de un impasse”. Y unos días después, ya como avanzada de la guerra contra la transparencia e información, el mismo funcionario manifestó en su cuenta de Twitter que el INAI es “un lastre burocrático que poco o nada ha servido para evitar la corrupción y garantizar la transparencia”, y que “no ha disminuido la corrupción en el país, por lo que su existencia es un gasto para el erario público”. Según el hombre de López Obrador en la Segob, es “un gasto oneroso, opaco e innecesario que hoy defienden aquellos que aman la simulación”. El presidente ha sugerido, a ese propósito, que los consejeros del INAI no cobren sus sueldos, dado el impedimento que él mismo y sus senadores les han impuesto para funcionar.
Pero el caso que quizá sea peor son los ataques del presidente a la Suprema Corte de Justicia, arreciados desde que asumió su conducción la ministra Norma Lucía Piña y, sobre todo ahora que por mayoría declaró inconstitucional la asunción de la Guardia Nacional por la Secretaría de la Defensa Nacional. El berrinche del presidente ha sido mayúsculo. Acusó a los ministros de haber resuelto“politiqueramente”; los volvió a señalar como partes del conservadurismo y la politiquería y anunció haber dado instrucciones a la secretaria de Seguridad Pública y Protección Ciudadana para mantener el mando de la GN en manos de un general en retiro, así como que la Sedena seguirá dando “orientación, formación profesional y respaldo” a la corporación creada como órgano civil. Una forma nada velada de declarar el incumplimiento de la resolución del poder judicial. Más adelante, hizo un llamado a los votantes a darle a darle en 2024 una mayoría calificada a su bloque parlamentario (algo impensable desde cualquier punto de vista) para que el Congreso apruebe todas las reformas constitucionales que la presidencia le envíe; y anunció su intención de remitir entonces una nueva iniciativa de reforma constitucional insistiendo en que la Guardia sea parte del ejército.
La doctrina de la separación y contrapeso entre poderes —de la cual es una extensión la creación de organismos autónomos constitucionales— tiene como esencia el respeto a las esferas de actuación de cada uno de ellos. Sólo en la lógica del viejo presidencialismo priista, autoritario y absolutista, se puede pensar que ocupar la titularidad del Ejecutivo le da a un ciudadano supremacía para someter o entorpecer la acción de los otros poderes y organismos con autonomía para funciones determinadas. Al extralimitar sus atribuciones, el presidente renuncia a la política, deshonra la protesta que hizo en diciembre de 2018 de cumplir y hacer cumplir el marco constitucional y, con ello, mella la legitimidad que le otorgó el voto popular. Arrastra a sus funcionarios y a sus partidarios a colocarse de espaldas a las instituciones que hicieron posible, haya sido como haya sido, su ascenso al poder del Estado.
A dónde conducirá al país esta falta de colaboración y coordinación entre los poderes constituidos es algo difícil de prever, como no sea a una creciente inoperancia del Estado y la persistencia de vicios y trabas que facilitan la inseguridad pública y la corrupción. El estancamiento, esto es, en el cual hemos caído y en el que nos encontramos.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo -UMSNH.
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