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La democracia granuja y el síndrome de Watergate

Fuentes: Rebelión

La pregunta no es ociosa ni secundaria, y vuelve a actualizarse cada vez que en un proceso político-electoral aflora el conflicto: ¿Puede existir un sistema político democrático en una sociedad no democrática? La democracia es, ciertamente, una aspiración compartida por los más amplios sectores de la sociedad, y en particular por los que padecen la […]

La pregunta no es ociosa ni secundaria, y vuelve a actualizarse cada vez que en un proceso político-electoral aflora el conflicto: ¿Puede existir un sistema político democrático en una sociedad no democrática? La democracia es, ciertamente, una aspiración compartida por los más amplios sectores de la sociedad, y en particular por los que padecen la desigualdad, la pobreza, la exclusión, que son las mayorías; pero su práctica no sin dificultad puede ser pervertida por quienes reproducen y se benefician de tales condiciones, aunque también hablen con un lenguaje aparentemente democrático. «Una circunstancia pone de manifiesto -escribió Max Adler- que la auténtica base de la democracia la constituye [la] unidad del conjunto del pueblo, es decir, la comunidad de intereses: es la circunstancia de que todos los partidarios de la democracia compartan la común voluntad de limitar el Estado a determinados dominios con el fin de evitar desigualdades en las condiciones de existencia, y la voluntad de combatir la riqueza con el fin de procurar, en la medida de lo posible, un nivel medio de bienestar igual para todos los ciudadanos».

Sin que esa condición de un mínimo de bienestar para cada ciudadano, ¿puede cumplirse el ideal de igualdad política que permita que el voto de éstos valga lo mismo frente a la toma de decisiones? La democracia no puede consolidarse ahí donde imperan la desigualdad social y los privilegios exacerbados; se convierte en una democracia aparente e inestable, sujeta al manoseo de los poderes fácticos, una democracia fraudulenta. Ése es el escenario que parece haberse configurado en México, no de ahora sino de largo tiempo atrás, pero que ahora, cuando se pretendía arraigar un sistema competitivo, muestra en plenitud sus perniciosos efectos sobre la vida ciudadana. Ese escenario no es el de una dictadura abierta en el que se carezca de opciones para elegir, pero tampoco es el de una democracia que garantice condiciones mínimas de equidad en la competencia política y de libertad a los electores para ejercer su ciudadanía sobre una base de conciencia. Democracias granujas se les ha llamado a esos sistemas políticos en los que incluso las prácticas delictivas pueden tener un papel decisivo en la asignación y conservación del poder político.

Para que un sistema así opere es necesario que los propios órganos del Estado, o al menos algunos de ellos den viabilidad y convaliden esa situación de perversión. Los ejemplos históricos menudean, y no se limitan a los países subdesarrollados -como el tristemente célebre fujimorismo en el Perú, erigido sobre un golpe de Estado, o la Constitución pinochetista chilena que dejó su impronta de autoritarismo sobre el régimen posdictatorial-, sino que abarca a la dictadura mediático-política de Berlusconi o al control corporativo electoral que en el 2000 dio el triunfo en los Estados Unidos a Georges W. Bush, aun con una minoría de votos.

Muchos son los indicios mostrados en el proceso electoral mexicano de coacción y compra-venta de votos, triangulación y desviación de recursos a favor de un partido, rebase de los topes en gastos de campaña y posible empleo de dinero ilícito. El caso extremo (siempre hay sorpresas) ya no es la denuncia por fraude interpuesta en California por el propietario de una cadena de televisión contra los colaboradores de Peña Nieto, que, afirma, exhibieron 56 millones de dólares para contratar una campaña de imagen en los Estados Unidos; tampoco el del fondeo por empresas fantasmagóricas de tarjetas Monex distribuidas por el PRI antes y durante la jornada electoral, sino la nebulosa cuenta del gobierno del Estado de México en Scotiabank, a la que se transfirieron constantemente durante los meses de la campaña electoral cuantiosos recursos -hasta por 8 mil 600 millones de pesos- desde otra cuenta en Bancomer, sólo para ser retirados de inmediato en efectivo, casi siempre el mismo día en que se depositaban. Esa cuenta, se sospecha, era manejada por Luis Videgaray Caso, coordinador de la campaña de Peña Nieto, para movimientos como la transferencia de cincuenta millones de pesos a un particular, un joven estudiante de Chihuahua, propietario también de un local de lavado de automóviles.

Ante tales indicios, la responsabilidad de las diversas autoridades es cada vez mayor. La Unidad de Fiscalización del IFE tiene que presentar al Tribunal Electoral las pruebas de los gastos de campaña de los partidos políticos; pero éstas no estarán completas sino hasta el 8 de octubre, un mes después de que aquél califique la elección del 1 de julio. El enigma ahora es cómo valorará el TEPJF las pruebas presentadas y si aplicará el criterio de constitucionalidad que permitiría invalidar la elección, o se limitará a aplicar sanciones menores a los partidos por sus presuntas irregularidades. En el primer caso, se sentaría un precedente histórico que permitiría reencauzar la accidentada democracia mexicana. En el segundo, se alejaría el ideal de una cultura democrática, para mantener la supremacía de los poderes reales que dominan el país, y se actualizaría el riesgo de una democracia granuja.

Sin embargo, queda ya claro que las irregularidades denunciadas -y en este caso no importa si lo ha hecho José Aquino, el PAN o el Movimiento Progresista- marcarán la muy posible presidencia de Peña Nieto, como lo está haciendo también la aprehensión en España, por narcotráfico y vinculación al cártel de Sinaloa, de uno de sus operadores de campaña en el norte de Sonora. Contra lo que sus defensores quisieran, no se pasará simplemente la página, y dos factores cernirían su sombra sobre la cuestionada presidencia. Por un lado, la nueva insurgencia social que se ha configurado en esta coyuntura seguirá ahí, activa, cuestionando a partir de lo que es público la acción de los poderes fácticos que han apoyado al PRI y a Peña Nieto y la legitimidad de la aún inconclusa elección. Por otro lado, el síndrome de Watergate.

En 1972, recordemos, Richard Nixon fue reelecto sin mayor problema en la presidencia de los Estados Unidos, pese a que durante su campaña se descubrió un operativo de espionaje a su adversario demócrata George McGovern, en el contexto de las luchas pacifistas contra la guerra de Vietnam que este último abanderaba. Si bien Nixon asumió para un segundo mandato, el tema del espionaje fue investigado ulteriormente por los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein, que desmadejaron la red de corrupción y espionaje telefónico a cuya cabeza estaba el propio presidente. Una a una fueron surgiendo las pieezas de ese entramado, hasta que en agosto de 1974 fue el propio Nixon quien tuvo que renunciar, involucrado en medio de un conjunto de acciones delictivas al conocerse la verdad.

Ésta, la verdad, es el antídoto contra la democracia simulada y acaso delincuencial que podría instalarse en nuestro país. Las instituciones tendrán que someterse a la prueba del ácido y demostrar los alcances de su independencia frente a los grandes intereses que dominan el país. Viviremos aún, eso es seguro, cosas interesantes.

Eduardo Nava Hernández es Politólogo – UMSNH

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.