Cuando se decide entrar en el juego y con las reglas de la democracia burguesa representativa, se presupone que se aceptarán sus resultados favorezcan o no a las fuerzas, agrupaciones, movimientos sociales, partidos políticos y candidatos participantes. En el caso de la elección presidencial, los tres principales candidatos que operan en la campaña electoral han […]
Cuando se decide entrar en el juego y con las reglas de la democracia burguesa representativa, se presupone que se aceptarán sus resultados favorezcan o no a las fuerzas, agrupaciones, movimientos sociales, partidos políticos y candidatos participantes. En el caso de la elección presidencial, los tres principales candidatos que operan en la campaña electoral han declarado reiterada y sistemáticamente que son punteros en la contienda; incluso la candidata del Partido Acción Nacional (PAN) lo ha hecho, a pesar de que todas las encuestas serias y conocidas por la opinión pública la sitúan en un tercer lugar abajo del candidato de las autoproclamadas «izquierdas», el cual mantiene una importante diferencia que fluctúa, según las mediciones de distintas encuestas, entre 15 y 19 puntos respecto a quien lleva la delantera y que es el candidato del PRI.
Si bien la primera y el último de los candidatos han asumido que aceptarán los resultados de la elección del día 1 julio 2012, el de en medio ha declarado abiertamente que sólo aceptará el resultado siempre y cuando lo favorezca; es decir, que si no gana la elección presidencial, será entonces la «prueba palmaria» de que se habrá cometido un fraude electoral en su contra. Lo que justifica, desde su perspectiva, y de quienes lo apoyan, desarrollar un conflicto poselectoral supuestamente para restituir la elección y reconocerle finalmente su triunfo.
Estos son los costos de la democracia (burguesa) formal de quienes en ella participan y comulgan con sus reglas, características, procesos y principios.
Históricamente este tipo de «democracia» garantiza todo menos la participación del pueblo, de las mayorías, de los trabajadores. Esta participación es una reverenda ilusión del romanticismo político que pregonan algunos. Por el contrario, su invención por el capitalismo llamado liberal y, más tarde, su retomada por el neoliberal, es justamente para impedir que dicha democracia se convierta y cristalice en auténtica participación de las masas populares y de la mayoría de los ciudadanos en la gestión de los asuntos del Estado; es decir, en democracia directa.
Sería un contrasentido político, ideológico de quienes controlan el sistema de dominación -en cuya cúspide figura el Estado burgués- posibilitar verdaderamente la creación de mecanismos e instituciones que plasmaran la intervención de dichos sujetos (proletarios, trabajadores, campesinos, indígenas estudiantes, es decir de las mayorías que constituyen la población) para qué estos lo derroquen y le impongan un nuevo sistema económico, social y político que atente contra sus intereses de clase y contra sus demandas.
En el caso de México formalmente nunca ha existido, por lo menos desde la época del surgimiento de llamado Estado moderno, particularmente, a partir de la década de los años cuarenta del siglo pasado, una dictadura similar a las que ventilaron e instituyeron los estados de contrainsurgencia en América Latina, en particular, en los países sudamericanos como fue el caso ejemplar de Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y otros del área andina como Perú y Bolivia.
En México los sucesivos gobiernos del PRI que emanaron después del cardenismo gestionaron un Estado autoritario, centralizado y corrupto bajo la conducción hegemónica de una burocracia política que representaba los intereses de las clases dominantes y del capital nacional y extranjero. Situación, por cierto, que hasta la fecha no ha cambiado, sino que se ha exacerbado ahora con la llamada globalización, la apertura comercial y la entrega de los recursos públicos y naturales a las grandes empresas trasnacionales por parte de los dos gobiernos del PAN que han tenido en el poder del Estado en los últimos 12 años, y que por cierto, el candidato de las autoproclamadas «izquierdas» ni siquiera se ha detenido a cuestionar; por el contrario, ha dirigido sus baterías y su guerra sucia al puntero con el claro objetivo de alcanzarlo y superarlo en las preferencias electorales y en las encuestas el día de los comicios, mientras entreteje acuerdos y compromisos con distintas fracciones empresariales y grupos de poder. Pura artimaña política y pragmática que deja de lado los intereses nacionales y los de las grandes mayorías explotadas y oprimidas del país.
Es importante señalar que en México después del periodo revolucionario que marcó uno de los episodios más trascendentes y significativos de la historia nacional, se constituyó un régimen político de corte presidencialista donde el poder ejecutivo se sobrepuso por encima de la de los otros poderes (el judicial y el legislativo) que simplemente les servirían de comparsa para dictar sus leyes e imponerlas a la sociedad. Esto no ha cambiado, simplemente se ha modificado al ritmo de los ajustes que reclaman las políticas neoliberales cimentadas en la dinámica del mercado que le garantice el capital altas tasas de superexplotación del trabajo y de ganancia; en un individualismo exacerbado encarnado en la ideología y en la creencia de que este «individuo» por «sí mismo» puede lograr con su esfuerzo y su trabajo la igualdad social y escalar los distintos segmentos y clases sociales de la sociedad burguesa. Por último, el otro pilar, intocable, incuestionable por tirios y troyanos, es la existencia de la propiedad privada por parte de las clases dominantes de territorios, recursos naturales, fuerzas de trabajo, medios de producción y de consumo y el derecho indiscutible, cuasi divino y que nadie cuestiona, de éstas a explotar sistemáticamente a la fuerza de trabajo para arrancarle masas crecientes de valor y de plusvalía que acrecienten las enormes masas de ganancia que se apropian dichas clases con el fin de afianzar y expandir sus intereses corporativos y negocios tanto en el país como en otros en los que éstos capitales puedan invertir, reproducirse y valorizarse en esos espacios y territorios constituyéndose, de este modo un fenómeno que un autor denominó subimperialismo para referir experiencias expansionistas recientes de esta naturaleza como el caso de Brasil en América Latina o de Sudáfrica en este continente.
El sistema económico capitalista dependiente mexicano -y su régimen político burocrático- no está cuestionado por ninguno de los candidatos en la contienda presidencial, ni en sus campañas, agendas, debates, estrategias o proyectos.
A quien le correspondería hacerlo -naturalmente al candidato de las llamadas «izquierdas»-, no lo hace y se limita a pregonar un «cambio verdadero» que es una auténtica vaciedad conceptual que no indica nada dado que no se explican sus significados económico-políticos y los contenidos que asumiría dentro de un sistema capitalista con «rostro humano» fundado en el colaboracionismo de clases y en la «renovación moral» de la sociedad que pregona la «izquierda electoral» en contubernio con el capital y los grupos de poder.
Por el contrario, se ha constatado que su estrategia, respaldada por partidos pequeños que son todos ellos desprendimientos del viejo PRI y el mismo candidato de pura extracción de ese último partido, ha venido entretejiendo una maraña de compromisos con segmentos de la clase empresarial (por ejemplo con el grupo Casas GEO, con empresarios de las fábricas de pinturas COMEX y con medios impresos como el periódico Reforma) la que, obviamente de ganar la elección, tendrá que incorporar para cumplir con los intereses y compromisos pactados a espaldas del «pueblo», como él lo llama cuando quiere evadir y diluir sus compromisos con las clases populares explotadas y oprimidas por el Estado y el capital. «Pueblo» es una abstracción que no significa nada ya que en él se puede incorporar desde el más burdo de los militares corruptos, el ministro de la corte o de la fe, el empresario liberal, el estudiante universitario o a las personas de la tercera edad.
Cualquiera que sea el resultado de la elección presidencial en México necesariamente se desplegará en el contorno de los límites estructurales y políticos que ofrece la democracia burguesa, sus reglas y mecanismos. En ella «compiten» dos proyectos ambos de factura capitalista: uno el neoliberal representado por los partidos PRI, PAN y Partido Nueva Alianza cuyos candidatos han esbozado los trazos esenciales de dichos proyectos: profundización de la privatización económica que se viene impulsando desde principios de la década de los ochenta del siglo pasado; reformas laboral, energética y fiscal; la primera profundizando la flexibilización de la fuerza de trabajo y su precarización monumental; la segunda, terminando de realizar la privatización energética y de la industria eléctrica y la última, además de incorporar al pago de impuestos a capas sociales ubicadas en la llamada informalidad, favoreciendo aún más la concentración del ingreso en las capas medias y altas de la burguesía nacional y las clases medias del país.
El otro proyecto, el de las «izquierdas» que enarbola su candidato, representa una regresión a las antiguas políticas económicas impulsadas, particularmente después de la Segunda Guerra Mundial, por el nacional-desarrollismo con tintes populistas, y tiene como eje-axial del «desarrollo» (del capitalismo) el combate a la corrupción mediante la reducción de la alta burocracia del Estado. Incluso esto último suscitó una intervención del presidente y del secretario de Hacienda para desmentir las cifras presentadas por el candidato de las «izquierdas» durante el segundo debate celebrado en la ciudad de Guadalajara (10-06-2012), al afirmar que reduciendo los sueldos y salarios de la burocracia estatal «liberaría» una cuantía de recursos «suficientes» para generar un crecimiento económico del PIB del orden del 6% y la creación de un millón de empleos cada año, aunque no aclaró que clase y de qué naturaleza serían estos empleos.
El planteamiento que hizo el candidato consistió en postular que conseguiría 300 mil millones de pesos, sin aumentar los impuestos -incluso eliminando el Impuesto Empresarial a Tasa Única (IETU)- a partir de combatir la corrupción y aplicar lo que llamó «austeridad republicana» en el gobierno federal con la reducción del salario de la burocracia en 3%. Con fuentes que se pueden consultar en internet, el presidente refutó dichas cifras al afirmar que «…si el gobierno despidiera a todos los altos funcionarios, de director a Presidente, ahorraría 2000 mdp, no 300,000 mdp» como afirmó Obrador.
Es decir el candidato del «movimiento progresista» infló 150% las cifras reales para «fundamentar» el eje central de su proyecto de desarrollo capitalista en el país. Con los datos corregidos se derrumba por inviable el proyecto obradorista y, por ende, de las «izquierdas».
Es importante recordar que no sería la primera vez que la economía mexicana creciera a tasas anuales de 6% a la sombre de los gobiernos del PRI. Lo hizo incluso por encima de esa cifra durante el largo periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial y que fue en promedio de 6.9% al año entre 1950 y 1982; es decir, antes de la instauración sistémica del neoliberalismo en nuestro país y durante la etapa en que el capitalismo dependiente mexicano asumió una especie de tripié comandado por el capital nacional y extranjero bajo la batuta del Estado. Fisonomía del capitalismo y del Estado muy parecida a la que enarbola hoy el proyecto de las llamadas izquierdas. Un capitalismo que desea ser generoso con el «pueblo» al mismo tiempo que incorpora a su «república amorosa» a las clases dominantes y a la mafia del poder como hace 6 años fue llamada así por el mismo candidato que hoy la trocó por la «elite del poder».
El proyecto capitalista más agresivo es el primero porque hace recaer sin tapujos y directo todo el peso de la crisis en las espaldas de los trabajadores y en la población en general. Pero no lo es menos el segundo, aunque más mesurado, asistencialista, paternalista y mesiánico y con fuerte contenido populista y antiliberal, sustentado en un romanticismo de «buena voluntad» -en la «renovación moral» como proclama el candidato de las «izquierdas», cuestión que recuerda el mismo slogan que fuera pronunciado como eje de su campaña por el primer presidente neoliberal Miguel de la Madrid en 1981-1982- y colaboracionista.
El problema es que no explica las bases materiales en que ese proyecto reposa en el sistema productivo y distributivo, así como su relación con la acumulación y reproducción del capital, que necesariamente implica sustentar su dinámica en la explotación del trabajo, en la concentración del ingreso y en variables como el incremento del desempleo y el subempleo y la disminución de los salarios reales de los trabajadores. Carece, además, de una explicación de sus formas y vínculos con la economía capitalista mundial, con los principales bloques geoeconómicos y políticos del mundo y, en particular, con la principal economía imperialista del planeta: Estados Unidos.
Estos son los límites estructurales, políticos e ideológicos que ofrece e impone la democracia burguesa y en cuyo contorno se desarrollan los procesos electorales y las campañas presidenciales en curso.
Cualquiera de éstos «proyectos» capitalistas (neoliberal o nacional-populista) y el nuevo gobierno que surja después de las elecciones, necesariamente se circunscribirá a éstos límites para atender los intereses hegemónicos de las clases dominantes y los de los grupos de poder dentro y fuera del Estado capitalista mexicano.
¡No hay que pedirle peras al olmo como a veces lo desea el sentir popular y ofrecen partidos y candidatos a diestra y siniestra!
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