La inflación monetaria es una vieja conocida de la sociedad mexicana. Es frecuente escuchar historias de épocas en que una pieza de pan costaba dos centavos. O de momentos en que los cañonazos de 50 mil pesos del general Álvaro Obregón bastaban para apaciguar a cualquier militar soliviantado. Hoy con dos centavos no se compra […]
La inflación monetaria es una vieja conocida de la sociedad mexicana. Es frecuente escuchar historias de épocas en que una pieza de pan costaba dos centavos. O de momentos en que los cañonazos de 50 mil pesos del general Álvaro Obregón bastaban para apaciguar a cualquier militar soliviantado. Hoy con dos centavos no se compra nada. Y el automóvil nuevo más barato del mercado cuesta más de dos cañonazos obregonistas.
Pero según la época, la inflación monetaria puede ser de distintos tipos: la hay galopante o desenfrenada; también puede ser muy lenta o reptante. O puede asumir la forma de hiperinflación. A veces es moderada, lo que constituye el caso típico, como en los últimos años en México. Sin embargo y en todos los casos, las autoridades monetarias buscan frenarla o reprimirla. Y en no pocas ocasiones pretenden ocultarla o al menos disimularla o maquillarla.
Que la inflación sea moderada no quita que se hagan esfuerzos gubernamentales para que se perciba más moderada de lo que en realidad es. Este papel lo cumplen los índices inflacionarios oficiales que suelen consignar tasas de inflación de cuatro por ciento anual cuando ésta alcanza en verdad el doble. Otra vez el caso de México.
Comoquiera que sea, se trata de una misión imposible. La gente, el consumidor, el ama de casa y el economista profesional saben que los precios siempre tienden al alza. Pero acostumbrados al fenómeno, el asunto puede volverse simplemente anecdótico o un clásico tema de conversación sin mayores pretensiones analíticas.
Y es que, en general, nadie tiene en la cabeza una imagen precisa del estado y comportamiento de los precios. Se sabe que siempre aumentan, pero no en qué medida. Y esto es así, porque el mercado alberga millones de mercancías y no todos los precios suben al mismo tiempo y en la misma proporción.
Además, y por razones estacionales, algunos precios oscilan hacia arriba y hacia abajo, lo que dificulta adquirir una idea más o menos precisa del nivel general de precios. Y no debe pasar inadvertido que en ciertas mercancías y por razones de una muy alta productividad y de amplitud del mercado, los precios suelen bajar de manera sostenida hasta volverse muy baratos. Es el caso, por ejemplo, de los teléfonos inteligentes, las computadoras o los televisores.
La norma general, sin embargo, es el alza constante de los precios de todas las mercancías. Y a pesar, por las razones dichas, de lo difuso del panorama, hay momentos en que la inflación se hace muy evidente y es imposible ocultarla o disimularla. Este momento es el de una devaluación un tanto abrupta e inesperada de la moneda, como ahora mismo está ocurriendo en México.
El dólar es una mercancía más, una mercancía como cualquiera otra. Y, al paso del tiempo, va subiendo de precio de manera sostenida pero no demasiado notoria. Hasta que, súbitamente, su precio pega un salto que nos llama la atención y que nos revela el nivel real de la inflación monetaria.
El problema, como puede verse, no es propiamente la devaluación. El centro del problema es la inflación que, más o menos discreta, inadvertida, ocultada o maquillada, de pronto se hace evidente. Digamos que ésta es la faceta positiva de la devaluación: hacer muy visible y claro lo que se veía borroso. Un pasaje aéreo a Europa cuesta ahora lo mismo que hace veinte años: mil dólares. Pero no es igual pagar por él diez mil pesos, como hace una década, que casi 17 mil, como ahora.
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