«He visto lo que era falso y es muy poca la verdad». Distrito 14 Hay una guerra desatada por los «medios». No es una guerra convencional, donde se defienda algo o se quiera algo. Se trata de una guerra desatada por una ilusión: aquel que se cree dios decide dónde está el bien y dónde […]
«He visto lo que era falso y es muy poca la verdad».
Distrito 14
Hay una guerra desatada por los «medios». No es una guerra convencional, donde se defienda algo o se quiera algo. Se trata de una guerra desatada por una ilusión: aquel que se cree dios decide dónde está el bien y dónde el mal, por eso la ligereza en sus juicios (que cae sobre justos e injustos), derramando vida y muerte como quien derrama sus sobras. Por eso su agresión es omnímoda; porque no deja nada limpio su apetito siempre hambriento. Pero si esto es grave, hay que añadir algo más: la agresión es anónima, porque no aparece un agresor determinado, identificable; con semejante ventaja, los agredidos (que siempre tiene nombre y apellido) terminan siempre desubicados, tratando de achuntar algo que nunca tiene cuerpo ni sombra.
Lo curioso es que la agresión se realiza en nombre incluso del agredido, porque la agresión desata veredictos inapelables (que se hace en nombre de todos); los cuales, además, resultan ser intocables, porque su garantía es un «derecho humano» santificado por el credo de la globalización: la «libertad de expresión». Triple ventaja (sin contar el soporte económico de grandes capitales que, vía «rating», premian la obstinada labor de sacar mugre de donde no se pueda). La agresión decide cuándo ataca, cómo ataca y con qué ataca. Se sirve de todo, su compromiso no escatima medios (cualesquiera que estos sean); no le importa si son oscuros, brumosos o de dudosa procedencia, porque en el fondo, lo que le interesa, no es el qué sino el cómo, o sea, el espectáculo. Por eso aparece estrepitosamente, cegando y ensordeciendo a los convocados a su circo, los adiestrados en la indiferencia cómoda del espectador, en el nomeimportismo, en el que-se-caiga-el-mundo-pero-que-tenga-mi-hamburguesa-y-mi-coca-cola-al-lado.
Por eso los «medios» disparan sin ton ni son. Lo importante es hacer bulla, porque la bulla ofusca, y la ofuscación es idónea para sembrar el sinsentido. Precisamente el sinsentido es el prototipo del público al cual se puede moldear diariamente con la interpretación que los «medios» hacen de la realidad. Este moldeamiento debe de ser diario, porque hay que preservar el sinsentido. Pero la perdida de sentido puede producir inestabilidad total, por eso debe mantenerse al público con un mínimo de juicio para poder asimilar el diario moldeamiento que se haga a su sentido común. Para eso sirven los clichés que divulgan los «medios»: que cada uno piensa por cuenta propia, por eso vota para presidente y para el «top ten».
Pero la situación de guerra es una situación de excepción. Y cuando los «medios» se encuentran en guerra, la excepción es la que les otorga el «derecho» de usar todo lo que puedan para devolver la excepción a su normalidad. La normalidad consiste en tener la potestad de los hechos (de su interpretación); si se tiene la potestad de estos, se tiene, por derivación, la potestad de la opinión pública. Como los «medios» son mediaciones de una relación, la eficacia de su labor consiste en la identificación plena de los entes envueltos en dicha relación. Uno de ellos es la opinión pública, el otro aparece disfrazado en la baraja mediática de los imagólogos: ya sea «la noticia desnuda», «la información veraz», «la opinión con altura», etc., son los prototipos que asume la imagen que desean mostrar; pero la imagen se proyecta desde un foco, el cual nunca aparece y es (en el ámbito del análisis), precisamente, el lugar que precisa des-encubrirse, porque desde allí se construye la posibilidad de la guerra, aquella situación de excepción que llama a la movilización de todo el aparato mediático.
Se trata de una manera de ver las cosas. Una manera que quiere ser todas. Una manera que ordena el mundo y la realidad de un modo que le permite manipular estos (en la realidad virtual del espectador, en su conciencia) a su imagen y semejanza. Necesitan los «medios» introducirse en los laberintos de la conciencia de su público para ordenar, desde allí, los acontecimientos; de modo que estos aparezcan bajo la interpretación que los «medios» se encargan de producir previamente. Entonces la mediación con la realidad y el mundo se pierde y, en su defecto, aparece una mediación con algo que moldea la opinión pública desde una pretendida «naturaleza de las cosas». Todo se devalúa allí afuera (el objeto de la denuncia), pero los «medios» permanecen siempre limpios e inmaculados; porque ellos son «el punto cero de observación», desde donde se actúa como dios, haciendo y deshaciendo todo y, como dios, quedando intocado y perfecto. Esta manera de ver las cosas representa una racionalidad, que no sólo está detrás de la tecnología mediática sino de la posibilidad misma de la existencia de los «medios». Es aquella racionalidad que instrumentaliza las relaciones humanas; de modo que, aparezcan, mundo y realidad, como una aglomeración de «objetos», compuestos desde la mirada de un espectador indiferenciado, cuya relación con estos se acaba el momento en el cual decide apagar el receptor o cerrar la página de su atención.
Reducidos mundo y realidad a su aparecer puramente objetual, el espectador es seducido por la tentación de creerse con el poder de manejar los hilos de lo que sucede; porque todo le viene no como hecho desnudo sino como hecho interpretado, y es esta interpretación la que parece desprenderse del «medio» y ser como el punto de vista del espectador; de este modo, lo que sucede viene prefigurado y predicho por lo que los «medios» han dicho. Entonces es cuando el espectador parece volverse en portavoz de los «medios», porque él se encarga, de modo derivado, de confirmar lo que los «medios» le han dicho. Entonces los «medios» son la mediación entre el publico y esta manera de ver las cosas; la cual se expresa en el lenguaje mercadotécnico que sale de boca de aquellos que dan la cara (previo maquillaje, la imagen fresca y lozana de una virtualidad radiante), frente a objetos (cámara, micrófono, teclado) que representan a otros objetos que, a su vez, de manera ubicua, acechan al objeto de sus preferencias. Relación perversa: todos creen manejar los hilos de la situación cuando todos se manejan, unos a los otros; todos se creen sujetos cuando son en realidad objetos, unos de los otros. Manipulación abierta que no escatima nada, competencia salvaje donde uno gana si otro pierde, uno triunfa si otro fracasa, y todo a la vista de un publico hambriento de nuevas excitaciones; el que está en la pantalla cree que maneja al publico y el publico cree que él es amo de la situación, cuando a todos los maneja esa ambición ilusa de control que controla a quienes creen controlar todo.
Le dicen «rating». Bonita palabra que no dice lo que dice; porque el «rating» no es un criterio cuantitativo, es más bien cualitativo: es la medida según la cual se puede saber quiénes se portan bien, es decir, quiénes congregan el mayor número de adictos a lo «light» y lo «cool» (en cristiano, lo frívolo y lo trivial, lo que es simpático y «políticamente correcto»). El público es el cliente pero, en este caso, el cliente no tiene la razón; quien la tiene no es un quien que pueda definirse, sino se trata de un quien que, en cada caso, invierte su capital en el canal de sus intereses. Se trata de «personas jurídicas». Empresas, para evitar malentendidos. Y lo que pagan no es un servicio sino una producción; porque lo que hacen los «medios» no es anunciar un producto, lo que hacen es producir el apetito siempre insatisfecho de un cliente que reclama dosis siempre mayores de nuevos productos. Los «medios» reproducen la forma de vida que instituye el mercado (como criterio único de vida): la demanda desequilibrada de aquel que reclama nuevos productos para satisfacer en algo el vacío que le produce el sinsentido, que se regula diariamente por la inyección mediática.
Esta normalidad se torna conflictiva cuando el público abandona aquella pasividad receptora a la que le tienen acostumbrado y despierta, en él, un sentido crítico en todo lo que se dice. Cuando este evidencia que los hechos no coinciden con lo que le muestran los «medios», es cuando los «medios» declaran un estado de excepción y declaran la guerra. Porque han sido desenmascarados y, en su fría desnudez, aparecen ante ojos ajenos (el que mira no aguanta ser visto, por eso procura recubrirse de nuevo). Entonces muestran su faceta escondida y, entre tanta bulla que propician, se deja entrever lo que no se ve. Los «medios» patrocinan el modelo de espectador para todo tipo de relaciones humanas (lo mismo en el «shopping» que en la política); lo que interesa es conformar un tipo que no se meta en nada, que deje a la pantalla reemplazar su realidad por otra, que la confusión de las cosas que pasan le sea administrada y editada por una varita virtual (donde todo se haga fácil para su rutinaria convivencia con aquello que le rodea y también, cómo no, para «ilustrar» su cotidiano punto de vista).
Pero si el espectador despierta como actor y produce los acontecimientos que aparecen trastocados en la imagen que le devuelven los «medios», y esa evidencia le aleja de ellos, entonces los «medios» tienen que hacer lo posible por devolver al espectador a su «condición natural». Por eso declaran la guerra, porque tienen que acabar con esa anomalía; y en ello se encuentran, atacando indiscriminadamente todo aquello que es producto de un actor que, de la obediente pasividad, emerge hacia un dinamismo que empieza a cuestionar todo lo dicho. Este actor es el pueblo y, si produce sentidos, entonces los «medios» se encuentran en aprietos, porque ya no pueden imponerle fácilmente el sentido con el que comercian. Pero no atacan al pueblo de modo directo, lo que atacan es lo producido por el pueblo. Tratan entonces, por todos los medios, de mostrar que todo lo producido es lo mismo de siempre, que nada cambia, que todo es como es, y que es mejor que las cosas a las que se mete la gente las hagan los «entendidos»; que mejor no meterse en política y mucho mejor devolver nuestra mirada a los «medios», que allí la vida no es tan compleja y que siempre hay alguien que nos «explique» cómo realmente son las cosas.
Entonces se muestra la imagen del conflicto continuo, que todo sigue igual que antes y, de ese modo, se pasa a los enjuiciamientos fabulados (porque vale todo ante una cámara y un micrófono), típicos de la farándula, porque de lo que se trata no es de averiguar la verdad de tal o cual denuncia, sino de hacer de la denuncia el sostén diario de lo que se muestra. Por eso nunca hay seguimiento; porque lo que interesa es, en última instancia, aturdir el despertar de una conciencia, devolverla al sopor de su estado pasivo, a su papel de espectador. Por eso se ensañan con el Evo, con la constituyente, con la nacionalización, con todo aquello que emana de aquel (antes espectador, ahora actor) que se le escapa de las manos. Pero su saña no puede dirigirse contra todo lo que ha sido producto del levantamiento popular (sería el desenmascaramiento total), pero sí puede desacreditar todos los pasos que signifiquen algún cambio, por eso magnifican los defectos (que el modelo neoliberal no los tenía) que parecen ser los únicos efectos de las causas que buscan ensuciar.
Pero, como no saben remontar las partes al todo (porque la racionalidad instrumental descansa sobre la lógica medio-fin y esta es incapaz de trascender la inmediatez de esa lógica, por eso es ciega ante las consecuencias que pueda generar) y se quedan en la parte, entonces castigan el detalle, condenan la parte, y se esmeran con tal diligencia que su «barrido» acaba, por lógica consecuencia, destruyendo todo. Sacan a luz pública todo cuanto signifique alteración de lo establecido, de aquello que no debe tocarse (porque lo que no debe de tocarse es la garantía de que todo siga como siempre); pero en esa operación terminan alterando todo, porque quien busca el equilibrio por el desequilibrio termina desequilibrando todo. Los «medios» también necesitan estabilidad; pero el modo que escogen para producir estabilidad es el menos estable de todos: ello consiste en filtrar inseguridad en sus titulares de noticias, condimentadas con cortinas musicales que siembran más miedo que serenidad. Presos del detalle, lo magnifican del tal modo que, alterado este, alteran todo lo relacionado con este.
La consigna es clara y es el amen de la doctrina Bush: para preservar la paz hay que generar guerras locales controladas; o sea, para garantizar la estabilidad hay que generar caos en todos los ámbitos, de modo que se imponga la estabilidad made in… Todo debe de quedar como siempre, por eso hay que controlar la opinión; por eso pululan programas sobre los hidrocarburos, la constituyente, la nacionalización, etc., porque todo debe hacerse según lo establece el orden que no debe tocarse; por eso en el debate lo que interesa es el show y no las ideas, por eso las encuestas son respuestas disfrazadas de preguntas, por eso los titulares dicen cómo debe de entenderse lo que se dice después, por eso las entrevistas empiezan con un rezo por los patrocinadores, por eso no hay nada importante, porque tanto vale la soberanía nacional como las tetas de Luciana Salazar.
Se dice todo y nada porque lo que interesa es que no se diga nada, que nos quedemos callados con la obediencia imperturbable del mudo. Como mudos se quedan los relocalizados o los barridos en la arena mediática. Con las solitarias excepciones (para que no se quejen algunos), todos los «medios» generan la desestabilización, y lo hacen en nombre de la «libertad de expresión». Del mismo modo, quienes atropellaron el Estado de derecho, claman por este cuando el pueblo se levanta. La «libertad de expresión» que claman los «medios» es la libertad de un alguien que no es la sociedad, ni la colectividad civil, menos el pueblo, porque ninguno de estos tiene control sobre los «medios». La relación que establecen los «medios» es siempre con un individuo atomizado en su calidad de espectador, el control de este se diluye en el control remoto (puede cambiar de canal, pero todos los canales le ofrecen lo mismo y a la misma hora). La «libertad de expresión» es la libertad de aquellas personas jurídicas que se globalizan de modo salvaje: las empresas.
Estas pueden decir lo que quieran, porque sus leyes emanan de una, que es la ley de leyes: la ley del mercado; y esta dictamina que todo es mercancía, que nada es verdad ni moral ni ético, tampoco justo o sagrado, que todo es ofertable, vendible, por eso, la libertad radica en la libertad de vender y de venderse. Esta libertad es la que se pronuncia y levanta el grito al cielo cuando suceden cosas como un gobierno que nacionaliza recursos naturales o una constituyente donde se propone el respeto a la Pachamama. Porque si no todo es vendible, entonces aquella ley deja de ser ley, y aquella consigna de ofrecer y vender todo a un comprador compulsivo empieza a generar dudas. Por eso aparecen sendos titulares en los «medios» que descalifican todo intento de recuperación del patrimonio nacional para beneficio de todos. Por eso, cuando se dice que esta nacionalización no tiene ni pies ni cabeza, en el fondo se dice que ninguna nacionalización los tiene; si la constituyente no es la solución que todos piensan, lo que se quiere decir es que no hay solución alguna; que todo tiene nomás que seguir como antes, en manos de los que saben, de los que han nacido para mandar.
La desestabilización que pretenden se realiza mediante la descalificación de todo aquello que haga el gobierno, porque el problema no es el gobierno como tal, el problema es que es un gobierno producto del levantamiento popular, un gobierno indio de un país de indios (insulto para los «medios», cuyo público vive en una quimera, en su pantalla tiene todo lo que tiene el primer mundo y se alimenta de esa ilusión). En última instancia, lo que se pretende es simple: el pueblo (léase la «vil multitud», en el léxico de los poderosos) no puede autodeterminarse, es incapaz de gobierno, no está llamado a mandar, sólo a obedecer, sino es a las buenas entonces a las malas (por eso es tan popular el caporal, porque el látigo es sinónimo de autoridad para el que piensa como patrón). Por eso, lo que haga, está condenado al fracaso. Entonces, hay que generar la sensación de fracaso para estabilizar todo, como siempre, desde arriba.
Por eso, la «voz autorizada» nunca está en el pueblo (léase, los indios, oscuros, bajitos y don’t speak english, como dice la elite camba), sino en los especialistas, en las autoridades (pasadas), en los pensadores chatarra (léase analistas, un invento mediático); si alguno de estos hubiera rifado el país o masacrado al pueblo (como los reciclados de derecha en el parlamento), a los «medios» no les interesa, porque a eso le llaman «pluralismo». Escuchar todas las voces significa, para los «medios», que nada es verdad y, como todo es del cristal con que se mira, entonces que cada quien diga «su» verdad. Tolerancia falsa que le otorga al verdugo los mismos derechos de la víctima, tolerancia que acaba siendo testigo del «derecho» del verdugo de agredir a la víctima, tolerancia que acaba tolerando la presencia de la víctima desangrándose en frente de uno, tolerancia que no es sino cinismo disfrazado.
En situación de excepción, los «medios» cierran filas ante sus acreedores y defienden sus intereses. La otra cara ya no es el periodismo; porque los periodistas actuales son formados bajo ideologías pertinentes a la racionalidad que sustenta a los «medios». Por eso no es raro observar cómo periodistas «críticos» son subsumidos prontamente por el discurso mediático (antes los periodistas se formaban en letras, ahora en números, por eso la mitad de lo que hacen es vender productos). La crítica al periodismo empieza por la necesidad de desenmascarar la falsa identidad entre noticia y realidad; la realidad está siempre interpretada y es esta interpretación (la interpretación que hacen los «medios») la que se confunde con la verdad. Si el periodista se defiende abrazando la «libertad de prensa», termina justificando la libertad que presumen los «medios»; frente a esta libertad toda otra libertad resulta enemiga, porque esta libertad es libertad absoluta y calumnia toda posible reglamentación como totalitarismo.
Esta libertad es la que apadrina esos nuevos espacios mediáticos donde las sandeces y los insultos, el lenguaje ramplón y soez, son ya la normalidad que contamina la conversación diaria, entremezclada con un racismo resurgido por los propios «medios». Ese racismo es el que no pueden ocultar los paladines de la defenestración, con aquella risita que presume el que ve todo desde arriba, levantando la voz para soltar un improperio o moviendo los brazos como aspas de molino, balbuceando laconismos seudo-filosóficos o leyendo la Biblia con eco apocalíptico. Ese racismo es el que ordena la interpretación que nos brindan como la verdad, y es esa la que tiene que tragarse todo parroquiano que ingenuamente cree lo que le dicen como lo que realmente sucede.
Porque, según estos, todo ejercicio de soberanía suena bien como frase pero en los hechos la realidad es otra cosa, es decir, la realidad es algo acabado, dado por siempre y no puede ser más de lo que han decretado «los que saben» (que no son bolivianos, por eso saben); a eso llaman realismo y, en nombre de este, se mofan de todos los «ilusos» que, o son populistas o demagogos, a la luz de sus ojos que juzgan todo anticipadamente. Que la realidad sea algo acabado es una postulación ideológica de aquel que no le interesa que la realidad cambie; ecos de un substancialismo medieval que demanda aquel que acusa a los «ilusos» de querer volver al pasado. Su realismo consiste en someterse al orden mundial, que no importa los sacrificios que aquello demande (porque ellos nunca son los sacrificados), que ese es el precio que demanda la modernización y como la modernidad (hoy globalización) es la única realidad, entonces no someterse a ella es, como dice Vargas Llosa (el Clarabal de la globalización): «locura, peste de estupidez».
Una vez que se ha identificado lo conseguido por un pueblo como «locura, peste de estupidez», entonces sólo queda la amputación de esa anomalía, para que no contagie al resto. Así se justifican todas las guerras: la devaluación absoluta del supuesto «enemigo». La guerra de los «medios» persigue una amputación en la conciencia, pero ya no sólo por el olvido sino por la mutilación de toda posibilidad futura de autodeterminación; por eso la tajante devaluación de todo lo que significa un cambio del modelo neoliberal, porque todo aparece con el cuco del Estado (mala palabra para el lenguaje neoliberal), del totalitarismo, del partido único, del comunismo, de Chávez, de Fidel. Por eso dicen los «medios» que el Evo habla estupideces, porque todo es «locura, peste de estupidez», por eso los «medios» no se molestan en censurar al diputado de PODEMOS que pide vacunar al Evo contra la rabia; porque todo lo que venga de la indiada es bárbara, irracional, como ya lo decretó la modernidad (desde hace cinco siglos), porque ella (dice ella misma) es lo único racional y civilizado. Amen con sus «medios», cuya guerra (como la conquista) resulta que también es justa.