Con respecto a la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas en septiembre de 2014 todas las evidencias apuntan a una colusión entre bandas del crimen organizado y diversas y numerosas autoridades de los tres órdenes de gobierno: municipales, estatales y federales. De la participación activa y notoria de estas últimas no queda la menor […]
Con respecto a la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas en septiembre de 2014 todas las evidencias apuntan a una colusión entre bandas del crimen organizado y diversas y numerosas autoridades de los tres órdenes de gobierno: municipales, estatales y federales. De la participación activa y notoria de estas últimas no queda la menor duda.
Se sabe positivamente que en el horrendo crimen participaron policías de, al menos, los municipios de Iguala y de Cocula, ambos del estado de Guerrero. Y también se sabe que en el «operativo» para detener a los muchachos estaban presentes policías estatales. Y se sabe igualmente que en los sangrientos y trágicos hechos hubo participación de elementos del ejército.
Y hay también sólidos indicios de que el propio gobernador de Guerrero tenía conocimiento de la tragedia en los mismos momentos en que ésta se desarrollaba. Era tan evidente la responsabilidad o al menos la negligencia del gobernador Aguirre Rivero, que no tardó en ser separado del cargo, sin que hasta la fecha se le haya fincado algún tipo de responsabilidad. Y también hasta la fecha, casi año y medio después de los criminales hechos, persiste la negativa de los altos mandos del ejército para permitir que sean interrogados y declaren los militares del batallón 27 presentes en la jornada trágica o con conocimientos de primera mano sobre el asunto.
De modo que a las múltiples evidencias de que Iguala fue un crimen de Estado debe sumarse, como probanza adicional, la incuria, la negligencia, el disimulo y el tortuguismo del propio Estado para investigar los hechos y sancionar a los autores materiales e intelectuales del bárbaro crimen.
Pero, ciertamente, nada hay de que sorprenderse. Se trata de un comportamiento digamos habitual para encubrir a los responsables y proporcionarles la impunidad acostumbrada o prometida.
Son abundantísimos los ejemplos de la impunidad que otorga el Estado a sus agentes cuando se les ordena «encargarse» de los así llamados enemigos del Estado. Digamos que la impunidad garantizada es parte de las retribuciones por los crímenes cometidos en acatamiento de órdenes superiores. Es el caso de los represores argentinos y chilenos durante la guerra sucia de los años 70 del siglo pasado.
Sólo que estos casos también mostraron que la impunidad otorgada por el Estado para sus esbirros no es monolítica. La experiencia histórica enseña que siempre quedan resquicios para demandar y obtener justicia. O al menos para señalar a los responsables.
Son múltiples los casos conocidos de criminales por cuenta del Estado que han debido comparecer ante los tribunales o que han quedado marcados por siempre con el estigma de criminales de Estado. Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla son los nombres más conocidos de esa horrenda estirpe de asesinos de su propio pueblo que han pagado sus crímenes con pena corporal o con el estigma infamante.
Una cosa semejante está ocurriendo en el caso de las desapariciones forzadas de Iguala-Ayotzinapa. La justicia hasta ahora no se ha hecho presente. Pero tampoco se ha hecho presente el olvido. La inquebrantable voluntad en pos de justicia de los padres, amigos y compañeros de los 43 desaparecidos, con el acompañamiento solidario de vastos sectores sociales, permiten albergar esperanzas de que la impunidad no se consolide.
Por lo pronto ya es una buena señal que no se haya consolidado la fraudulenta versión de que el Estado no fue participante directo y activo en ese crimen que ha llenado de fango a las instituciones mexicanas.
Blog del autor: www.miguelangelferrer-mentor.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.