Entre 1976 y 1983 las juntas militares argentinas denominaron «Proceso de Reorganización Nacional» al terrorismo de estado como forma de gobierno. El balance de los siete años de mandatos «cívico-militares» son 30.000 desaparecidos y miles de exiliados, 500 bebés robados (119 recuperaron la identidad gracias al trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo) y […]
Entre 1976 y 1983 las juntas militares argentinas denominaron «Proceso de Reorganización Nacional» al terrorismo de estado como forma de gobierno. El balance de los siete años de mandatos «cívico-militares» son 30.000 desaparecidos y miles de exiliados, 500 bebés robados (119 recuperaron la identidad gracias al trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo) y una guerra final, por las islas Malvinas, en la que murieron 650 jóvenes en combate y otros 500 se quitaron la vida posteriormente. Además la dictadura sembró el país de centros clandestinos de detención. A día de hoy, después de un largo proceso de batalla por la justicia y la memoria, se han producido más de 600 condenas a militares y policías responsables de la barbarie y se han abierto cerca de un millar de causas judiciales. El 24 de marzo de 2016, en el 40 aniversario del golpe militar que derrocó a María Estela Martínez de Perón, se ha conmemorado el «Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia», para fijar en el recuerdo las consecuencias de un régimen que compartió, con el nazismo y el franquismo, un objetivo: constituir una sociedad nueva, una vez «expurgados» los elementos supuestamente «nocivos» de la anterior.
Pero el terror comenzó antes. Argentina ya era un país asolado por la Triple A y donde los grupos de ultraderecha campaban por las calles, hasta el punto de que en aproximadamente año y medio se registraron más de mil muertos. «Las guerrillas estaban prácticamente derrotadas cuando estalló el golpe militar», recuerda Carlos Slepoy, representante jurídico de víctimas de las dictaduras de Argentina y Chile, además de abogado de las víctimas del franquismo en la llamada «querella» argentina. Lo que realmente perseguían los militares era detener el amplio movimiento obrero y popular que venía desarrollándose y pugnaba por una sociedad distinta. «Parecía que el socialismo estaba al alcance de la mano, por esa sociedad que se anunciaba dio la vida mucha gente», afirma el abogado en un acto organizado por la Plataforma Valenciana por la Defensa de los Derechos Humanos en Argentina. La respuesta consistió en una gran masacre popular, que se tradujo en 30.000 desaparecidos y 340 centros clandestinos de detención (según la «Comisión de la Verdad» constituida en 1984), que investigaciones posteriores y los procesos judiciales abiertos elevaron a cerca de 600. A primeros de abril de 1982, cuando el ejército argentino ocupó las Malvinas, la gente salió a las calles en apoyo del ejército. Dos días antes, la misma Plaza de Mayo se llenó para protestar contra la dictadura. Las madres y abuelas de personas desaparecidas se situaron a la vanguardia de un proceso que terminó con siete años de autoritarismo y, finiquitados los gobiernos militares, otros quince de impunidad.
En la etapa democrática, el presidente Alfonsín sancionó en diciembre de 1983 un Decreto para el juzgamiento de las tres cúpulas militares y los jefes de la guerrilla que permanecían vivos. Esta decisión tenía una lectura que se hizo presente, también, en la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (CONADEP): la idea de la existencia de dos «demonios» en pugna, los dos igualmente aberrantes; y había que combatir a ambos. Con este pretendido equilibrio, «se ocultaba la existencia de un golpe genocida en Argentina que venía a constituir una sociedad nueva, y eliminar a los grupos que se le oponían», afirma Carlos Slepoy en la Universitat de València. En el juicio a las Juntas Militares se dictaminó cadena perpetua para Videla y Massera, así como penas menores para otros miembros de estos gobiernos. Hubo otros militares que resultaron absueltos. El proceso se vio en su día como un juicio «histórico», pero se produjo asimismo «ruido de sables» y tentativas castrenses que hacían peligrar la exigencia de responsabilidades penales.
Precisamente las presiones de estos sectores allanaron el camino a la «ley de punto final» de diciembre de 1986, que no era tal, ya que se daban dos meses (de verano) para que se abriera procedimiento judicial y tomara declaración a los responsables de los delitos. En caso de que expirara el plazo sin iniciarse los procedimientos, sí se produciría el «punto final» y ya sería imposible impartir justicia. Fue entonces cuando víctimas, familiares y asociaciones se volcaron en aluvión ante los juzgados, lo que implicó la apertura de múltiples procedimientos y que se tomaran multitud de declaraciones indagatorias. Parecía, en principio, que la justicia se imponía a la impunidad, pero «se produjeron entonces nuevos acuartelamientos que exigían la impunidad absoluta», destaca Slepoy. Por eso en junio de 1987 se promulgó la «ley de obediencia debida», que tampoco implicaba la exoneración absoluta, sino sólo la de quienes obedecieron órdenes: los cuadros medios y subalternos del ejército. No se eximía, por tanto, a los jefes de la represión. El proceso terminó con los indultos dictados por el ejecutivo de Ménem en 1989-90. «Aquí se cierra la impunidad». Sin embargo, jamás se suspendió en Argentina el juicio por los bebés robados. Las leyes de «punto final» y «obediencia debida» las excluían de su radio de afección, lo que permitió a las Abuelas de Plaza de Mayo, que emprendieron la lucha en plena dictadura, recuperar a muchos nietos incluso antes que finalizara la impunidad.
Las legislaciones exculpatorias y los indultos habían sido aprobados por parlamentos democráticos, de manera que buena parte de la militancia pensaba que poco más se podía hacer. Todo parecía atado y bien atado. Carlos Slepoy señala, incluso, «un aletargamiento de varios años», hasta que se produjo el 20 aniversario del golpe militar, en 1996, y las masas salieron a la calle en todo el país para exigir el juicio y castigo a los militares culpables. ¿Qué ocurrió? «Había surgido una nueva generación», apunta el abogado, quien escuchó en esos años a chicos que después formaron parte de la organización HIJOS diciendo en las plazas: «Hasta hace poco tiempo en el colegio nos llamaban hijos de subversivos, y nos teníamos que esconder por la vergüenza; hoy estamos orgullosos de serlo».
También empezó a buscarse apoyos internacionales en la lucha contra la impunidad de las dictaduras en Argentina, Chile o Guatemala. Las víctimas y los familiares empezaron a viajar. Fueron innumerables las travesías que hicieron las Madres de la Plaza de Mayo a las ciudades del estado español, donde las acogían exiliados y organizaciones solidarias. También se lograron pronunciamientos favorables de Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el sentido que los crímenes cometidos eran imprescriptibles y las legislaciones de amnistía no se avenían al derecho internacional. Por tanto, en el caso argentino se abrieron procedimientos en Alemania, Francia e Italia por crímenes contra ciudadanos de estos países cometidos en Argentina. En el caso español, el procedimiento se abrió el 28 de marzo de 1996, sólo cuatro días después de las inmensas movilizaciones en Argentina. «Las víctimas de este país se trasladaron en procesión; hubo casos prácticamente de vuelos charter para venir a declarar a España». En mayo de 2003 Kirchner asumió la presidencia con el 22,2% de los votos, y afirmó: «O los extraditamos a España o los vemos en Argentina». Aunque no fueron palabras milagrosas: el proceso para revertir la impunidad de los militares fue desarrollándose a lo largo de los 90. Los 503 días que Pinochet permaneció detenido también cambiaron la historia del derecho internacional.
Y ocurrió que el mismo parlamento, argentino, que aprobó las leyes de «punto final» y «obediencia debida» resolvió la nulidad de las mismas. Jueces que no podían actuar porque estaba en vigor esta legislación, ahora sí que podían hacerlo. «Y lo más clamoroso», resalta Carlos Slepoy: «la Corte Suprema que había convalidado estas leyes, declaró quince años después que eran inconformes con el derecho internacional y la constitución argentina». Así se rompió la impunidad, con muchos años de presión popular se llegó a los más de 600 condenados y mil procesamientos, aunque «hoy tenemos un serio peligro de involución con el gobierno de Macri». Actualmente los escolares argentinos conocen qué fue la dictadura militar, ésta se imparte en los temarios y visitan los campos de concentración como el de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), donde se les explica qué ocurrió allí.
Desde 2004 la antigua ESMA se convirtió en un espacio para la promoción y memoria de los derechos humanos, pero durante la dictadura militar permanecieron secuestradas y se sometió a torturas a 5.000 personas. Muchas de ellas resultaron después arrojadas al mar. Susana Burgos sobrevivió a este campo de concentración. Hoy trabaja en Valencia en el sector de la discapacidad y la salud mental, además de militar -igual que hace cuatro décadas- en la defensa de los derechos humanos. Afirma que no se trata de reducir la cuestión a lo «malos» que son los militares, pues son los grupos económicos quienes les llaman cuando se sienten incapaces de controlar al sistema político. «Los militares aplicaron el terror, que paraliza, para de ese modo imponer un nuevo capitalismo, de carácter neoliberal; ¿qué mejor manera de aterrorizar a la población que el encierro en campos de concentración de la gente que protesta?» «Es importante estar toda la vida de un lado, y que cuando se ve todo muy oscuro y se piensa que no se juzgará a nadie, pequemos de optimistas», afirma esta antigua prisionera de la ESMA en el acto de la Plataforma Valenciana por la Defensa de los Derechos Humanos en Argentina.
Susana Burgos fue secuestrada en un autobús por lo que hace cuarenta años se llamaban «grupos operativos»; los autores fueron civiles, pero que previamente habían establecido contacto con responsables militares. La llevaron a un sótano de la ESMA, donde empezaba el proceso de interrogatorios y las torturas. Allí había gente que moría por las descargas de la picana eléctrica. Un médico controlaba el estado cardiaco de los presos, a los que primero se colocaba capucha y esposas. En los baños se concentraban en algún momento un centenar de reclusos. Ella, como el resto, era sólo un número, el 842, que tenía derecho a mucho mate cocido, y pedazos de pan a veces con algo de relleno. Permaneció presa en los años 1977 y 1978, a mitad de ese año «secuestraban a menos gente porque quedaba poca gente por secuestrar, pero no sólo detenían a militantes». Los prisioneros escuchaban potente música y la fuerte pisada de las botas militares. En el tercer piso nombraban a los presos por su número identificativo, les inyectaban un tranquilizante y se los llevaban en camiones con destino al aeropuerto. De allí al avión, para desde el aire arrojarlos al océano. A otros los quemaron dentro de la ESMA. Dado que los internos tenían ya la sentencia de muerte, trataban de asociarse de manera muy secreta para pelear por algunas cosas. Y sobre todo, por sobrevivir un día más.
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