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Cine

La nueva vida de los bantúes en EEUU

Fuentes: IPS

La cineasta Anne Makepeace narra en su documental «Rain in a Dry Land» («Lluvia en tierra seca») las vicisitudes que atraviesan dos familias de bantúes que huyeron de la guerra en Somalia y buscan hoy la paz y la prosperidad en Estados Unidos. Luego de 13 años de frustrante espera en un campamento de refugiados […]

La cineasta Anne Makepeace narra en su documental «Rain in a Dry Land» («Lluvia en tierra seca») las vicisitudes que atraviesan dos familias de bantúes que huyeron de la guerra en Somalia y buscan hoy la paz y la prosperidad en Estados Unidos.

Luego de 13 años de frustrante espera en un campamento de refugiados de Kenia, las autoridades estadounidenses les reconocieron a 13.000 bantúes la condición de asilados políticos. Su búsqueda de un hogar comenzaba.

«Rain in a Dry Land» sigue a dos de esas familias en su intento de adaptación a la vida en la ciudad de Springfield, en el nororiental estado de Massachussetts, y en Atlanta, en el sudoriental de Georgia.

Los bantúes fueron las víctimas más vulnerables de la guerra civil que estalló en Somalia en 1991. Descendientes de esclavos secuestrados en África austral hace dos siglos por traficantes árabes, vivían como parias y se les negaba el derecho a la educación y a la tierra.

«Nos trataban como bestias de carga», dijo Aden, padre de la familia bantú que se radicó en Springfield.

El filme muestra a las familias bantúes en Kenia asistiendo a clases de «orientación cultural» patrocinadas por el Departamento de Estado (cancillería) estadounidense.

El profesor los introduce en el mundo de los rascacielos, las cafeteras automáticas, los vuelos transatlánticos y los billetes de 100 dólares. Los hombres se muestran sorprendidos al enterarse de que «en Estados Unidos, todo sexo forzado es violación», incluso dentro del matrimonio.

A pesar de que nunca aprendieron a leer y escribir en somalí o en swahili, a los refugiados se les enseña inglés y cantan canciones en ese idioma sobre la vida en la potencia norteamericana.

«Si está escrito, iremos. Si no, quedaremos atascados aquí, comiendo engrudo amarillo», se ríe un refugiado.

Somalia ha carecido de gobierno central en funcionamiento en los últimos 15 años. Se lo ha descripto como «anarquía capitalista»: el comercio y cierta actividad económica continúan funcionando, pero los señores de la guerra siguen soliviantando el país.

En junio, las milicias denominadas Unión de Tribunales Islámicos tomaron el control de Mogadiscio, la capital, y de buena parte del sur del territorio. Estados Unidos asegura que entre los insurgentes figuran miembros de la red terrorista Al Qaeda, del saudita Osama bin Laden.

Somalia, antigua colonia italiana, está en guerra civil desde 1991, cuando distintas facciones derrocaron al dictador Mohammed Siad Barre para luego enfrascarse en luchas intestinas.

Desde entonces, el país ha estado en poder de señores de la guerra, que combaten por el control de vastos territorios. La guerra civil dejó una cifra indeterminada de muertos, entre 300.000 y dos millones, según agencias humanitarias.

Una fuerza de mantenimiento de la paz que la ONU envió al país en 1993 para controlar la violencia y asistir a la población abandonó el territorio en 1994, tras la muerte de 18 soldados estadounidenses y 24 pakistaníes. Cientos de somalíes fallecieron en los choques que sucedieron entonces.

Ahora, en Mogadiscio y en el sur de Somalia rige la shariá (ley islámica) por disposición de la Unión de Tribunales Islámicos. Los llamados a la jihad (guerra santa) desataron el temor en las vecinas Etiopía y Eritrea.

Durante todo este periodo, los bantúes se resistieron a regresar a Somalia, y los somalíes tampoco los querían. Tampoco sus países ancestrales, Tanzania y Mozambique. Kenia no podía mantener un contingente de tal magnitud indefinidamente en condición de refugiados.

Estados Unidos diseñó un plan para distribuir 13.000 bantúes en varias ciudades donde el costo de vida es bajo y no hay problemas de desempleo. Pero no todos aplaudieron la iniciativa.

El senador Sam Brownback había apoyado anteriores olas de refugiados sudaneses y yugoslavos, pero cuestionó la llegada de los bantúes, que «no funcionarían bien en Kansas», su estado.

Amenazas de racistas y otras protestas abortaron los planes de radicar a estas familias en dos ciudades.

El establecimiento de los bantúes volvió a retrasarse por los controles de seguridad interna impuestos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, al tiempo que activistas manifestaban su preocupación por la práctica de la mutilación genital femenina en su cultura.

Mientras la discusión proseguía en Estados Unidos, en los campamentos de refugiados de Kenia recrudecían el robo, las violaciones y la mortalidad infantil.

La narración de «Rain in a Dry Land» se abre en 2004, cuando los bantúes comenzaron a llegar a Estados Unidos.

El matrimonio de Aden y Madina y sus siete hijos usaron por primera vez una lata de residuos en Springfield, al tiempo que bromean con el vaho de su aliento en el frío. En Atlanta, Arbai y sus cuatro hijos aprenden a bajar escaleras, aferrándose con vértigo al pasamanos.

«Anoche dormimos en camas por primera vez», dice Arbai, mientras desayuna una tostada en su primera mañana en Estados Unidos. «Por eso el sol salió antes de que nos despertáramos.»

Desde su llegada, los bantúes cuentan con un plazo de seis meses para obtener empleo y mantenerse sin subsidios gubernamentales. Los niños asisten a escuelas públicas, aunque apenas hablan inglés.

El orgulloso Aden se frustra pronto con su incomprensión del mundo de los alquileres y las facturas. Como muchos bantúes, apenas sabe lo que es trabajar en la agricultura de subsistencia. Pierde la calma cuando no logra descubrir el dispositivo de seguridad para niños en un frasco de medicamentos.

Madina, alienada y deprimida, está sentada en el sillón todo el día, y deja la crianza de los niños a Aden. «Mi mente se pasea por los viejos tiempos toda la noche», dice. «¿Cómo podría olvidar el momento en que asesinaron a mi propia madre? Esa imagen me perseguirá hasta la muerte.»

Las normas de bienestar social obligan a Madina a obtener empleo antes de que su hijo menor cumpla dos años. Sin voluntad de ubicar a sus niños en guarderías, los esposos discuten si deberían empezar a robar para sobrevivir.

Pero ella queda embarazada de su octavo hijo, así que el dinero de la asistencia continuará llegando a la familia.

En Atlanta, Arbai aprende fontanería. Su hija de 13 años, Sahara, suele apelar a la idea de «libertad», como la suelen usar los estadounidenses, para exteriorizar sin tapujos sus sentimientos.

«Debemos adaptarnos a esta cultura. No necesito mi cultura aquí», dice la muchacha, que pronto comienza a tener, regularmente, problemas de disciplina en la escuela.

Pero la calma parece haber llegado, un año y medio después de la llegada a Estados Unidos.

Aden consigue empleo como jardinero y carpintero. El alquiler de la vivienda aumenta de 165 a 750 dólares, cuando se mudan a un complejo de viviendas. Aún comen el mismo engrudo amarillo que en el campamento de refugiados, pero Madina sonríe.

Sahara mejora en la escuela. Su hermana mayor, Khadija, se casa con Abdirahman, un joven bantú que la seduce con ceremonias tradicionales de cortejo. Y Arbai se entera en Atlanta que dos hijas a las que creía asesinadas hace 14 años están vivas: de pronto, se convierte en abuela.

«Rain in a Dry Land», exhibida este mes en el Festival de Cine Margaret Mead en el Museo de Historia Natural de Nueva York, será distribuida en todo el mundo.

http://www.ipsnoticias.net/nota.asp?idnews=39370