A lo largo de los últimos meses, los argentinos, venimos asistiendo a una discusión que podríamos llamar ficcional pero que, al parecer, en nuestro país se le asigna una entidad mayúscula. A tal punto que algunos suponen -ingenuamente, por cierto- que la ficción puede convertirse en realidad. La mentada discusión impulsada por los espíritus más […]
A lo largo de los últimos meses, los argentinos, venimos asistiendo a una discusión que podríamos llamar ficcional pero que, al parecer, en nuestro país se le asigna una entidad mayúscula. A tal punto que algunos suponen -ingenuamente, por cierto- que la ficción puede convertirse en realidad.
La mentada discusión impulsada por los espíritus más conservadores, o dominantes de nuestra sociedad, nos quiere hacer creer que en una democracia, las políticas aplicables deben satisfacer los requerimientos del cien por ciento de la población; ya qué de lo contrario, nos encontraríamos ante lo que ellos califican como: la desnaturalización de la democracia.
Si bien es cierto que, el mentado razonamiento está siendo fogoneado por los medios de comunicación hegemónicos que, entre otras cosas, vienen realizando ingentes esfuerzos con la intención de desgastar y mancillar la imagen presidencial; no es menos cierto, a su vez, que semejante discurso oculta en su interior un propósito fundamental: la preservación de estado de cosas dado.
Por poco que ahondemos en semejante estructura argumental, repararemos que la misma está edificada sobre un conglomerado de cimientos falaces que solo tienen por objeto confundir a la opinión pública y hacerle creer que el gobierno argentino fomenta la división de la sociedad porque promueve el conflicto interno.
Trasladado al terreno de la praxis, éste es un argumento profundamente negador de la democracia; en principio porque niega que la política sea esencialmente conflictiva. La política es sinónimo de conflicto porque siempre lo que se dirime en ella son intereses.
Por eso la pretensión de representar en los hechos «los intereses de todos» es un absurdo. Se pueden conciliar intereses; pero, siempre teniendo presente que, en esa conciliación uno de los sectores en pugna deberá ceder, en algunas de sus pretensiones, en beneficio del otro. No obstante, de no mediar acuerdo el que debe arbitrar el conflicto es, sin lugar a dudas, el Estado. Quien se reserva para sí la facultad de decidir en función de los intereses comunitarios.
Claro que, conforme al signo político (y no nos referimos a estructuras partidarias; sino a convicciones) de quien conduzca el Estado la decisión estará orientada a favor de los sectores más vulnerables o a favor de los sectores dominantes. De ahí que nunca podrá resultar indiferente, a los efectos del modelo social reinante, quien es el encargado de conducir la nave estatal. No por casualidad, los que se dicen dirigentes «apolíticos» (Macri, por ejemplo) se hacen llamar neutrales y se ubican en el imaginario social como «distantes» de la figura del Estado negando la existencia de las relaciones de poder.
Y aquí está el eje del `problema, pues, en la década de los 80 y más precisamente en la del 90 (si bien la Argentina se tornó pionera a partir del golpe del 76), las teorías neoliberales hicieron creer a la población mundial que el más ecuánime solucionador de conflictos económicos era «El Mercado» y como tal se tornaba en el mejor asignador de recursos. Por lo tanto debía, en consecuencia, reemplazar al Estado en la tarea de arbitrar esta «clase de pugnas».
Para que requerir de toda una estructura estatal si el Mercado era capaz de solucionar aquellos sin tomar partido por nadie (realizando una suerte de arbitraje metafísico y despolitizado que «garantizaba el bienestar de todos») y, lo más importante conforme a esa teoría, no ocasionaba «gastos» de ninguna índole. Por cierto, «los gastos» se canalizaban por otros conductos (subsidios a corporaciones, estatización de deudas, comisiones financieras, endeudamiento estatal, etc.) menos visibles -si bien más elevados- que los que atañen a los programas sociales.
Lo que ocultaba esa malintencionada teoría, era que el Estado no desaparecía, pues, simplemente adoptaba una nueva modalidad retirándose «en apariencia» de la actividad económica-financiera, y dejando de ese modo que los grandes grupos económicos explotasen a piacere el terreno en cuestión. Mientras tanto, un nuevo andamiaje jurídico-legal confeccionado desde el Estado por los apropiadores liberales -no olvidemos que el neoliberalismo llega al poder primero con la dictadura y luego camuflado con el menemismo- , se iba tejiendo a los efectos de brindarle la más absoluta impunidad a quienes se repartían la riqueza de nuestro país.
En consecuencia, el conflicto se ocultaba y con ello se hacía creer al «hombre común» que no existía; mientras tanto el hombre concreto, el de «carne y hueso», experimentaba cotidianamente una serie de dificultades que lo llevaban a «creer» que las causas de sus sinsabores, era resultado de la ausencia de destreza personal para afrontar las dificultades de la vida diaria y no consecuencia del contexto histórico-político en el que estaba viviendo.
Por otra parte, los medios de comunicación en connivencia con buena parte de la dirigencia política de la época (curiosamente, hoy mayoritariamente enrolados en «la oposición») se encargaban de difundir que las políticas económicas aplicables eran las correctas y que lo mejor que podía sucederle al país era adoptar las sugerencias formuladas por los organismos internacionales de crédito (v.gr. FMI, Banco Mundial, por citar algunos).
Así quienes cuestionaban el camino adoptado eran «excepcionalmente» invitados a los programas políticos televisivos (obviamente, estamos hablando durante el proceso democrático) y, no en pocas ocasiones, se los descalificaba con el argumento de «ideologizados»; lo que en última instancia equivalía a considerarlos estar reñidos con la verdad. Lo que no aclaraban es que la «verdad política» no existe. Lo que se nos muestra como la verdad, es un derivado de las relaciones de poder vigentes en un momento histórico determinado. El poder, en aquél momento, estaba en manos de las corporaciones (financieras, económicas y comunicacionales) y el Estado se había convertido en un «guardaespaldas» de sus intereses. Pero eso sí, los medios no hablaban de conflicto, ni mucho menos de «división social», a pesar que la amplia franja de argentinos se veía caer por la pendiente del empobrecimiento.
Como es lógico inferir, la pretensión de universalizar el consenso, es ni más ni menos que una falacia. Un hecho reciente puede servirnos como ejemplo para demostrar la imposibilidad del mismo: mientras los sectores que apoyan al gobierno están de acuerdo en no ceder a la presión de los «fondos buitres» en sus exigencias de cobro especulativo; franjas minoritarias de la sociedad (entre ellos, dirigentes y medios de comunicación opositores) cuestionan al gobierno por «no honrar sus deudas».
Según éstos últimos es un acto «honorable» pagar las deudas a expensas del hambre y padecimiento de la sociedad. Son los mismos que, en finales de los 80 y los 90, nos decían que si no ajustábamos nuestro devenir económico a las sugerencias del FMI nos aislaríamos del mundo, que caeríamos en un abismo, que si no achicábamos los gastos del Estado la situación empeoraría. Lo paradójico es que durante la gestión que estos señores defendían, se reducía drásticamente los gastos sociales del Estado, empobreciendo a la sociedad y al mismo tiempo se abultaba la deuda del país, transfiriendo, en forma subrepticia, al sector público la deuda privada contraída por los grandes grupos económicos. No obstante, hoy como bien lo destacó nuestra Presidenta, hablan del «papelón argentino» por no pagar sus deudas; claro bajo la perspectiva macrista es fácil honrar la deuda, sobre todo cuando su deuda se la transfiere al Estado; es decir, a todos los argentinos.
Lo concreto es que, evidentemente, no se puede conformar a todos al momento de gobernar; de ser eso posible asistiríamos a una auténtica degradación de la democracia.
Ya que negar la existencia de intereses sería esbozar propuestas sin contenido. Como lo hace el ex gobernador Binner que bajo el amparo de un supuesto republicanismo no dice nada. Como si la puesta en práctica del sistema republicano (que en los hechos está plenamente vigente) por si solo, suprimiría la existencia de los conflictos sociales. No obstante, hay que reconocerle que su «ideal de república» no es muy ambicioso ya que pondera la «República de Ghana». Al parecer, no se dio por enterado los conflictos irresueltos que desbordan al país africano, pero eso sí según él es «un ejemplo a seguir».
Es sorprendente que alguien que se dice socialista ignore casi por completo la obra de Marx; de lo contrario, conocería aquella expresión suya que destacaba que: «El poder político es el resumen oficial del antagonismo en la sociedad civil».
O como bien lo señala un destacado filósofo francés contemporáneo, cuando recuerda que «…..el poder no remite jamás sino a una relación de fuerzas (de deseos) que, en tanto que tales, excluyen toda pretensión de universalidad».
Blog del autor: Episteme
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