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El 7D y la democratización prometida

La palabra empeñada

Fuentes: Rebelión

1- El 7D, a pesar del fallo de la cámara en lo Civil y Comercial que posterga la medida cautelar sobre los artículos 45 y 161, quedará, indiscutiblemente, como una fecha relevante para la historia de nuestro país. Se postergará unos días más, quizá algunas semanas, pero el desenlace se aproxima. Se equivocan los que […]

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El 7D, a pesar del fallo de la cámara en lo Civil y Comercial que posterga la medida cautelar sobre los artículos 45 y 161, quedará, indiscutiblemente, como una fecha relevante para la historia de nuestro país. Se postergará unos días más, quizá algunas semanas, pero el desenlace se aproxima. Se equivocan los que piden «pasar a cosas más importantes». El conflicto por la ley de medios se ha transformado en un punto material de condensación de los conflictos, tensiones, y desafíos que atraviesa la democracia argentina. Es el punto de intersección de los intentos de la derecha política, las corporaciones mediáticas y la opinión pública conservadora y satisfecha del país, con la incapacidad manifiesta de un gobierno que se autoproclama nacional, popular y democrático pero que no ha sabido y no ha querido desarrollar todo el contenido radical y transformador que esa autodenominación implica, aceptando, por su propia esencia, las reglas de juego del sistema político imperante, que él mismo vino a salvar con la debacle del régimen político del 2001.

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La opinión pública conservadora ha batido, desde mucho antes a los primaverales días del 13S y el 8N, el parche de la independencia judicial. «Libertad de expresión», «división de poderes», «justicia» o la más temeraria «democracia» (como si viviéramos bajo una dictadura) se transformaron en las consignas de orden del bloque de la oposición de derecha y los grupos mediáticos concentrados, logrando la proeza ideológica de establecer, en amplios sectores de la población, una igualdad entre libertad de empresa y libertad de expresión. El grupo incluso difundió publicidad donde esa defensa se hacía manifiesta al exigir del consumidor que sea él, mediante el control remoto, en la soledad de su hogar quién decida (cada día) la legitimidad de la tenencia de licencias, el ejercicio monopólico de la información o las fusiones fraudulentas con las que se alzó el imperio mediático (que, dicho sea de paso, la «justicia independiente» nunca sancionó). El ciudadano-consumidor debería estar ducho acerca de la controvertida absorción de Cablevisión por Multicanal, que implicó una concentración del mercado de televisión por cable que en las grandes ciudades supera el 70%, o muy informado sobre la eliminación forzada por la «libertad de mercado» de decenas de cooperativas en el interior del país, para no hablar de la compra concertada de Papel Prensa con la connivencia de la dictadura militar. Pero no es el consumidor aislado quien dicta las reglas de juego de la política comunicacional, sino la colectividad organizada en el demos. La apelación al «control remoto», que fue acompañada por personajes como Patricia Bulrich, Federico Pinedo y Oscar Aguad entre otros, confunde liberalismo con democracia, la división de poderes o la libertad de opinión y en general los derechos humanos básicos frente al potencial arbitrio del Estado, con la soberanía popular expresada por la legislación surgida del voto popular. Mejor dicho, no los confunde sino que los suplanta, transformando todo intento de reformas, por más gradual y moderada que sea, en un ataque a la constitución y a la libertad, en particular a la propiedad privada. Así fue con la expropiación de Aerolíneas Argentinas, las AFJP, Ciccione y así será en el futuro. La libertad, aquí en Argentina, pero también en Ecuador, Bolivia o Venezuela se ha transformado, igual que la apelación a la defensa de las instituciones, en la trinchera preferida por el establishment económico y político en la defensa de sus intereses, incluso contra gobiernos democráticamente elegidos como en Honduras y Paraguay, a los que han, paradójicamente, derrocado en nombre de esa misma libertad.

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El enredo judicial en torno a los artículos mencionados ha sido otra excusa más para denunciar el «totalitarismo» gubernamental, que pretendería avasallar las instituciones de la república, en este caso, del poder judicial. El entuerto estaba cantado, porque se tenía por muy probable que el fuero civil y comercial, ¡ay, tan acostumbrado a codearse con los hombres de negocios!, dilatara el tema más allá del 7D, extendiendo la cautelar, que de manera insólita ¡ya lleva más de 3 años!, un record que difícilmente ningún otro mortal en este país podría lograr sin el poder financiero y político del Grupo Clarín. Se trata de la extensión de una medida cautelar por tiempo indeterminado, a horas del vencimiento del plazo legal, confeccionado a la medida del grupo y en nombre de la «independencia». El reclamo de la Comisión Nacional de Protección de la Independencia Judicial ya anticipaba la resolución de la Cámara, amén de dar consejos a todos los poderes, incluida la prensa, como si fueran semidioses depositados por el destino en el Olimpo moral de la ecuanimidad y la mesura. Mientras las chicanas judiciales de recusaciones y renuncias practicadas por el gobierno (que están dentro de las normas de justicia) fueron denunciadas como si se tratara del incendio del Reichstag, la prórroga ad aeternum de las medidas cautelares contra una ley votada por las dos cámaras del Congreso fueron consideradas como actos soberanos e independientes de un poder del Estado. La defensa de la «justicia» evita mencionar el carácter reaccionario de la corporación. Se trata de una justicia de ladrones de gallina, de aparente imparcialidad e independencia y lazos efectivos con los grandes grupos económicos, familias distinguidas y la «sociedad influyente», un conglomerado que goza de privilegios inauditos, carece de legitimidad por el voto popular y no pueden ser revocables sino mediante el engorroso y difícil trámite de juicio político. Y a diferencia de países como Bolivia, que han decidido iniciar un proceso de reforma integral del sistema de justicia, aquí el gobierno, después de la conformación de una nueva Corte Suprema, dejó intacto todo el andamiaje judicial, sumándose a la lógica corporativa intentando impulsar sus «propios jueces» en vez de avanzar hacia una reforma democrática profunda y radical del sistema de justicia. Frente los que denuncian al gobierno por «avasallar las instituciones» no viene mal recordar que, como partido del orden en aquellos agitados días de 2003, fue el que permitió reconducir el régimen político cuando amplias mayorías exigían una profunda modificación del sistema institucional. Mientras que en países como Venezuela, Bolivia y Ecuador se han impulsado reformas constitucionales que, algunas más otras menos, han reformulado el sistema político aquí, el kirchnerismo, ha rechazado cualquier intento de cambiar la Constitución neoliberal del 94, dejando a sus instituciones en pie. El kirchnerismo gobernó desde la periferia interna de este régimen político y por eso mismo es ahora preso de un sistema judicial profundamente reaccionario, así como lo fue en el terreno económico de la inédita coalición de la burguesía agraria que lo enfrentó en 2008 y que el mismo gobierno había promocionado como atajo fiscal a una genuina reindustrialización nacional. Lo mismo ha sucedido con la aceptación de los tribunales extranjeros en el canje de deuda, que desembocó en el dolor de cabeza del juez Griesa o la asociación con las petroleras como Repsol, que culminó con un déficit monumental en la balanza comercial energética, para no mencionar su manejo del sistema monetario, que culminó con el alzamiento del inefable Martín Redrado. Frente al poder constituyente del pueblo movilizado contra todas las instituciones neoliberales encarnadas por el viejo sistema de partidos, el kirchnerismo optó por reconducirlo dentro del lecho de Procusto de la actual Constitución y de la democracia liberal imperante, que ahora le reclama, como el Mercader de Venecia, su libra de carne.

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El lobby de Clarín se replica en América latina bajo la misma lógica de defensa de los intereses comerciales y de negocios e incursiona en la política transformándose en un poder político que desestabiliza gobiernos y crea corrientes y climas adversos a cualquier reforma popular. El mismísimo Lula Da Silva se quejó de la campaña sucia contra el PT por parte de O’ Globo, de la misma manera que los medios del grupo Cisneros y otros en Venezuela fueron artífices del golpe de 2002 y del paro petrolero del 2003. Como lo indica Martín Becerra: «Los grupos concentrados, reluctantes a cualquier cambio que ponga en riesgo sus posiciones privilegiadas, constituyen una suerte de «marca de la constitución mediática» del imaginario nacional en países como México (Televisa), Brasil (Globo), Argentina (Clarín), Colombia (Caracol-El Tiempo), Chile (Mercurio) y Venezuela (Cisneros)» [1]. El autor menciona la Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA, que muestra un índice de concentración de medios que desde 2004 aumentó en todo el continente, lo que implica un mayor poder para los capitanes de la industria de la comunicación, y una mayor concentración geográfica, empobreciendo la diversidad cultural y de la información. Inexorablemente, ante los intentos en diversos países como Venezuela, Uruguay, Brasil, Ecuador, Chile, ya sea de los gobiernos o de la sociedad civil para revisar la legislación y recortar el poder mediático de estos grupos permitiendo una mayor democratización de la palabra, los barones y las instituciones que la representan, como la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa), han salido a impedirlo, lanzando campañas en defensa de la «libertad de expresión» y contra la «intromisión del Estado». El reverso ha sido el intento por parte del Estado de acaparar medios de comunicación mediante una programación de baja calidad, recursos mediáticos pobres y basados en la propaganda, carentes de proyectos que den poder real y efectivo a las organizaciones populares, a una esfera pública no estatal, lo que ha dado argumentos a las corporaciones mediáticas sobre los intentos de crear «monopolios estatales».

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El ejemplo del gobierno de Cristina Fernández está suficientemente documentado. Durante más de 3 años, el órgano de aplicación de la ley de medios audiovisuales, el AFSCA, no ha logrado avanzar en la democratización de los medios. La ley fue promovida por un amplísimo abanico de organizaciones populares y de la sociedad civil que venían exigiendo la democratización de los medios, incluso contra el propio gobierno de Néstor Kirchner, quién como socio de Clarín hasta la crisis con la burguesía agraria de 2008, le había renovado sin revisión las licencias por 10 años y facilitado la fusión de empresas. Muchos de los puntos de la ley fueron recogidos de las propuestas realizadas por la coalición por una Ley de Radiodifusión para la Democracia, con el objetivo de lograr el mayor consenso posible. Pero muchas de sus propuestas han quedado en el papel y no se han efectivizado. Los medios comunitarios y alternativos han denunciado las trabas burocráticas y económicas para hacerse con los pliegos de licitación y reclaman que se cumpla con la reserva del 33% a los medios comunitarios, alternativos y populares, distinguiéndolos de las fundaciones y otras asociaciones sin fines de lucro pero asociadas a grandes empresas. También exigen el cese de la precarización laboral de los trabajadores de medios y la defensa de su opinión contra la censura.

La lógica del AFSCA parece puramente comercial, intentando ocupar el lugar que debe dejar Clarín en favor de otros grupos concentrados con los que tienen mejores relaciones, cambiando un grupo capitalista por otro. La televisión digital, para los medios comunitarios es sencillamente inalcanzable. En vez de combatir el liberalismo seudo democrático de los grupos empresarios y la derecha política profundizando la participación popular real y efectiva en los medios de comunicación, el gobierno ha decidido desde la altura combatir al monopolio Clarín con los métodos y la lógica del mismo grupo al que se quiere combatir. Pero el colmo del fraude ha sido la aceptación por Martín Sabatella, titular del AFSCA, de los planes de reestructuración ofrecidos por el grupo Uno de Vila-Manzano, que sencillamente han colocado a familiares como testaferros de las empresas, algo que Clarín aplicaría sin ninguna duda si mañana fuera obligada por el fallo de la Corte a vender parte de las licencias. También ha avalado sin estudio las propuestas de América, Prisa, Telefónica, Cadena 3, Indalo de Cristóbal López y otros grupos empresarios. El gobierno nacional, que ha hecho de la ley de medios una nueva causa nacional, está a punto de defraudar no sólo a toda la coalición por una radiodifusión democrática que le ha dado vida a la ley, sino a propios y extraños, al permitir de manera insólita la venta a testaferros como equivalencia de desmonopolización. Sería un caso único en todo el mundo y llevaría a punto muerto todo el proceso de democratización potencial de los medios de comunicación.

Unos días antes el AFSCA había salido en defensa de Telefé, sosteniendo de manera insólita que no tiene ningún vínculo con Telefónica de Argentina porque es dependiente de su controlante Telefónica de España, haciendo de abogado del monopolio español, al que sólo le reclama reducir la cuota del 45% al 35%.

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Gran parte de los movimientos sociales y medios alternativos han planteado correctamente la defensa de la ley contra los intentos del Grupo Clarín por eludirla, al mismo tiempo que exigen que se cumpla de manera íntegra y se abra un proceso de genuina democratización. Su reverso ha sido la actitud de una parte de la izquierda que ha rechazado la ley desde un comienzo, bajo el pretexto de que sin eliminar la propiedad privada no hay ningún genuino proceso de democratización. Un planteo correcto que, abstraído de un programa transicional, se transforma en una demanda maximalista que empalma con la exigencia reaccionaria de no tocar la ley de la dictadura y que termina denunciado a los que «la mejoraron». Al revés, aquellos que han apostado por una nueva ley de medios e intervinieron en el debate para lograr la mejor ley posible, hoy están mil veces en mejor posición para reclamar por lo que no se cumple e ir más allá del carácter formalista de la ley para incursionar en debate de fondo sobre el contenido de una real diversidad de voces en el campo de la información y la cultura. Es que la idea de asegurar los derechos formales al ejercicio de la radiodifusión no implica el ejercicio real de ese derecho. Los derechos de ciudadanía, sin la capacidad material para ejercerlos se vuelven un puro formalismo que no hace otra cosa que subrayar el contraste entre derechos hipotéticos y realidades efectivas. Mientras el derecho iguala a todos los ciudadanos, el proceso económico efectivo los hace profundamente diferentes. Para que el ciudadano ejerza derechos debe tener la capacidad material de hacerlo, lo que exige dotar a todas las organizaciones populares, pueblos indígenas, sindicatos, universidades, organizaciones estudiantiles, movimientos territoriales, asociaciones de todo tipo y color, el soporte material, el acceso al saber y la capacidad técnica y económica, para hacerse dueño de la palabra. Sólo en estas condiciones la libertad de expresión puede hacerse efectiva, una potestad reñida con el dominio en el campo informacional de la lógica empresarial, que otorga palabra y reconocimiento sólo a quien tenga la capacidad de reunir el capital requerido. Para el negocio de la comunicación, el valor de uso de la palabra sólo puede realizarse a condición de realizarse primero como valor de cambio, algo que difícilmente logren los wichis de Formosa o los estudiantes de San Juan. Por eso, el derecho real a la palabra sólo puede alcanzarse a condición de socializar los medios de comunicación, para que sean reapropiados por la sociedad entera. Pero claro, los derechos materiales a la palabra no pueden oponerse a los derechos formales. Como dijo Marx ya por 1843, la emancipación política no es la emancipación humana, pero es un gran avance. Así también, la democratización formal expresada por la ley de medios no es la democratización material de la palabra, pero como ley formal es un gran avance. Un avance que Clarín quiere impedir y que el gobierno de Cristina Fernández está a punto de hundir aceptando testaferros y promoviendo nuevos monopolios. Como lo han expresado muchos movimientos sociales y medios comunitarios, vamos por la ley de medios, por su aplicación cabal y desde allí y sin solución de continuidad y como parte de un programa anticapitalista, por la democratización real de la palabra.

Nota:

[1] Martín Becerra, Terremoto mediático en América Latina. El Diplo, Edición N° 152, febrero de 2012.

Jorge Orovitz Sanmartino. Sociólogo, UBA, integrante del EDI y de la Junta Comunal N° 7.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.