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La pandemia y los riesgos mexicanos ante la junk food

Fuentes: Rebelión

La alimentación –pese a su carácter consuetudinario y al pasar desapercibida en medio de la cotidianidad de los ciudadanos– no es un tema menor de cara a los múltiples impactos e implacables azotes evidenciados con la pandemia.

Particularmente, en una sociedad subdesarrollada como la mexicana, la crisis epidemiológica global se traslapa con morbilidades que exacerban la exposición y riesgos de los ciudadanos contagiados por el coronavirus SARS-CoV-2. A su vez, esta crisis sanitaria se empalma con las condiciones dadas por la ancestral desigualdad que prevalecen en México hasta la actualidad. Y, como se arguyó en otros textos, la pandemia desnudó las miserias y flagelos de la humanidad (https://bit.ly/39U4CkG), al tiempo que radicalizó las condiciones adversas que en México propician y reproducen la exclusión social, el estancamiento económico e, incluso, las múltiples violencias (https://bit.ly/3mSaMb5). 

En este escenario, cabe explorar la relación que se gesta entre el padecimiento del Covid-19 y las co-morbilidades (diabetes, obesidad y enfermedades cardiovasculares, etc.) que le acompañan.  

Cabe puntualizar que no solo experimentamos una epidemia de desinformación (una desinfodemia; https://bit.ly/3exTeN6), sino también una epidemia crónica de junk food o comida chatarra, que invade y contagia mente, hábitos y organismos humanos. La primera capitaliza el miedo y exacerba el pánico al calor del apocalipsis mediático (https://bit.ly/31emwwl) que se erige en uno más de los dispositivos de control y poder. La segunda modalidad enferma al ser humano y colapsa su funcionamiento orgánico; al tiempo que lo expone a una vulnerabilidad fisiológica que debilita su sistema inmunitario de cara a las cada vez más recurrentes epidemias y virus de las últimas décadas. 

La alimentación sana y equilibrada es un derecho humano fundamental que, en los hechos y en condiciones de subdesarrollo, es diezmado por el fundamentalismo de mercado. Reforzado ello por la preferencia y hábitos del consumidor respecto a un patrón de producción y consumo regido por la celeridad de la urbanización y la mercantilización de un estilo de vida efímero y expuesto al vértigo de la incertidumbre y el desarraigo familiar. Ello en el marco de una voracidad y un afán de lucro y ganancia criminal que no respeta la vida humana en lo más elemental. Desde el glifosato y el uso masivo de plaguicidas e insecticidas, hasta la cría y engorda de vacas, pollos y cerdos a través de procesos agroindustriales que aceleran su crecimiento, representan mecanismos de producción que no sólo devastan el medio natural, sino también la salud de los consumidores de productos derivados de la agricultura y ganadería extensivas. Particularmente, son nocivas las hormonas que aceleran el crecimiento de estos animales, así como el uso indiscriminado de antibióticos y antivirales ante los cuales se hacen resistentes sus organismos y se tornan proclives a la invasión de patógenos que, posteriormente, son transmitidos al humano.  

Por su parte, las bebidas azucaradas causan, en una sociedad como la mexicana, la muerte de 24 000 personas al año (a nivel mundial la cifra asciende, durante el 2015, a 184 000 de fallecimientos por la misma causa) (https://bit.ly/3lzbJEW). Entre los habitantes menores de 45 años, el 22% de las muertes corresponden a hombres, y el 33% a mujeres. Es un problema de ausencia de responsabilidad social por parte de las empresas dedicadas al ramo, pero también fue un problema de política pública a lo largo de las últimas décadas al renunciar el Estado a sus capacidades para conducir la salud pública y atender sus problemáticas. El consumo per cápita de bebidas azucaradas en México es de 170 litros anuales, siendo el más alto en todo el mundo. Abundan mexicanos que consumen hasta dos litros de bebidas azucaradas al día. No menos dramáticas son  las dos muertes acaecidas diariamente por padecimientos virales relacionados con la carestía de agua potable en sus localidades. La industria de las bebidas azucaradas tiende a suplantar al Estado, que se torna incapaz en la provisión del vital líquido apto para consumo humano.  

Tan solo en la Ciudad de México, las ventas por comida chatarra alcanzan una cifra de cuatro mil millones de pesos al mes (https://bit.ly/3bccAXk). Este negocio es protagonizado por 221 mil establecimientos de distinto tamaño, y estos alimentos representan el 60% de sus ventas totales. Es un negocio de amplias magnitudes que, para abarroteras y pequeñas tiendas de la esquina, representa ventas entre los 20 y 40 mil pesos al mes. En general, es un suculento negocio que, para el 2012, ascendía –en todo México– a 28 300 millones de dólares anuales (https://bit.ly/32IJ2ga), y que forma parte del mismo andamiaje y de los flujos de inversión extranjera privada del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (ahora T-MEC).  

El consumo de junk funk (dotada de bebidas azucaradas, grasas saturadas, sales, condimentos, azúcares, saborizantes, conservadores y demás químicos) lleva aparejada la obesidad y el sobrepeso. En México, siete de cada diez habitantes se encuentran en esa condición (en el mundo son 1900 millones de personas); ampliándose con ello su proclividad a experimentar otros padecimientos o enfermedades crónico/degenerativas como la hipertensión, colesterol alto, anemia en mujeres, insuficiencia renal, infartos, y la diabetes. 

Particularmente, son los niños de entre uno y cuatro años los más afectados por la ingesta de comida basura y de bebidas azucaradas. El 83% de estos niños consumen este tipo de bebidas, en tanto que el 64% ingieren botanas o frituras y postres prefabricados, en tanto que un 50% recurre con regularidad a los dulces (https://bit.ly/2DeyxZc). Expuestos al bombardeo publicitario diario, estos niños perfilan –desde temprana edad– hábitos alimenticios que, pese a su obesidad y sobrepeso, les hunde en la desnutrición y la pobreza infantil. México tiene el deshonroso primer lugar mundial en obesidad infantil y juvenil con, según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición, un 35% del total de habitantes menores de 12 años en esta condición física. El confinamiento global y el refugio de los niños y jóvenes les expone a una mayor seducción y consumo de estos productos saturados en azúcares, grasas y saborizantes artificiales.  

Estos fenómenos remiten a un problema de ingresos familiares que tiene sus raíces en la pobreza que ancestralmente vive el país; pero también es un problema cultural, de hábitos inducidos o no, y de preferencias marcadas por la misma convivencia familiar y la trivialización de la vida misma. No menos importante es la falta de orientación y de regulaciones estatales respecto a estos alimentos ultraprocesados. De ahí que el mundo de la junk food sea un territorio de disputas no solo en torno a un negocio altamente lucrativo, sino también en torno a las significaciones, hábitos y estilos de vida ostentados entre la población («si el niño es gordo es porque está sano»). De ahí que sea un problema de percepción deformada de la realidad y, por tanto, de pautas culturales.  

Las invasivas campañas publicitarias que sustentan el mundo de la junk food en México enfatizan en el carácter efímero de la vida y en la relación ficticia del consumo con la felicidad, la diversión y el placer. Y si ello es accesible con facilidad y a un bajo precio, mayor es la seducción para las audiencias. Los mismos cambios en los hábitos de alimentación se relacionan con la imitación del American way of life y con el carácter deformado de la vida familiar en el vecino del norte. El mismo sedentarismo y la urbanización, o el hecho constatable de que las familias dejaron de cocinar en casa, aceleran esos cambios. Estos no son temas menores en la comprensión de la epidemia representada por la obesidad y la desnutrición.  

Solo por mencionar un indicador: el consumo de un producto rico en proteína como lo es el frijol, se redujo en México hasta en un 50% durante las últimas tres décadas (de 21 kilos per cápita consumidos, se transitó a entre 9 y 11 kilos por persona). Es de destacar que una familia pobre, hacia el año 2014, gastaba alrededor del 30% de su ingreso en comida chatarra vendida en los más de 400 mil pequeños establecimientos comerciales y demás tiendas de ocasión o conveniencia con ofrecen servicio las 24 horas del día.  

En estas circunstancias, las co-morbilidades aumentan los múltiples impactos de la pandemia y exacerban la vulnerabilidad de los individuos enfermos de antemano. Ello, en buena medida, explica que al 28 de agosto y con 63 146 muertes por Covid-19, México ocupe el tercer lugar mundial en este rubro. 

Reivindicar el derecho a la alimentación sana y equilibrada es un imperativo fundamental en la era de la pandemia. Pero ello no se logrará sin soberanía y autosuficiencia alimentarias y sin un rescate de las gastronomías tradicionales de las distintas regiones mexicanas, ricas en maíz, frijol y chile. De ahí la importancia de trascender las ausencias del Estado (https://bit.ly/33WQqVN) y de reivindicar su capacidad de regulación frente a una industria de alimentos ultra procesados e hipercalóricos y de bebidas azucaradas que gozó durante décadas del cobijo estatal. De cara al México como reino de la junk food, es necesario anteponer el México de la diversidad cultural, regional y de la cocina tradicional. Si la sociedad mexicana no logra alejar el fantasma de la desnutrición, no habrá vacuna anti Covid-19 que valga. De ahí que la mejor vacuna sea la alimentación sana y una vida alejada del sedentarismo y los hábitos precarios. México no sólo necesita políticas públicas contra el hambre, sino también contra la misma desnutrición y la malnutrición. Sin la escuela como epicentro de reflexión y hábitos sanos, está labor se torna titánica. 

Es de llamar la atención los ejercicios de movilización social protagonizados por comunidades y autoridades oaxaqueñas que, ante la pandemia, prohibieron tajantemente, el acceso y circulación de los distribuidores de comida chatarra y bebidas alcohólicas en sus territorios (https://bit.ly/3gNFq1h); al tiempo que se esfuerzan por reivindicar derechos a la alimentación y a la soberanía alimentaria (https://bit.ly/32HKOhv). 

En suma, la comida basura o chatarra, al igual que el «veneno embotellado», remiten a un grave problema de salud pública que mantiene en la indefensión a millones de habitantes. Superarlo, marcha a la par de la misma superación de la pobreza, el hambre y de la informalidad laboral, así como del restablecimiento de un Estado con instituciones sólidas que regule el consumo indiscriminado de estos productos y que sea capaz de imponer altas cargas fiscales a los mismos en aras de disuadir su producción y consumo. Sin ánimo de caer en exageraciones, la junk food remite a un problema de vida o muerte, de salud o enfermedad que, en el caso de México, mata a 23 habitantes cada hora (la nación azteca está entre los diez primeros países con muertes relacionadas a la diabetes). La prohibición es un falso debate; no así las regulaciones estrictas y el fomento de un proceso de enseñanza/aprendizaje en torno a una alimentación sana, equilibrada y con altos componentes regionales. 

Isaac Enríquez Pérez es investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos (de próxima aparición). 

Twitter: @isaacepunam