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La posible reforma política del sexenio

Fuentes: Rebelión

Como casi cada gobierno desde por lo menos el de López Portillo, el de Andrés Manuel López Obrador se propone realizar una reforma político-electoral que se buscaría sea de gran calado. No están claros aún sus alcances, pero en breve los sabremos.

Pero en este caso, la motivación para el gobernante no parece ser, como en casos anteriores, la de dar respuesta a presiones ejercidas desde la sociedad —esas que obligaron a ampliar los términos de la competencia interpartidaria y luego arrancaron la organización y control de los comicios de manos de la Secretaría de Gobernación para generar un organismo electoral autónomo al que tendieron a dar un perfil, al menos teóricamente, “ciudadano”—, sino la decisión del Ejecutivo de modificar radicalmente al actual INE y descartar a sus consejeros. No hay, por lo que alcanza a verse, una presión significativa de organismos de la sociedad civil en ese sentido, y menos aún de los partidos de oposición; lo que hay es una serie de señalamientos contra los actuales miembros del Consejo General, que van desde lo alto de sus sueldos hasta señalamientos de parcialidad en la organización y conducción de los procesos comiciales.

Hasta ahora, se ha hecho una serie de señalamientos, aventuradas y no formalizadas propuestas de toda laya: la desaparición del INE y el retorno de la organización de las elecciones a manos de la Secretaría de Gobernación; la reducción del INE y del número de sus consejeros; eliminar o reducir también al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y trasladar sus actuales funciones directamente a la Suprema Corte; la desaparición de los diputados de representación proporcional o por lo menos su disminución; la eliminación de la representación proporcional en el Senado; la reducción al 50 % de las prerrogativas que reciben los partidos; poner fin al financiamiento público a los propios institutos partidarios, y algunas otras propuestas.

Lo que es cierto es que cualquiera de esas reformas requerirá de una modificación constitucional. Como la iniciativa presidencial no se presentará al Congreso sino después del 1 de septiembre, y en la legislatura que iniciará en esa fecha Morena y sus aliados (PT y PVEM) no tendrán una mayoría calificada para realizar reformas constitucionales, el escenario se presenta muy complicado. El presidente y su partido tendrían que hacer un trabajo fino para llegar a acuerdos con la oposición; pero aquél es el primero en torpedear esa posibilidad cuando, un día sí y otro también, se enfrenta verbalmente con la oposición y la descalifica como un bando de “conservadores” y “corruptos”.

Por añadidura, el actual coordinador del Morena en el Senado, Ricardo Monreal, ha confirmado la filtración que llegó a algunos medios de que se encuentra trabajando su propio proyecto de reforma político-electoral. De inmediato, ese hecho ha propiciado una reacción presidencial y un motivo de fricción con el coordinador parlamentario, pues López Obrador considera que la iniciativa al respecto debe ser de él.

A las anteriores reformas político-electorales se llegó mediante consensos no sólo entre los organismos políticos sino también con sectores de la sociedad interesados, que se expresaron en foros, artículos de opinión, organismos académicos universitarios y una diversidad de formas. Habrá que ver si, como lo considera el presidente, basta con que presente su propuesta, e incluso si ésta no suscita mucha oposición en los partidos y en la sociedad civil.

Y habrá que recordar cómo el actual INE es el producto de la presión que, en su momento, ejerció el PAN a través de su entonces dirigente Gustavo Enrique Madero sobre el presidente Peña Nieto para que, previamente a la votación de la reforma energética, se reestructurara el entonces IFE con el fin de debilitar a los institutos electorales de los Estados, controlados en su mayoría por los gobernadores. Desde entonces, el INE ha venido asumiendo más funciones y tareas; no sólo el registro de los ciudadanos para la integración del padrón y las listas nominales y la credencialización correspondiente, así como la organización de los comicios y capacitación de los integrantes de mesas de casilla; también la organización de las elecciones locales y, más recientemente, los ejercicios de democracia directa como la consulta ciudadana y el año entrante la consulta para la revocación de mandato del presidente.

La situación del Tribunal es comprometida, sobre todo por la división interna entre sus magistrados, y posibles situaciones de corrupción en algunos de ellos; pero habrá que ver si esos hechos afectaron de alguna manera el resultado definitivo de las elecciones. En general, hasta antes de los casos de las candidaturas de Morena anuladas, entre ellas las de Félix Salgado y Raúl Morón en Guerrero y Michoacán respectivamente, el TEPJF había venido apoyando las posiciones del presidente y su partido; por ejemplo, autorizando la continuación de las conferencias mañaneras durante el periodo de campañas, aun contraviniendo la ley. Al parecer, fueron esas anulaciones de candidaturas las que generaron la irritación del Ejecutivo contra el Tribunal y la exploración de algunas vías para modificar ese órgano judicial y su composición.

¿Se necesita, entonces, una reforma político-electoral? Pese a las dificultades que enfrentaría una iniciativa en el actual momento, sí.

Sí se requiere reducir el financiamiento a los partidos, los elevados sueldos de los consejeros y personal operativo del INE y del TEPJF y, en general, los costos de los procesos de elección. Pero lo fundamental debe centrarse en la integración de la representación político-legislativa de la nación.

Se requiere particularmente reducir las dimensiones del Senado y eliminar ahí las listas de representación proporcional que distorsionan el sentido original de ese órgano legislativo: dar representación paritaria e igual a las entidades de la República, como expresión del federalismo, no partidaria. Dos senadores de mayoría y uno de la primera minoría por cada Estado son suficientes para asegurar esa paridad en le representación.

En el caso de la Cámara, como lo he expuesto en otras ocasiones, no debe suprimirse la representación proporcional, que da expresión a las minorías, sino reformarla en sus formas de elección. Hasta hoy, esa representación surge de listas elaboradas por las cúpulas partidarias, lo que da lugar a la conseja popular de que “nadie votó” por los diputados plurinominales. Eso se resolvería si, en vez de los listados partidocráticos, entran como legisladores de representación los candidatos no ganadores —y cuidando respetar la paridad de género— que hayan obtenido los mejores porcentajes de cada partido en su circunscripción. De esa manera, se obligaría a todos a hacer campañas y exponerse a la opinión pública y el voto popular, y se quitaría a la partidocracia el principal de sus recursos de poder.

Para la reducción de las prerrogativas —que no deben eliminarse— habría que reformar los incisos a), b) y c) de la fracción II del artículo 41 constitucional, que vinculan el monto del financiamiento a los partidos en UMAs al número de ciudadanos inscritos en el padrón electoral. Eso tiene poco sentido cuando las campañas se realizan sobre todo masivamente a través de los medios electrónicos y no de manera individual. Más que al número de ciudadanos, el financiamiento público debería actualizarse según indicadores como la tasa de inflación, el costo de algunos medios de difusión y otros, para evitar su crecimiento progresivo anual.

Hay otros aspectos a modificar; pero habrá que esperar a la iniciativa o iniciativas que se presenten en el Congreso para la pretendida reforma política para pronunciarse al respecto. Pero lo deseable sería que los actores políticos —legisladores, partidos, la Presidencia y las expresiones de la sociedad civil— tengan la capacidad de analizar con cabeza fría, sensibilidad a las expectativas de los ciudadanos y voluntad de llegar a acuerdos que hagan avanzar y no retroceder la democracia electoral del país. Pero todo eso es, en realidad, muy poco probable.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH