Cuando se observa a las personas que conforman las manifestaciones que se han dado en Bolivia contra el Presidente Evo Morales, nadie puede explicar con claridad el componente racial que, dicen, es uno de los elementos más importantes de esta sublevación. No se trata de los grandes empresarios, los dueños de acciones de la bolsa […]
Cuando se observa a las personas que conforman las manifestaciones que se han dado en Bolivia contra el Presidente Evo Morales, nadie puede explicar con claridad el componente racial que, dicen, es uno de los elementos más importantes de esta sublevación. No se trata de los grandes empresarios, los dueños de acciones de la bolsa de valores, los propietarios de los medios de comunicación, los dirigentes de los servicios secretos y los funcionarios de alto rango de las potencias imperialistas, que siempre las instigan, sacan provecho y nunca están presentes, sino de la multitud de testaferros que siguen sus órdenes al píe de la letra, cuyas características raciales en nada se diferencian de las del presidente boliviano, pues son iguales.
Este galimatías es de fácil explicación. Se trata de que un alto porcentaje de la población indígena latinoamericana, con el decurso del tiempo, ha perdido las características étnicas de su exterioridad. La razón es sutil. El indio siempre fue mal visto por el conquistador español, siempre estuvo explotado, mal pagado y, en general, despreciado. Buena parte de ellos, con mucho trabajo y esfuerzo lograron superar su estatus individual, no así los prejuicios sociales que les rodeaban. Una manera de eliminarlos era el cambio de vestimenta. Una vez que el indio se cortaba moño y abandonaba el uso de la blusa guanga, de alpargatas y poncho, se perfumaba y se comenzaba a vestir con ropa española, sobre todo con camisa blanca, chaleco y saco de casimir inglés, corbata de seda y zapatos de charol, era menos mal visto y ascendía a la categoría de longo con plata. Con la independencia de España llegaron tiempos mejores para el mestizo y los cargos públicos estuvieron a su alcance.
Pese a que científicamente no existen razas, los prejuicios raciales sí son una realidad cotidiana. «Yo no soy india, yo sólo compro a los indios sus productos», explicaba airadamente una indígena a un grupo de turistas que así la habían tratado. Su furia era notoria y se sentía disminuida de la clase social a la que creía pertenecer. «Yo soy blanca porque mi mamá es blanquita, blanquita», explicaba una niña india a sus amigos de escuela, para que no la confundan. Estos anécdotas abundan en las sociedades de la América Latina. Es que ser blanco o, por lo menos, creerse blanco, población que no pasa del 5% de la totalidad de los habitantes de esta región, como que otorga cachet y si, además, se tiene apellido de rancio abolengo, esto es, europeo, aunque sea español, no se debe olvidar que «Europa termina en los Pirineos», entonces sí que se es bien visto. No se exagera.
Esto explica por qué en Ecuador, que en la década de los cincuenta tenía un 50% de población indígena, ahora tenga solamente un 7%, pues es imposible que los indios no se hubieran reproducido. Lo que realmente pasó es que los demás indios se volvieron grindios, así se llama con sorna a los indios que se creen gringos, y que son muchos, lastimosamente. Por lo visto, este fenómeno se dio también en Bolivia.
Un ejemplo, ¿quién es esa dama tipo europeo, Jeanine Áñez, que funge de segunda vicepresidente del Senado boliviano y que ocupó el primer lugar en la línea de sucesión tras las dimisiones de Adriana Salvatierra y Rubén Medinaceli, presidente y vicepresidente de la antedicha cámara? La respuesta es obvia, olvídense de su rango y niveles académicos y sólo hagan el siguiente ejercicio mental, devuelvan a su cabello el color natural, eliminen las joyas y tintes faciales que adornan su rostro, pónganle ropa y adornos indígenas, y obtendrán un resultado para nada asombroso.
Esto explica por qué hay multitudes que salen a reclamar que Evo sea linchado, que queman las casas de los miembros de su partido político, que exigen elecciones democráticas, esto es, sin la participación de los candidatos del Movimiento al Socialismo, que pudieran ganar la elección; la legalidad, en este caso, les importa un bledo. Se trata sólo de que los grindios no aceptan que a Bolivia la presida un indio.
Si los logros que el Presidente Morales ha conseguido durante su gobierno, mejorar el nivel de vida de los bolivianos, medicina gratuita para toda la población, buena educación, buen uso de los recursos del país, una política internacional independiente y, por sobre todo, una administración a ojos vista honrada, hubieran sido obtenidos por un presidente no indio, entonces los grindios bolivianos le levantarían monumentos por tratarse del mejor presidente de la historia de Bolivia.
Se habla de esto porque en la CONAIE, movimiento indígena de Ecuador que ahora también representa los intereses del pueblo empobrecido, hay un dirigente, apellido Iza, que ha demostrado ser mejor estadista que el resto de los políticos nacionales. Lo más probable es que en la próxima elección del 2021, el pueblo elija un nuevo presidente que sea del movimiento indígena, pues en el país muchos han superado el complejo de grindio y piensan votar por Iza. Sin embargo, se debe tomar en cuenta lo pasado en Bolivia como un factor que va a pesar como lastre en su administración.
Lo demás, que ha sucedido, es parte de un libreto que ha seguido un patrón muy conocido: Acciones que generan un clima de malestar, mediante denuncias falsas de corrupción, fraude y represión del pueblo; defensa de la libertad de prensa y de los derechos humanos, aparentemente conculcados por las acciones totalitarias de Evo Morales; protestas y manifestaciones violentas, que amenazan la estabilidad de la sociedad, para las que los manifestantes son trasladados como borregos a los lugares precisos y son financiados por personas perjudicadas por las medidas populares tomadas por el gobierno, en el caso boliviano, por Camacho, oligarca de Santa Cruz, afectado por la nacionalización del gas; guerra psicológica en contra del gobierno, al que se le hacen todo tipo de acusaciones de atentar contra la democracia y, finalmente, se forza la renuncia del presidente por quienes deberían ser leales y velar por el orden constitucional, las fuerzas armadas bolivianas. Caso contrario, se amenaza con una intervención militar o con una guerra civil, todo bajo el visto bueno de la OEA, organismo que es alcahuete de Estados Unidos.
Este es el libreto de la no violencia, ideado por Gene Sharp, para derrocar gobiernos cuyo poder no es monolítico. Ante esta situación, todo gobernante que desee decretar medidas en beneficio del pueblo debe saber a qué se enfrenta y tomar el toro por los cuernos para impedir que se repita el golpe de Estado fascista de Bolivia.
Lo lastimoso es que se trata del primer derrocamiento de un gobierno democrático en la presidencia de Donald Trump, quien durante su campaña electoral ofreció que estos acontecimientos bochornosos no se darían bajo su mandato. Faltó a su palabra o la CIA le hizo otra canallada de nuevo, no se sabe, aunque se sabrá. Pero si eso hicieron con un buen presidente, sin respetar el voto popular ni guardar la mínima apariencia de legalidad, presten todos los pueblos la atención de lo que podría suceder en adelante, pues la derrota de Morales quita brillo a la victoria de Fernandez y a la liberación de Lula. Guerra avisada no debería matar gente.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.