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La rebelión popular del 27 de febrero en la novela «Lo que fue dictando el fuego» de Juan Antonio Hernández

Fuentes: Rebelión

I A un costo de miles de víctimas y tras larga lucha de resistencia, el 23 de enero de 1958 la dictadura de Marcos Pérez Jiménez llegó a su fin. Ello fue posible mediante la unión cívico-militar que logró conformar una Junta Patriótica integrada por representantes de los principales partidos de entonces: AD, URD, Copei […]

I

A un costo de miles de víctimas y tras larga lucha de resistencia, el 23 de enero de 1958 la dictadura de Marcos Pérez Jiménez llegó a su fin. Ello fue posible mediante la unión cívico-militar que logró conformar una Junta Patriótica integrada por representantes de los principales partidos de entonces: AD, URD, Copei y el Partido Comunista. La instauración de la democracia significó la elección de Rómulo Betancourt como presidente del país entre 1958 y 1963.

Edulcorada en encubridora retórica, la primera alocución del recién elegido, en tono hostigoso e instigador, contenía un olvidado detonante escamoteado después por la historia oficial: la declaración de guerra al Partido Comunista, cuyo prestigio en la lucha clandestina y en la constitución de la unidad popular -sin las cuales desde su largo y bonancible exilio aquel no hubiera accedido al poder- le había deparado importante votación en Caracas y otras ciudades del país. La consigna «aislar y segregar a los comunistas» se convirtió desde entonces en obcecado objetivo del otrora considerado «agente extranjero del Soviet» por la derecha de Costa Rica, en donde viviera gran parte del destierro. Congraciaba así, de una vez y para siempre, los enterrados ímpetus de otrora, expurgados de toda duda o resquemor, con sus enemigos de la oligarquía venezolana y desde luego con su ductor mayor, el imperio estadounidense. Él mismo no dejó de reconocerlo en las postrimerías de su gobierno, en alocución del 20 de mayo de 1963: «Es bien conocido del país que desde que fui candidato a la presidencia de la República tuve una posición muy definida con respecto al Partido Comunista (…) porque su filosofía política no concuerda con la estructura democrática del Estado, y porque su posición en política internacional no sólo es extraña sino opuesta a los intereses de Venezuela».

Calificaba de antemano con oprobiosos epítetos, en la propia víspera, a miles de venezolanos, partidarios, simpatizantes o compañeros de lucha del partido rojo.

A partir de allí una nueva era de confrontaciones y persecuciones políticas recomienza en nuestra historia, esta vez bajo una vesánica novedad continental, patrocinada por la Escuela de las Américas del gobierno de Estados Unidos como parte del adiestramiento de militares y policías venezolanos: desaparecer toda huella o vestigio de presos políticos torturados y asesinados.

En palabras de Simón Sáez Mérida, uno de los lúcidos e insobornables protagonistas de aquellas luchas, quien desde la militancia clandestina en su partido Acción Democrática llegaría a ser su Secretario General, «cuando Betancourt llega a la presidencia en 1959 su proyecto de democracia estaba redondeado: autoritarismo, anticomunismo y subordinación a EE.UU. y la guerra fría. La democracia conquistada el 23 de enero de 1958 no se desvirtuó por las «provocaciones» de una izquierda supuestamente inmadura, ni por la emergencia de la revolución cubana, ni porque AD se hubiera dividido y más tarde surgieran las formas de lucha armada. No queremos decir que estos hechos últimos fueran inocentes y no incidieran en la profundización autoritaria y anticomunista del modelo, pero éste estaba definido en sus líneas principales desde que Betancourt regresó al país en 1958. Y comenzó a desarrollarse sin que AD se hubiese dividido, ni hubiesen aparecido las guerrillas ni la revolución cubana fuese entonces más allá de una gran explosión emocional y confusa que todavía presidían Urrutua Lleó y Miró Cardona». (Simón Sáez Mérida, La cara oculta de Betancourt, Caracas, Fondo Editorial Al margen, 1997, p. 130).

II

Me tocó en «suerte», como a tantos compañeros, vivir aquellos tiempos aciagos. Primero como estudiante de los liceos Cajigal de Barcelona y Andrés Bello de Caracas entre 1953 y 1958 en plena dictadura de Pérez Jiménez; luego como estudiante de la Universidad Central entre 1958 y 1963 en la era betancourista, y más tarde como abogado de presos políticos y sindicatos de izquierda hasta 1969. ¿Cómo no recordar aquella intemperancia, aquellos asedios, zozobras, enconos, felonías? A las pocas semanas de haber sido elegido, el nuevo gobernante ordenaba reprimir una manifestación de desempleados en La Concordia con un saldo de 4 humildes venezolanos muertos y 19 heridos. Vivía yo por entonces en casa de familiares en El Silencio y hasta la plaza O’Leary vi llegar las fuerzas represivas, armas en mano, persiguiendo y propinando peinillazos a los trabajadores, acusados después de «tontos útiles» de los comunistas.

Era solo el principio.

Porque desde entonces los demonios, de uno y otro lado, se desataron.

III

En su laberíntica complejidad, la historia de las luchas sociales puede deformar rostros o hechos, como en un inmenso teatro de espejos cóncavos y convexos que sirve de proscenio a actores que a su vez escenifican dramas y comedias. Tragedias o farsas, sus aguas tormentosas conducen a la misma mar que es la eterna lucha entre débiles y poderosos, explotados y explotadores, colonizados y colonizadores, lo emergente y lo esclerosado.

Uno puede seguir sus rastros claros u oscurecidos, deformados o tapiados a través del tiempo, pero siempre, bajo el solio de sus leyes dialécticas ineluctables, en la eterna oposición de contrarios.

Al significar los estrechos paralelismos que signaron los años sesenta con los que les antecedieron y siguieron, puede uno también descubrir fantasmas familiares, anhelos y propósitos hermanados en vidas y contiendas.

Uno de esos rastros me lo proporcionó la reciente lectura de un pequeño libro conmovedor: Lo que fue dictando el fuego, de Juan Antonio Hernández, relato testimonial con mucho de autobiográfico que de admirable modo narra las vivencias de un pequeño grupo de jóvenes estudiantes revolucionarios en la década de los ochenta. La participación del autor junto a sus compañeros en el movimiento subversivo, narrada en un clima de evocaciones y tensiones no pocas veces inmersos en melancolía, encuentra sus correspondientes no solo en aquel pasado inmediato de los sesenta, sino en la procelosa e inmensa corriente de nuestra historia y de la historia humana.

No sé si es la primera obra del autor. En todo caso sé que ella revela un diestro y vibrante oficio, el de quien asume la palabra como sagrada yesca capaz de irradiar, en los breves capítulos que separan sus planos temporales, destellos precisos que iluminan la escena, pero también la chispa que sacude al lector. La escritura transcurre como en expectante hilo conductor hacia la escena final, zanjada entre la rabia y el coraje de los jóvenes vengadores del amigo asesinado y el sereno asilo de la compasión, sublime acto final liberador, ante el asesino postrado y lloriqueante. Comparto plenamente estas palabras de Gonzalo Ramírez Quintero, autor del magnífico Pórticode la obra: «Ciertamente no puede sino conmover un texto que fue escrito desde una emotividad que a ratos puede ser sobria, casi estoica, y a ratos puede ser zozobrante, pero que nunca me dejó indiferente a lo largo de dos travesías de lectura (…) A propósito: a los acumuladores de capital curricular que son legión en nuestras universidades, se les olvida, con demasiada frecuencia, que uno lee también para conmoverse».

Si los años sesenta amotinaron conciencias y despertaron voluntades dispares en el mundo, los ochenta dejaron en nuestro país, con el llamado «Caracazo», extraño y sospechoso repliegue que en los noventa, con la elección de Hugo Chávez, convirtió la sospecha en despertar que transformaba la «utopía» en algo menos lejano. En su pequeña novela Juan Antonio Hernández revive en un gran mural, en otras presencias y circunstancias, episodios que como en la rueda maya de los katunes parecieran recobrar sus antiguas encarnaciones y atavíos para reemprender, bajo el mismo cielo encapotado de la misma causa, los combates de otrora. ¿No son Gonzalo Jaurena y Yulimar, o Yoko -personajes evocados allí- todos los jóvenes Jaurena y Yoko que en el mundo de las revoluciones han sido? ¿Los soñadores para quienes la acción ha devenido en único lenguaje posible, no son el Espartaco, el Miranda. el Bolívar, el Ché, la Joaquina Sánchez, la Louise Michel o la Livia Gouverner de aquellos y estos días? ¿No representan los desalmados asesinos llamados en el relato «El Comisario» o Arturo Piña a los matones a sueldo de señores poderosos y políticos vende-patrias en todo tiempo y lugar?

Héroes y antihéroes antagonizan en la narración como lo hicieron, lo hacen y lo harán otros en la historia, porque estos y aquellos han aprestado sus armas a ambos lados de la tormenta que los confronta desde siempre. En los primeros, la indignación ante la injusticia los insurrecciona frente al mundo al revés que devora cuanto ata lo humano a la razón sensible. En ellos el ideal se erige en escudo protector ante toda indignidad. En los otros, amoldados al engranaje o las cadenas cual solícitos perros de presa adiestrados por sus amos, ningún ideal puede merecer algo distinto que el desprecio. Aquellos nutren las páginas sepultadas de la historia hasta que algún replanteamiento del mundo descubre sus rostros y sus huesos en la penumbra y revive sus espíritus y sus hechos para siempre. Los otros van a dar al vacío eterno que conduce al lamedal en el que siempre chapotearon.

Acaso, conjeturo, Lo fue dictando el fuego sean estas lámparas azogadas, multiplicadoras como espejos, que los seres sensibles de este mundo encienden a través de oscuros laberintos, en la certeza de que al otro lado, contra todo despropósito y primitiva animalidad, la aurora humana resplandece y resplandecerá.

Gustavo Pereira, Poeta venezolano y autor del Preámbulo de la Constitución Bolivariana de 1999.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.