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La reforma electoral en el orden del día

Fuentes: Rebelión

En solidaridad con Karla María Estrella Murrieta y Jorge Luis González Valdez, víctimas de la inexplicable pero omnipresente censura política.

No sabemos todavía el contenido de la propuesta presidencial, pero es seguro que en septiembre próximo el Congreso tendrá en su orden del día la iniciativa para operar la anunciada reforma electoral del sexenio. Una reforma sin duda necesarísima pero harto compleja, por lo que su dirección ha sido hasta ahora fluctuante e incierta. Dado el contexto político en que se mueve el país, lo que cabe esperar son más retrocesos que avances en la democratización política del régimen. Pero por ello mismo, más necesario es plantear ante la sociedad el tema y su trascendencia para el futuro del país.

El contexto general es el de un acelerado deslizamiento del régimen político mexicano hacia la semidictadura de partido oficial dominante, impelido por la fraudulenta mayoría tripartidaria instalada en el Congreso en septiembre de 2024. Logrado ya el desmantelamiento del poder judicial independiente y la desaparición de los organismos autónomos que servían o podrían servir como diques al autoritarismo, viene el ajuste, a la conveniencia del Ejecutivo y el partido de Estado, del aparato electoral y el sistema de partidos. Pero es éste un mecanismo delicado que puede descarrilarse si no se acomodan adecuadamente sus engranes.

El punto de partida para la reforma es el planteado, no sin fluctuaciones, por el ex presidente Andrés Manuel López Obrador: achicar el Instituto Nacional Electoral y reducir su presupuesto; suprimir los organismos electorales de las entidades y centralizar la organización de los procesos electivos en un reconformado Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC); reducir de 11 a siete los consejeros electorales, sujetos ahora al voto popular; disminuir también el financiamiento a los partidos políticos; y eliminar las diputaciones y senadurías de representación proporcional.

Ese sistema, el ideal en la mente del tabasqueño y de sus asesores políticos, no se concretó, no sólo porque no tuvo oportunamente la mayoría calificada en el Poder Legislativo, sino por la resistencia de los partidos aliados al Morena, no se diga los opositores. La partidocracia en México es una realidad inapelable. Y se alimenta de las prerrogativas legales ($) que los partidos reciben para sus campañas electorales y gasto cotidiano, de la potestad que tienen los dirigentes partidarios para nominar a los candidatos a cargos de elección popular y, sobre todo, elaborar las listas de representación proporcional.

Una reforma electoral progresiva debería avanzar en el sentido, entonces, de reducir, no eliminar, los subsidios públicos a los partidos y quitar de las manos de los dirigentes la atribución de confeccionar las listas con las que ellos mismos se aseguran diputaciones o senadurías, elevados ingresos y fuero constitucional. La representación proporcional debería conservarse como un mecanismo compensatorio que permita asignar a cada organización partidaria una representación en los órganos colegiados de gobierno apegada al porcentaje de votación obtenido en la elección correspondiente.

Componente vertebral de la partidocracia es la disposición contenida en el inciso a) de la fracción II del artículo 41 constitucional, que vincula directamente el financiamiento público a los partidos al número de ciudadanos inscritos en el padrón. De esa manera, cada año, al crecer el número de empadronados, aumenta también el monto de los subsidios. De esta cantidad, un 30 por ciento se distribuye en porciones iguales a los partidos que mantengan el registro electoral, y el 70 por ciento de acuerdo con la votación que porcentualmente hayan obtenido en la elección de diputados inmediata anterior. De este modo, no sólo se asegura a los partidos un presupuesto creciente —independientemente de las cuotas de militantes y donativos que puedan recibir—, sino se establecen las condiciones, desiguales, para las siguientes competencias electorales, favoreciendo a los partidos más fuertes. Es preciso, por consiguiente, desligar el financiamiento partidario del padrón y establecer para su distribución una fórmula más equitativa. No se justifica el incremento anual, incluso cuando no es periodo electoral, ni para las campañas, que no requieren extensos recorridos de los candidatos porque se desenvuelven mayormente en los medios electrónicos.

Pero más polémico aún es el tema de la representación proporcional. Ésta debería desaparecer por completo del Senado, donde su instauración vino a romper el principio de dar paridad a entidades desiguales, que era su propósito original. Puede conservarse, sin contrariar ese principio, la existencia de dos escaños al partido mayoritario en cada entidad, y uno a la primera minoría, y reducir el número actual de 128 senadores a 96.

En la Cámara de Diputados (y, por extensión, en las legislaturas locales) parece que la presidenta Sheinbaum ya comprendió que la desaparición de la representación proporcional sería contraproducente. A pesar de las bravatas de la dirigente del Morena Luisa María Alcalde, que ha dicho que el partido guinda puede ganar sin alianzas la mayoría en las cámaras, los datos nos dicen otra cosa. Morena sigue y seguirá necesitando de sus muletas actuales, PVEM y PT, o de otras en el futuro, para conservar la mayoría absoluta en el Congreso, y más para la mayoría calificada; sobre todo después de las recientes elecciones municipales en Durango y Veracruz, donde el partido oficial tuvo serios tropiezos y retrocesos.

Lo que hay que hacer en la Cámara Baja no es desaparecer la presencia de las minorías, sino conformar su representación —y la de la fuerza mayoritaria— de acuerdo con la votación efectivamente obtenida y sin listas preestablecidas. Algo así ha sugerido en algunas declaraciones la presidenta. Los representantes de partido deben ser los más votados entre los no ganadores, pero que hayan hecho campaña en sus respectivos distritos. Al igual que en la actualidad, se puede basar en el cociente electoral, y la asignación en cada circunscripción conforme al resto mayor en orden descendente hasta completar las 200 posiciones de representación proporcional.

No me parece para nada convincente la propuesta que han hecho pública el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD, A. C.), tres ex presidentes del IFE-INE y un centenar de académicos, en el documento titulado Por una reforma electoral de consenso, e incluyente, para la democracia, de ampliar a 250 el número de diputados de representación proporcional y reducir a 250 los de elección uninominal. Mucho menos la de que “todos los integrantes del Senado de la República sean elegidos a través de un sistema exclusivamente proporcional por circunscripciones estatales”. Esa iniciativa no elimina, sino refuerza, el manejo de diputaciones y senadurías por las burocracias partidarias que se asignan por sí mismas los primeros lugares de las listas; es decir, una propuesta por completa partidocrática.

Pero la experiencia, si lo que se busca es una representación más democrática y no el agandalle de hoy, nos debe servir. En 2024 el fraude no se hizo en el padrón, en las casillas ni el en cómputo de votos; se efectuó en la asignación de plurinominales por la mayoría obsecuente de consejeros en el INE y de magistrados en el TEPJF. La sobrerrepresentación obsequiada a la trinca del oficialismo, del 75 o 76 por ciento de los asientos camerales, pese a haber obtenido sólo un 54 por ciento de la votación efectiva, está en el origen de la destrucción, a la que impotentes hemos asistido, de la división de poderes y medios de control constitucional. La distorsión no se podrá corregir mientras no se logre implantar en la ley mecanismos que erradiquen definitivamente la posibilidad de la sobrerrepresentación, que hoy se otorga al oficialismo con la misma lógica con que antes operaba la “cláusula de gobernabilidad” que la izquierda electoral siempre combatió.

Es prácticamente seguro que la iniciativa de la presidenta llevará al Congreso la propuesta de reducir —como ya lo deseaba AMLO— el número de consejeros “ciudadanos” en el INE (o INEC), y que, al igual que los juzgadores por la reforma judicial aplicada recientemente, sean electos en urnas. Se trata, tal como en el Poder Judicial, de que los partidos de oposición —que en las elecciones legislativas de 2024 tuvieron más de 40% de los sufragios— no participen en su designación, sino que sean los pertenecientes o afines al oficialismo los que puedan tener esas posiciones. Es decir, eliminar los acuerdos interpartidistas y el reparto de cuotas para sustituirlos por el unipartidismo de la fuerza que tenga mayor capacidad para movilizar ciudadanos (por corrección política, no se debe decir “acarreo” para no ofender castos y sensibles oídos) y habilidad para tocar el acordeón. Sería un remache más en el ataúd del pluralismo y, por tanto, de la democracia representativa, además del riesgo —nuevamente, como en el Poder Judicial — de que arriben a los cargos no los mejores sino los leales, según el credo morenista.

Casi cada presidente en nuestra historia reciente ha realizado una reforma político-electoral. La más importante fue, inobjetablemente, la de 1977-1978 (conducida por Jesús Reyes Heroles), que estableció las diputaciones de representación proporcional y las prerrogativas a los partidos registrados, que fueron reconocidos como entidades de interés público. López Obrador no pudo hacer la suya, por no tener la mayoría calificada en las cámaras y porque se rehusó a una reforma negociada con las fuerzas de oposición. La tarea quedó en manos de Claudia Sheinbaum y de la actual legislatura, que ahora la impondrán, como lo han hecho en cada enmienda constitucional, usando su aplastante cuanto ilegítima y trucada mayoría calificada. Además, lo harán con la casi inexistencia en la conciencia pública de la oposición partidaria y la conformidad pasiva de la mayoría de los ciudadanos, anuentes a la figura presidencial y desconfiados en buena medida de los partidos existentes. Aun así, poner en el debate público el tema de la reforma político-electoral y su trascendencia es fundamental para la incubación de una conciencia informada y participativa.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH

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