El anuncio de la «revolución agraria» del gobierno de Evo Morales, producto de la presión de las masas, ha erizado a los latifundistas bolivianos y extranjeros. En Bolivia, mientras el 91 % de las tierras cultivables están en manos de 300 o 400 familias, el 9 % restante de «surcofundios» apenas puede aplacar las necesidades […]
El anuncio de la «revolución agraria» del gobierno de Evo Morales, producto de la presión de las masas, ha erizado a los latifundistas bolivianos y extranjeros.
En Bolivia, mientras el 91 % de las tierras cultivables están en manos de 300 o 400 familias, el 9 % restante de «surcofundios» apenas puede aplacar las necesidades de los indígenas campesinos, el 71 % de la población. Según cifras del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), Regional Santa Cruz, cerca de 20 millones de hectáreas de tierra están en manos de unas 3.500 personas, es decir que cada uno de los beneficiarios controla, aproximadamente, 5.800 hectáreas.
La distribución de la tierra es una vieja aspiración de los pobres en el campo boliviano. Los campesinos desean trabajar la tierra y mejorar su nivel de vida. Pero esta aspiración justificada se enfrenta a la feroz resistencia de los grandes terratenientes, que, junto con los banqueros y los grandes capitalistas, constituyen la piedra angular de la oligarquía boliviana. En la tierra de Tupac Katari no es posible ningún avance real hasta que se haya roto el poder de esta oligarquía. Esa es la importancia real de la revolución agraria.
¿Reformismo o revolución?
Sin embargo, el alcance de la «revolución» gubernamental es bastante modesto, en realidad son reformas, se concentra en la cuestión de las haciendas improductivas. De esta manera el gobierno a través de la Ley 1715 pretende apoderarse de los terrenos agrícolas no utilizados. A esto hay que agregar que el día 03 de junio, la Administración Morales entregó títulos de tierras fiscales por 2 millones de hectáreas a las comunidades indígenas (de las 4.5 millones que anuncio), precisamente donde viven esos 2 de cada 10 bolivianos que sufren hambre, según el último informe del Programa Mundial de Alimentos.
Estas medidas son muy modestas y son escasas para lo que hace falta si se quiere cumplir la necesidad elemental de la «revolución democrática y cultural». Aún así, se han encontrado con los aullidos de rabia de los enemigos de la revolución. La propiedad rural es cáncer que arruina la vida a millones de personas. Pero un asalto frontal a la propiedad de los terratenientes inevitablemente planteará la cuestión de la expropiación de los bancos y las industrias. Por eso los imperialistas han encendido las luces de alarma sobre estas medidas propuestas
Lo que realmente asusta a estos parásitos oligarcas es que las promesas del presidente han animado a los campesinos a invadir tierras como en Copacabana, Santa Cruz, Oruro, etc.
Como dice el teórico marxista Alan Woods, «Ha sacado a las masas rurales de su pasividad y les ha llevado a la lucha revolucionaria. Eso está cuestionando el «sagrado principio de la propiedad privada» y, por lo tanto, está suponiendo un gran paso en dirección a la revolución socialista. Esta es la perspectiva que provoca pánico a la oligarquía y sus maestros imperialistas, y comienzan a armarse».
Hay que movilizarse por una verdadera revolución agraria y la nacionalización de la banca
Aquellos que predican la moderación y la contención a los campesinos para evitar una guerra civil en el campo están olvidando un punto. Que ya existe una guerra civil en el campo. Desde el 2000, los latifundistas han asesinado a decenas de campesinos hombres y mujeres en las masacres de Pananti y otras. Ésta sólo se puede detener con la acción decidida de los propios campesinos, apoyados por sus aliados naturales, sus hermanos y hermanas de las ciudades, la clase obrera. Los campesinos no se quedarán con los brazos cruzados mientras las bandas reaccionarias pagadas y armadas por los terratenientes les golpean, intimidan y asesinan.
Por lo tanto, es necesario confiar solo en nuestra organización y movilización revolucionaria. Pero no basta con tomar la tierra. El primer paso en su consecución es la nacionalización de los bancos. Sin el control sobre las finanzas y el crédito, es imposible controlar y planificar la economía. Sería como poner los caballos delante de la carreta. La nacionalización de la tierra y los bancos es una medida absolutamente necesaria, incluso como parte de una «revolución democrática y cultural». Pero después surgiría la siguiente pregunta: ¿por qué pararnos aquí? ¿Por qué no expropiar las grandes empresas que todavía están en manos privadas?
La revolución agraria, si quiere triunfar, debe desafiar el poder de la oligarquía, y no sólo en el campo. Para que la producción agrícola no sufra un daño irremediable, las tierras expropiadas deben ser gestionadas en líneas colectivas. Eso sólo se puede conseguir si tienen garantizada la financiación necesaria, créditos baratos, fertilizantes, tractores y cosechadoras baratas, camiones para el transporte y mercados garantizados para sus productos. Eso sólo se puede conseguir si están integradas en un plan global de producción.