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La revolución «democrático-cultural»

Fuentes: Rebelión

                                                                           «A las abuelas y abuelos de Bolivia y a la renta vitalicia de dignidad» Un tiempo revolucionario es un tiempo abierto. Es un tiempo de creación. Pero es creación humana, como el parto; donde se experimenta dolor e incertidumbre, pero, también, esperanza. Lo que sostiene el peso de la existencia es siempre la esperanza. […]

                                                                           «A las abuelas y abuelos de Bolivia y a la renta vitalicia de dignidad»

Un tiempo revolucionario es un tiempo abierto. Es un tiempo de creación. Pero es creación humana, como el parto; donde se experimenta dolor e incertidumbre, pero, también, esperanza. Lo que sostiene el peso de la existencia es siempre la esperanza. Sin esperanza no hay modo de hacerle frente a la adversidad; esto es lo que manifiestan los pobres, cada día que deben de enfrentar un mundo que les oprime y, al cual, sólo es posible enfrentar por el ejercicio de la fe. Esa fidelidad trascendental es la que los levanta cada mañana para seguir luchando por los suyos. Cosa que no sabe asimilar el rico, porque este sólo sabe planificar sus aspiraciones desde la interesada defensa de su seguridad. Por eso es legalista. Porque él es partícipe de una ley que asegura sus posesiones; porque esa ley formaliza y normativiza una forma de vida que privilegia a unos cuantos a costa de los muchos.

Por eso no es raro que los ricos de este país peguen el grito al cielo cuando se les pide compartir algo que, para colmo, no es suyo, pero defienden como su propiedad privada. Dicen los prefectos, cívicos y rectores que la ley les faculta los recursos que poseen, pero nunca recuerdan que fueron los pobres quienes lucharon por esos recursos (que vienen de los hidrocarburos, o sea, de la tierra). Como se sostienen en la seguridad de sus posesiones, es esa seguridad la que les imposibilita comprender siquiera la situación de aquellos que se enfrentan a diario con la contradicción vida-muerte, y les impide, además, evaluar de modo crítico su forma de vida; por eso no se mueven en los términos de la fe sino de la idolatría. El idólatra necesita de lo tangible, lo evidente, lo objetivado en algo que pueda «ver», por eso acude a los fetiches y el fetichismo se vuelve su forma de vida. Como el ser humano es lo más inseguro, opta por el dinero, que es lo más seguro (en su mundo de cosas); con este compra todo lo que se le antoja: gobiernos, leyes, hasta dioses, los necesarios para garantizar su seguridad. Su único miedo es el que perturba su seguridad, el inconsciente que suele traicionarle cuando el pobre le recuerda el origen de su riqueza: la miseria de los demás. Por eso necesita hacer alarde de su legalismo, del espectáculo de su idolatría; por eso acude a los símbolos sagrados para lavar su imagen, para encubrir lo que guarda su verdadera imagen.

Pero cuando el país está cambiando, los símbolos no le bastan, y si empieza a perfilarse la utopía del pueblo, entonces no le queda más que sacarse la careta y mostrarse como es en realidad. Si este fuera un tiempo reformista y carente de perspectiva entonces, hasta intuitivamente, el poderoso no estaría obligado a descubrir su verdadera cara; pero un tiempo de transformación le obliga a ello, porque no es sólo el presente el que le juzga sino todos los tiempos. En el tiempo de la creación asisten todos los tiempos, de modo que pasado y futuro se entrecruzan y el presente revolucionario desata la realidad (de su estancamiento) y le devuelve su movilidad. El presente se abre a lo por-venir.

Pero esta apertura es confusa, de modo que no todos la advierten. Es más, quienes le prefiguran de antemano un destino unívoco, aquellos que leen en la realidad sólo lo que quieren leer, en definitiva, no saben comprender lo potencial que aparece, el modo genuino de desenvolvimiento de «lo que todavía no es». No sólo la derecha sino también la izquierda se mueve en la lógica de la seguridad, como el rico, porque todo lo estiman desde sus teorías (que son sus credos; aunque ateos declarados, no saben actuar sino religiosamente ante sus fetiches: el dogma), por eso tratan de amarrar el proceso dentro de sus esquemas, y si no se deja amarrar, entonces descalifican lo que sucede. Izquierda y derecha actúan del mismo modo, porque son hijos de la modernidad y todo lo estiman siempre desde un modelo ideal que les presupone y que son inconscientes de ello, porque todo lo asumen como dogma, de modo que la realidad es la que siempre tiene que adecuarse al programa siempre ya anticipado (entre cuatro paredes) y siempre perfecto. El problema radica en sus esquemas mentales, anquilosados y estancados; siendo la realidad lo más moviente, la apertura teórica la traiciona cuando no está a la altura de su movimiento real. El divorcio que la teoría realiza de su realidad es, en nuestro caso, también producto del colonialismo mental que sufrimos. Becar a nuestras elites y de-formarlas en las universidades y en el saber del dominador, fue el modo más barato de colonizarnos. La resultante castración intelectual, no podía producir sino eunucos mentales: impedidos de que palabras como justicia, dignidad o soberanía puedan, por lo menos, excitarles. Por eso la elite «culta» boliviana no entiende una revolución «democrático-cultural», un «Estado plurinacional», o una «autodeterminación indígena»; porque sus estructuras mentales han sido previamente manipuladas por el saber dominante y repiten sólo lo que este dictamina, por ejemplo: la democracia liberal moderna es «sagrada», porque dizque son «divinos» sus valores.

La democracia moderna es la garantía política para la preservación de los valores modernos: la propiedad privada, la libertad de contratos, etc. La colonización mental produce la justificación nativa de estos valores como si fueran «universales». Las ciencias sociales parten de estos valores y es lo que nuestras universidades se encargan de naturalizar: los de-formados por el saber del dominador son los que se movilizan ahora en contra de su propio pueblo (prefieren defender la corrupción que repartir los recursos nacionales). Y lo hacen no sólo en las calles sino fabricando justificativos, que se difunden mediáticamente, para desestabilizar esta revolución «democrático-cultural»; estos son también la reserva de reclutamiento que usa la oligarquía para disfrazar sus propósitos. Su bloqueo mental no les permite comprender lo que este proceso significa; sólo ven lo que previamente se ha fabricado en su de-formación: ellos tampoco admiten un indio en el poder, porque la universidad les ha hecho creer que el saber les hace «superiores». Este bloqueo mental enceguece toda posibilidad de comprensión, al grado de manifestarse en la difamación y la calumnia, como único recurso discursivo del sector conservador; por eso no hallan otra forma de demostrar esa «superioridad» que acudir a la violencia. La tozudez del comité sucrense, el capricho corrupto en el aeropuerto cruceño, el cinismo egoísta que realizan prefecturas, alcaldías y universidades, son muestra de ello.

En este contexto, el discurso del «fracaso» de la constituyente, enarbolado por la derecha, no es sino la misma estrategia imperial de destruir primero algo para después inventar su «fracaso». Así lo hicieron, mediante el espionaje informático, con la economía soviética. Ex agentes de inteligencia norteamericano, del gobierno de Reagan, y la misma Margaret Tatcher, confirman un complot de lo más siniestro, cometido contra la economía soviética, en la década de los ochenta: introducir, vía espionaje, «caballos de Troya» en los softwares que precisaba el sector energético para administrar todos los gasoductos que unirían energéticamente a toda la Unión Soviética; en el momento previsto por los gringos, el «caballo de Troya» entró en acción y el software hizo trizas, no sólo una revolución energética, sino toda la economía soviética; a lo cual hay que añadir que son los gringos quienes empujan a los soviéticos a la carrera armamentista, recortando presupuesto social por estar a la par con el avance bélico gringo, lo cual señalaba un punto de no retorno, pues los gringos tenían colonias, controlaban la economía-mundo y podían explotarnos al infinito para costear sus aventuras, lujo que los soviéticos no podían darse: quebró la economía soviética por un acto de sabotaje más que por propio fracaso; también Reagan es quien financia militarmente a los contras, promoviendo un boicot económico, destruyendo así el proceso revolucionario sandinista en Nicaragua; boicot interno y externo, político y económico, fue lo que le hicieron los gringos a Allende; esa ha sido y es la estrategia contra Cuba. La destrucción premeditada fue siempre celebrada mediáticamente como «fracasos».

Por eso la derecha, dentro y fuera de la constituyente, dedica todos sus esfuerzos a destruirla, para luego, con la complicidad mediática, presentar esa destrucción como «fracaso» de ella misma. Maniobra que enseña quien domina: el asesinato aparece como suicidio; el criminal se hace inocente. Los medios propagan esta mentira y así moldean a su público, envenenando su alma: cuando la mentira moviliza a la clase media, es veneno lo que estalla en el aire. Si en la guerra, la primera víctima es la verdad, en la sedición de la oligarquía, la verdad es la primera desterrada. Por eso la intelectualidad abraza el relativismo y celebra el sinsentido, porque no quiere saber de la verdad. «No hay verdad absoluta» dicen, así disfrazan su ignorancia y presentan sus conocimientos light al mismo nivel de lo que desprecian: la verdad. Si «no hay verdad», entonces esa afirmación no tiene razón de ser; la autocontradicción en que incurren muestra el grado de ceguera de una mentalidad que, a título de racional, realista y científica, sólo consigue amputarse de todas las pretensiones que proclaman. Si la derecha, abrigándose de lo democrático, prescribe el relativismo como principio, entonces no tiene sentido su presencia; si relativiza todo, tendría que relativizar su propio principio, entonces no tiene sentido siquiera abrir la boca. Pero la derecha no cierra su boca sino que grita, porque el relativismo que prescribe le sirve para no creer en los demás, lo cual se demuestra cuando se afirma a sí mismo con patadas y puñetes. El relativismo posmoderno actual no es sino la cara estetizada del absolutismo moderno. Por eso el discurso conservador acude al relativismo para desacreditar toda pretensión de verdad de toda otra racionalidad; porque han fetichizado a la razón moderna y la han confundido con todo lo racional, de modo que no hay más razón que ella; su fetichismo es lo que les imposibilita una relación crítica y tienden a santificarla, aunque les pese, porque no pueden trascenderla, están colonizados por ella.

Frente a la razón con que hemos sido colonizados, nos urge articular las bases de otra racionalidad; pero esta articulación supone también una desarticulación, es decir, un desmontaje de los fundamentos de la razón que sostiene la dominación. Este desmontaje necesita ser histórico pero, además, sistemático o, dicho en lenguaje filosófico, ontológico y epistemológico. Este nivel es el más descuidado y, por ello, no son extrañas las confusiones que después se precipitan, cuando no se tiene claro cuáles son los marcos categoriales de los cuales se parte. Porque bien sabemos que lo más sofisticado de la colonización no es su tecnología bélica sino su racionalidad, expresada como ciencia y filosofía, es decir, como aquello que supuestamente es lo más neutral, objetivo y universal. Este desmontaje, a nivel histórico, supone, una crítica al eurocentrismo; pero, sobre todo, supone una crítica radical al nivel de, lo que llamaba Marx, «el sistema de categorías de la ciencia» o, en nuestro caso, a «todo el sistema de categorías de la racionalidad moderno-occidental». Utilizando un lenguaje actual diríamos: para efectuar una real des-colonización, es preciso conocer cómo nos han colonizado. Porque la colonización subjetiva es el último y más sutil reducto de la dominación, reproduciendo esta al nivel de las ciencias y la filosofía que se practica en nuestros países (como eco de lo producido por la dominación), cuando se enseñan sin la previa tematización de los fundamentos de los cuales parten, es decir, sus últimas categorías. Es decir, no basta siquiera con abrazar pensamientos o teorías críticas sino de cómo hacer del ejercicio crítico el habitual modo de enfrentarse a lo «dado» en el mundo y a lo «dado» en el conocimiento.

Lo cual precisa, de modo inevitable, un diagnóstico de lo que significa la modernidad. Porque si tiene sentido la descolonización, como un momento crítico, inicial de un proceso mayor de liberación (en nuestro caso, una revolución «democrático-cultural»), saber de qué nos estamos descolonizando es algo que no puede moverse en la ambigüedad. Quienes se apoyan todavía en una supuesta modernidad verdadera o crítica, apelan a determinaciones que serían propias de esta: el espíritu crítico y el espíritu utópico. La modernidad sería lo crítico en tanto la preeminencia de lo histórico y la posición crítica ante las estructuras tradicionales. Pero la devaluación de la tradición es propia de un mundo que no tiene tradición real, y lo que tiene atrás son siglos de oscurantismo y exclusión de la historia mundial. Hasta el siglo XVI, Europa era en todo inferior del resto del mundo civilizado; una vez poseedora de riqueza robada al Nuevo Mundo, reordena su historia y se apropia de aquello que nunca había sido ella: Grecia despreciaba lo bárbaro europeo, así como Roma, pero la Europa moderna necesita invertir esto, para aparecer como heredera legítima de una antigüedad que se inventa.

Si lo europeo era lo más despreciado en el mundo clásico, su ensalzamiento produce una inversión maniquea: el primer racismo en la historia del mundo es propiamente moderno y la produce un individuo que debe justificar su superioridad de algún modo. El antiguo hidalgo que, con Cortés, subjetiva el ego conquiro y, con Descartes, se postula como ego cogito, produce una naturalización de la diferencia; es decir, no hay otra superioridad que la marcada por los caracteres fenotípicos arios. Lo blanco resulta superior sólo por serlo. La riqueza que roba del Nuevo Mundo le abre la posibilidad de tener el mundo en sus manos (ventaja fundamental para destruir el mercado mundial en torno al Camino de la Seda); el acopio de conocimientos que logra (gracias a una expansión militar financiada con el robo) le coloca, por vez primera, ante una situación revolucionaria: desde su centralidad puede re-ordenar la historia de los demás. Ya no sólo es centro sino destino; la violencia que ha cometido ahora será providencial, su mito civilizatorio habrá comenzado. Por eso debe destruir todas las tradiciones (lo que inicia en su espacio, por eso Rousseau imagina un educando sin padre ni madre) para imponer lo nuevo, el modo que asume su ilusión encubridora: lo nuevo (que es ella) es lo bueno, lo viejo es lo malo, maniqueísmo resultante de una razón divorciada de toda trascendentalidad. Si su razón es su punto de partida entonces no hay más criterio que uno mismo, no hay autoridad que pueda cuestionar esta razón; se trata de la muerte de los dioses, porque la razón moderna se ha puesto en su lugar: muertos los dioses, el resto de la humanidad se queda huérfana.

¿Cuáles son las consecuencias de semejante racionalidad? Desde el proceso boliviano podríamos decir lo siguiente: las razones por las cuales nos enfrentamos al sistema-mundo moderno-occidental no son culturalistas, es decir, no es por «diferenciarnos» (diferencia posmoderna) de occidente que reivindicamos lo «andino-amazónico». Sino por juicios de realidad. La pauperización del 80% pobre de la humanidad y la crisis ecológica de la tierra son consecuencias no sólo de un patrón de desarrollo sino, en última instancia, de la racionalidad que lo sostiene. La lógica costo-beneficio que ordena a la economía moderno-capitalista es una de las variantes de la lógica medio-fin, instrumental y teleológica, que es, en definitiva, constitutiva de la racionalidad moderna, expresada en la relación arquímeda de la ciencia moderna: sujeto-objeto. Esta relación categorial, fundante de la ciencia moderna, no es sino producto de la secularización de la naturaleza que produce la cristiandad medieval, secularización que se expresa como desacralización, lo cual deriva en una literal profanación. Sin hacer siquiera mención de posiciones nativas, veamos lo que piensa un sabio árabe musulmán como Hossein Nasr: «ni en el Islam, ni en la India, ni en el Lejano Oriente, la sustancia y la materia de la naturaleza estaban tan vacías de un carácter sacramental y espiritual, ni la dimensión intelectual de estas tradiciones estaba tan debilitada como para permitir que una ciencia puramente secular se desarrollara. (Esto) no es señal de decadencia sino del rechazo a considerar cualquier forma de conocimiento como puramente secular y divorciada de lo que considera como la meta última de la existencia humana». La ciencia moderna es posible por la devaluación de la naturaleza a objeto; desde esta descualificación es que aparece la consideración de la naturaleza en términos exclusivamente cuantitativos, mensurables y, en consecuencia, cosa a ser explotada. Cinco siglos de historia son testimonio de las consecuencias que se desprenden de la subordinación humana a dicha racionalidad (porque también el ser humano, como ser natural, es reducido a mero trabajo a disposición del capital). Frente a tal constatación de realidad es que tiene sentido la crítica, no desde «preferencias» culturales, sino desde la recuperación histórica de criterios éticos básicos que se hallan presentes en casi todas las culturas milenarias y que, en el curso civilizatorio mundial, desde el egipto-bantú hasta el tiawanaku, están presentes como preceptos normativos.

La crítica a la modernidad-occidental consiste en mostrar que su ética (reducida a pura moral del orden vigente) está vaciada de criterios materiales; devaluada la naturaleza también se devalúa al ser humano, como sujeto de necesidades. La razón moderna sólo puede formalizarse a condición de abstraerse completamente de la realidad; una vez devaluado el mundo natural y muertos los dioses, el orden de la perfección pasa al reino de la razón moderna: la razón es lo perfecto y la realidad es lo imperfecto, aquella es lo bueno, esta lo malo, y ¿dónde se realiza la razón?, en el sujeto-burgués-ario-europeo. Todo lo que realiza este es universal, civilizado, racional; su proyecto es el proyecto que todos deben abrazar y si se alguien se resiste, la violencia que se le aplica es por su propio bien. Lo que ha imaginado para sí, sin referencia alguna exterior a su propia conciencia, o sea, sin crítica posible, tiene que ser bueno para todos. Su utopía (estar en la riqueza) es la verdadera, realizada como sociedad burguesa y, en nombre de ella, persigue todas las otras utopías.

Lo cual muestra el carácter utopista de la racionalidad moderna, como devaluación del espíritu utópico, presente en toda la historia de la humanidad (desde el mito de Gilgamesh hasta la «Tierra sin Mal» de los guaraníes); porque utopías siempre las hubo, pero la relación que establece la modernidad con su utopía es ilusoria, porque lo que hace es secularizar el «reino de dios» (de la cristiandad medieval) en términos de futuro. O sea, baja el cielo a la tierra. De ahí en adelante la ciencia suplanta a la religión y todo lo que prometía aquella, ahora la ciencia y la tecnología, aseguran alcanzar empíricamente. La utopía ya no sirve como principio de evaluación sino como meta empíricamente alcanzable; pero su aproximación aparece infinita, de modo asintótico, por eso el carácter ilusorio (la felicidad prometida por la democracia liberal siempre exige sacrificio, aunque ese sacrificio nunca acabe, así como la promesa). Las ciencias sociales y, en especial la economía, actúan de ese modo; no es otro el proceder de los planes económicos neoliberales que, sin consideración alguna de nuestra realidad, imponen «modelos perfectos», cuya ilusoria persecución deriva inevitablemente en la violencia contra lo real, porque si el modelo es perfecto y, por ende, bueno, entonces la realidad es lo malo. Tal inversión es propia del maniqueísmo de la racionalidad moderna: su modelo ideal es lo bueno y la realidad es lo malo, o sea, la teoría siempre está bien, el ser humano es el que está mal; por eso los neoliberales actúan en contra de la realidad, la realidad es la que tiene que adecuarse a sus teorías, por eso no dudan en disparar a su propio pueblo. El modelo del equilibrio y la competencia son perfectos, lo imperfecto es el ser humano, por eso, si este se resiste, la violencia que se le aplica es siempre por su propio bien, porque se resiste al modelo perfecto.

Tal es el modelo que postula la sociología. Porque de lo que trata la ciencia de la sociedad es cómo realizar el tránsito de la comunidad a la sociedad. Una vez condenada ideológicamente la comunidad, asume a la sociedad como lo bueno y lo verdadero; cuando este tránsito supone más bien la descomposición de comunidades estables en un conjunto atomizado de individuos egoístas, que precisan de pactos contractuales para garantizar sus libertades que, inevitablemente, se enfrentan. Supuestamente el tránsito es hacia algo superior, pero la vida en sociedad no produce nunca la armonía que promete la democracia liberal moderna; que es donde aparece el derecho moderno (inspirado en Roma, es decir, en otro imperio), que se impone desde arriba para gestionar el desorden que se ha producido; quienes no logran ser subsumidos son objeto de otra ciencia, que se inventa para estudiar a aquello que no es cabalmente humano: la antropología. La ciencia moderna se estima en términos de sujeto y reduce al resto de la humanidad a condición de objeto. Y esta lógica es la que sostiene a la modernidad en su conjunto, pues la relación sujeto-objeto priva a todo aquello que no es sujeto, de razón. Ahí aparece lo que se llama el «paradigma de la conciencia» y que es el prototipo de toda dominación; el sujeto no precisa de otro para producir las representaciones que realiza su conciencia, de modo que él se vuelve criterio de sí mismo; en tal caso no hay diálogo y menos crítica: si él mismo establece los criterios para ser juzgado, no hay juicio alguno; aunque el mundo se caiga él siempre está «absolutamente convencido» (como decía el expresidente Mesa, ejemplo de esto), que lo que hace siempre está bien, como Hitler, Bush, Pinochet, y como todos los dictadores, como Banzer y ahora su hijo político Tuto Quiroga; nadie, ni el mismo dios al que se postran, les podrá demostrar su error, porque aquel que sólo hace caso a los dictámenes de su conciencia, es aquel que se ha cerrado a toda posibilidad de escuchar (como los comités cívicos y los prefectos, o el comité de Sucre: no hay autoridad ni instancia, ni diálogo ni consenso, que el solipsismo reconozca, sólo lo que ha determinado su conveniencia)

El carácter preeminente que otorga la modernidad a lo histórico es también ideológico, cuya justificación conceptual produce una filosofía de la historia, que le imprime a la historia mundial no sólo un sentido (que en Hegel va de oriente a occidente) sino también un destino. Porque la modernidad sería no sólo un tiempo histórico sino «el tiempo de la razón», donde todo lo pre es devaluado no sólo como mítico sino como superado del todo (encubriendo además el hecho de que su posibilidad real no es ningún acontecimiento extraordinario al interior de Europa sino la constitución de su subjetividad a costa de la nuestra: la modernidad inaugura el modo de constituir la subjetividad de uno no «con el otro» sino «a costa del otro»; esta subjetividad no produce ni solidaridad ni responsabilidad, su pretensión de dominio es lo que la afirma, de modo que todo lo entiende en términos de dominio).

La modernidad sería el estadio crítico de la emancipación humana, vía ilustración, siempre desde los criterios que pone ella misma para evaluar qué es lo humano y qué no. Pero, ¿puede haber espíritu crítico en un modelo racional que se pone él mismo como criterio de toda otra racionalidad? Cuando la intelectualidad boliviana acaba coreando el eurocentrismo de Arguedas, Gabriel René Moreno, Nicomedes Antelo (repetidores de Sarmiento y Alberdi, quien decía que «lo que llamamos América independiente no es más que la Europa establecida en América»), etc., esta consecuencia de su pensamiento ¿no será una consecuencia lógica del marco categorial que les presupone? ¿No será entonces necesario, como tarea descolonizadora, un desmontaje radical de los últimos fundamentos que sostiene a la racionalidad moderno-occidental? Lo cual inevitablemente lleva a una crítica de la modernidad como totalidad histórico-sistemática, del cual no quedan en pie ni siquiera los propios postulados que sostienen al concepto de modernidad.

Ahora bien, el espíritu utópico no es propio de la modernidad. Es más, el espíritu utópico que aparece en el Nuevo Mundo parece no deberle nada a occidente y menos a la modernidad, porque si bien Tomas Moro, Campanella o Francis Bacon, inauguran en Europa lo que se llama la literatura de la utopía, no se puede olvidar que esta es imposible sin la teleología cristiana (que esta, a su vez, proviene, no de Grecia, y mucho menos de Roma, sino del horizonte de comprensión judío-hebreo-semita, lo negado por la cristiandad latina-católica y griega-protestante, privándose así del único marco posible para comprender el verdadero sentido de «la palabra»). Pero lo más llamativo en este asunto es otro encubrimiento que produce la modernidad. Las Reducciones jesuitas en América habían servido de modelo para imaginar aquel paraíso bíblico que postulaba la cristiandad latina (y la cristiandad protestante, que se continúa en el norte de América). En Europa no tardó en aparecer una variada literatura al respecto, pues los jesuitas controlaban gran parte de la educación en los países europeos (el mismo Descartes se formó en La Fleche, escuela jesuita); lo cual no disminuyó con la expulsión de la orden jesuita del Nuevo Mundo, en 1767; esa literatura y la misma experiencia en las Reducciones que los jesuitas expulsados llevaron a los países de Europa produjo, con el tiempo, la postulación del «socialismo utópico»; de modo que no sería una exageración decir que el «socialismo científico» es nieto del socialismo que practicaban jesuitas e indígenas en las reducciones. Pues no sólo se comportaban de acuerdo a la ética de los primeros apóstoles (que todo lo compartían en común y daban a cada quien lo que necesitaba) sino al modo de vida que los propios guaraníes habían desarrollado en busca de la «Tierra sin Mal». (Tampoco sería exagerado decir que fue el horizonte de comprensión guaraní el que permitió una verdadera praxis cristiana. Porque la degeneración de una teología de liberación, como era el cristianismo de los primeros padres, en una teología de dominación, cuando Constantino, como emperador, adopta el cristianismo como religión del imperio, fue posible por la inversión del sentido de la vida del Mesías: lo que importa a la teología de la dominación es cómo ha muerto; por eso occidente produce una cultura sacrificial, de la muerte; la muerte es la que redime, no la vida, de modo que el dios medieval aparece como un dios que exige sacrificios, y esta es la constante en la historia de occidente y la modernidad: son culturas sacrificiales, que necesitan de la muerte para reproducirse).

Si la historia oficial, que «imagina» la modernidad, nos dice que la emancipación americana fue inspirada por la revolución francesa y la norteamericana, habría que señalar históricamente que la revolución francesa tuvo, más bien, el impacto de la sublevación negra haitiana (que empieza a protagonizar acontecimientos desde principios de la década de 1780), interpelando de tal modo a la sociedad francesa que parece, más bien, la sublevación negra (imposible de humanidad por la ilustración y, sin embargo, la que empieza a postular la emancipación) la que inspira a la revolución de los citoyens y no al revés. Y la independencia americana le debe más a las sublevaciones indias de Tupac Amaru y Tupac Katari que al eco de la revolución moderna del individuo abstracto, el ciudadano burgués. La independencia americana habría contenido la primera utopía trans-moderna y pos-occidental, pues sus ideales originarios eran retornar al orden que la modernidad había descompuesto: recomponer el mundo de hombres en comunidad que la imposición de la sociedad de individuos egoístas había destruido. Por cierto, no habría que olvidar, que la revolución francesa, prototipo de la «emancipación humana», no sólo guillotina a la aristocracia; también a la emancipación obrera, a los derechos de la mujer y a la liberación de los esclavos, porque guillotina a Babeuf, a Olympe de Goughes y cuelga también al líder negro Toussaint l’Overture.

Por eso, el proceso de revolución «democrático-cultural» que atraviesa Bolivia, no puede comprenderse sino desde una memoria larga y profunda; sólo desde la cual es posible perfilar, de mejor modo, el horizonte que perseguimos. Históricamente no nos situamos en el 1825, que sería el punto cero de la perspectiva latinoamericanista, sino más allá, cuya perspectiva no se reduce al proyecto criollo-mestizo sino a la asunción humana del «otro-modo-que-ser», más allá de la racionalidad moderno-occidental. Por eso el tránsito que estaríamos planteando no es el «modernizar» nuestras relaciones sociales. Sino el paso trascendental de la sociedad a la comunidad. Es decir: de la irracional reunión entre individuos egoístas sumidos en una salvaje competencia, al ámbito fraterno y solidario de la comunidad. Por eso es revolución, porque transforma la sociedad en algo imposible desde ella misma; es democrática porque el sujeto es el pueblo excluido, que ya no pide inclusión en un orden injusto sino la transformación de este; y es cultural (no culturalista) porque reivindica lo que ha sido objeto de negación: la razón del «otro»; desde allí se afirma un proyecto con pretensión universal, por la humanidad y por la tierra. En esos términos, una nueva economía no podría ya descansar en la reducción de la naturaleza a condición de objeto, cosa, y en la persecución de la acumulación de capital, sino en la producción y reproducción de la vida, no sólo humana sino de la tierra, porque la tierra no es objeto sino Madre, o sea, Pachamama; y una nueva política, consecuente con los principios del «poder obediencial» que postula nuestro presidente, y que se desprende de nuestras naciones originarias reclama una re-conceptualización de esta. Lo cual no quiere decir encerrarse, por eso esta revolución reivindica la cultura del diálogo, incluso con la ciencia y la filosofía modernas, porque la consecuencia de la negación y exclusión no puede ser devuelta, sería caer en otros patrones de dominación; es decir, no se trata de negar nihilistamente a lo moderno-occidental sino trascenderlo, en el sentido de atravesarlo (es preciso conocer la lógica de dominación, no sólo para desmontarla sino para producir una lógica de liberación, como superación de aquella); siempre desde lo que ha negado, desde las víctimas que ha producido, porque la exclusión de la víctima le ha amputado siempre la posibilidad de la crítica, lo cual conduce a su ejercicio racional a una mera tautología, donde la realidad desaparece para siempre de la consideración egotista y tautológica de su conciencia. Se trata de afirmar todo lo humano, como dicen los zapatistas: producir un mundo en el que quepan todos los mundos; y agregamos, donde todos «vivan bien». Por eso una revolución «democrático-cultural» es un proyecto trans-moderno y pos-occidental.

La Paz, octubre de 2007 Rafael Bautista S. Autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA» y «LA MEMORIA OBSTINADA» Editorial «Tercera Piel» [email protected]