La «solución por el desastre» nunca ha sido solución para nadie. Ni siquiera para quienes la promueven (que nunca están sólo de un lado). Éste es el radicalismo funcional a intereses que sólo se manifiestan cuando el desastre se consuma y delata una lógica no calculada por los tontos útiles: «no nos interesa el desastre […]
La «solución por el desastre» nunca ha sido solución para nadie. Ni siquiera para quienes la promueven (que nunca están sólo de un lado). Éste es el radicalismo funcional a intereses que sólo se manifiestan cuando el desastre se consuma y delata una lógica no calculada por los tontos útiles: «no nos interesa el desastre sino cuántas ganancias nos genera el desastre».
La promoción de un contexto infernal en un país polarizado, se inició con el incendio de la Chiquitanía. Aquello, que debió servir como alerta simbólica -en lenguaje telúrico- fue infelizmente instrumentalizado por el cálculo político más siniestro.
La lluvia no apareció por casualidad sino para enseñar algo que no se supo aprender (ni en el gobierno ni en la oposición): el conflicto no se iba a superar atizándolo más sino purificando la beligerancia. Ceder es entender. El beligerante cree que sólo él tiene la razón. Pero todo conflicto es entre dos y ninguno es inocente del todo. Sólo cuando se acepta la responsabilidad mutua, la política se hace efectiva; lo contrario nos lleva a la guerra, donde cada uno pelea por imponer su propia versión: el triunfo lo decide la fuerza, no la razón.
En ese sentido, la «contienda» electoral -ya contaminada por el odio fermentado- se fue haciendo literal. No sólo la oposición usó los cabildos premeditadamente para inflamar el contexto post-electoral sino también el gobierno, en su autismo habitual, no supo revertir una situación que se perfilaba como un típico callejón sin salida. Las encuestas previas no sólo confirmaban el desgaste de la candidatura oficialista sino la apuesta que la oposición barajaría como el argumento perfecto: segunda vuelta o fraude. La actual consigna de «defensa del voto», no fue un producto espontáneo sino un recurso discursivo idóneo para manipular el «espíritu democrático» raptado ya por la derecha.
Hagamos un poco de historia. Desde que aparece el «sistema democrático» como fetiche institucionalista, el voto se ha constituido en la única mercancía admitida por la cosmogonía imperial. Ni el «proceso de cambio» pudo superar este diseño político (que lo produce la Comisión Trilateral en 1970), porque cuando se confunde liberación e inclusión, se acaba subsumiendo las expectativas de transformación en la subordinada adecuación al orden imperante. Pero esto no cualifica lo democrático de una real democratización de una sociedad, sino más bien funcionaliza todo proceso de democratización a las necesidades institucionalistas de la reposición de un orden diseñado precisamente para hacer imposible una democratización plena.
Porque si de «demos» hablamos, la concepción aristocrática (que hoy la representa la mitología gringa de la democracia), entiende por ese concepto la representatividad que pelean únicamente los grupos con «poder de negociación». Se diseña un concepto de democracia como «sistema institucional», es decir, como mecanismo ideal de funcionamiento perfecto; por eso quienes se creen esto (y se promueven como analistas) acaban en la religiosidad institucionalista de preservación del orden establecido. La democracia acaba siendo la instauración de un orden que puede prescindir de sujetos. Consagran la inercia institucional por sobre las decisiones humanas, por eso imaginan un orden divino que les hace actuar como perfectos inquisidores cuando ese orden se encuentra amenazado. La democracia se vuelve un fetiche que, inevitablemente, exige sacrificios humanos (ese es el neoliberalismo, que promueve una demonización del Estado para impedir cualquier tipo de intervención al orden divino llamado mercado).
Pero una democracia sin sujetos no tiene sentido, porque ello significa privilegiar al «kratos» a costa del «demos», o sea, el poder a costa del pueblo. Por eso entienden al «demos» sólo como grupos con poder de negociación, es decir, el «demos» se convierte en grupos corporativos que buscan su empoderamiento; en esa operación aparece la posibilidad del prebendalismo como cultura política; por eso también acaban los politólogos sólo como administradores de gobernabilidad y hacen de la «ciencia política» una mera gestión pública. Ya no piensan al sujeto, es decir, al ámbito esencial de toda política y toda democracia: el pueblo. Reducen al pueblo al voto. Las consecuencias prácticas son la consagración de un acto, cada cinco años que, como un acto religioso, se convierte en una «pascua democrática» donde toda la sociedad se inclina ante el becerro de oro del plebiscito.
Pero el voto se puede manipular y hasta comprar (y hasta desconocerlo) y ello comprueba el fetichismo, en cuanto encubrimiento sistemático de lo esencial de la democracia, reducida a mero «sistema democrático». Pues bien, cuando se cae en esta cosmogonía, incluso con retóricas pretensiones de liberación, no se democratiza nada sino simplemente se restaura las condiciones favorables para hacer expedita la inercia del sistema institucional, es decir, del orden instituido. Eso que se tenía que cambiar acaba domesticando a los revolucionarios y a la revolución. El pueblo sólo sirve para sacarlo como rebaño cada cinco años para avalar lo ya decidido en la negociación previa con los grupos de poder.
Entonces la política se define por los grupos de poder a los cuales admito y esto también define las apuestas que uno se propone. De ese modo, el pueblo desaparece de un proyecto hasta revolucionario y el mismo proyecto se reduce a una mera mantención del poder como único horizonte político. La corrupción no empieza robando dinero público sino desconociendo a la soberanía real del poder -o sea el pueblo- y poner al poder delegado como único poder.
Eso ha pasado con el «gobierno del cambio». Incluirse al orden imperante y su sistema institucional le lleva también a apostar por los mitos que sostienen al propio capitalismo: el desarrollo y el «progreso infinito». Por eso también restituye las condiciones para impulsar sólo y exclusivamente una «economía del crecimiento» (que es lo que precisamente entra en contradicción exponencial con las condiciones finitas de la naturaleza). Y eso significa la modernización acelerada como proyecto de vida; en ese sentido, el horizonte indígena alternativo, como el «vivir bien», ya no tiene sentido y, de ese modo, la propia izquierda derechiza sus propias opciones, porque empieza a restaurar las condiciones que hacen posible únicamente el desarrollismo que precisa una economía que se propone emular la riqueza del primer mundo (y de ese modo restaura también las condiciones que promueven la desigualdad necesaria para el desarrollo como programa de vida).
Por eso las banderas de lucha ahora se trasfieren como «significantes vacíos» al mejor postor que, además, le puede ya poner cualquier contenido, hasta el opuesto. El pueblo se queda sin el aura de liberación y todo por lo que había luchado ahora ya no le pertenece sino que se le es sustraído como una bandera que todos se reparten promiscuamente (hasta la derecha más perversa).
Por eso el voto puede hacerse un recipiente idóneo donde se vacía el desencanto, pero ya mezclado con el odio y el racismo de un discurso señorialista que puede ahora cosechar para su beneficio el abandono que hace el propio gobierno de las banderas populares. Es por la transferencia de legitimidad, que la produce el «gobierno del cambio», que la oposición de derecha se unge de espíritu democrático. Es decir, el famoso «empate catastrófico» del vicepresidente no es un dato objetivo sino algo producido por la propia perdida de sentido de referencia utópica del proyecto político gubernamental.
De ese modo, el voto anti-Evo y anti-MAS es la decantación del racismo señorialista que, por legitimación transferida, puede ahora convocar a todos los desencantados a su favor y funcionalizarlos para justificar una total derechización de la democracia. Ahí aparece Carlos Mesa para repetir la historia y, justo, en octubre.
En octubre de 2003, el pueblo, en «estado de rebelión», pudiendo deponer el orden colonial instituido, delega esa responsabilidad a quien precisamente se encargó de restituir ese mismo orden. Mesa era el candidato de la embajada gringa para reponer el «sistema democrático» (su viraje -apartarse de Goni- se entiende por ese aval). Es más, se puede decir que, gracias a Mesa, es que hay un Evo.
Si sólo cumplía con limpiar la corrupción en el Estado, se legitimaba hasta la cultura política liberal (que tanto elogia su idiosincrasia colonial) y nadie hubiese pensado en refundar el Estado. Hoy vuelve para acabar una tarea inconclusa: terminar con la soberanía nacional. Esa es la «solución por el desastre». Así empieza una «revolución de colores» y todo indica que la región misma está ya en condiciones de reeditar la famosa «primavera árabe» y producir una Siria extendida en todo el arco sudamericano.
Jugar con fuego es fácil y eso se demostró en la Chiquitanía; como no aprendimos, ahora se sigue jugando con fuego, pero ya no en el campo sino en las ciudades. La oposición reclama haber sido ignorada en el referéndum del 21-F, pero ahora ella misma ignora a la otra parte del país. Parece un conflicto de pareja, donde ambos quieren ser escuchados pero ninguno quiere escuchar. Ninguno puede negar al otro polo. La descalificación no es algo que produzca una superación del conflicto, sino exacerbarlo; por más que se diga que el voto es sólo contra el Evo, lo que él representa es una parte innegable de lo nacional históricamente excluido y, aunque estuviesen ciegos -lo cual también es imputable a la oposición-, no se puede desconocerlos. Eliminar al otro es el costo más caro que lo pagan todas las generaciones.
La «solución por el desastre» es idónea para una geopolítica que promueve un infierno encubierto como «recuperación democrática». La triangulación no es casual. Bajo el paraguas de insurrección popular en Ecuador y Chile, en Bolivia se identifica de modo mecánico las protestas con un levantamiento popular, sirviendo de justificativo para que hasta la OEA ya rumoree con aplicar la Carta Democrática en nuestro país. La identificación entonces debiera hacerse con Venezuela. Y si Mesa se «autoproclama» al estilo whitedog-Guaidó entonces el cuadro se completa: las protestas buscan provocar al gobierno para usar sus aparatos coercitivos y tener muertos para aplicar la carta decisiva de una «revolución de colores»: el «golpe democrático».
Desde el golpe en Honduras, pasando por la destitución de Lugo en Paraguay y Dilma en Brasil, ya se sabe cómo derrocar un gobierno «democráticamente». Y decimos implosionar porque una «revolución de colores» precisa que el propio gobierno genere la transferencia de legitimidad para que la oposición sea la depositaria única de lo democrático; es decir, es el propio gobierno el que da los mejores argumentos para vaciar al propio pueblo del espíritu del cambio y trasladar éste a los contingentes de reserva sobre todo clasemediero que activa el discurso señorialista.
Ya circulan testimonios al interior del propio gobierno donde se advierte un proceso de derechización que atraviesa ámbitos de decisión que trabajan en contra del «proceso de cambio»; lo cual no es raro, cuando los últimos acuerdos, que se promocionan desde adentro, ya no tiene como interlocutores a sectores populares sino a grupos de poder, como es la agroindustria de Santa Cruz.
En Bolivia se habría dado algo inédito a nivel mundial: «los lobbies cabildean e influyen con operatividad popular». Los agroindustriales del oriente, ligados a la mayor agrupación patronal como es la CAO (Cámara Agropecuaria del Oriente), se acercan al presidente mediante dirigentes campesinos (los cuales son promovidos en la propia CAO, a la cual también coquetean actores del gobierno, como el vice y algunos ministros). Esto ya supone un pacto que manifiesta una contradicción en los procesos pretendidamente revolucionarios: el aburguesamiento del campesino sucede porque la izquierda gubernamental, crédula de los mitos que promueve el capitalismo, promueve un ascenso social de los pobres, que acaba constituyéndolos en capitalistas potenciales.
De ese modo todos acaban luchando por sus propios intereses particulares y ya nadie se acuerda del bien común. Esta derechización en la propia base social del gobierno hace que el pueblo desaparezca como actor de liberación y se constituya en competidor del poder espurio. Ya no se hace sujeto, es decir, ya no aparece como la encarnación de la nueva forma de vida que era precisamente el modo potencial de su entrada en la historia.
La Chiquitanía era una llamada de atención de la propia PachaMama. Y no sólo al gobierno sino al «modelo productivo» que encarna la agroindustria cruceña; el famoso «modelo camba» que ostenta la «locomotora del país» en la mayor feria de negocios de Bolivia: la Fexpocruz. Toda la vida social y hasta cultural de Santa Cruz gira alrededor de esta feria (por eso todo es farándula, o sea, exitismo, en la vida cruceña citadina que, a la hora de rasgarse las vestiduras por la quema de la Chiquitanía, nunca cuestiona el origen de esa riqueza que tanto festeja su sociedad).
El incendio de la Chiquitanía fue funcionalizado hábilmente para activar el sentimiento anti-colla, o sea, anti-indio, mas nunca para poner en tela de juicio ese propio «modelo productivo» basado también en el más crudo extractivismo. Ahora esa tierra, después de la quema, está lista para la introducción del monocultivo extensivo de soya, sorgo, maíz (además transgénicos) para alimentar la producción de etanol; pero la confluencia de intereses de los grupos de poder de Santa Cruz trasladan la culpa del incendio a los colonizadores del altiplano para, de ese modo, dejar intactos sus intereses y poder, por mediación del cabildo, lavar su responsabilidad (pues son las familias cruceñas más adineradas, entre ellos los Kuljis y los Monasterios -dueños de Red UNO y UNITEL-, los que poseen millones de hectáreas disponibles para el etanol en las tierras quemadas).
El cabildo de Santa Cruz, de ese modo, ya señalaba una direccionalidad que la siguieron los cabildos de La Paz, Cochabamba y Potosí, pues no se trataban sólo de protesta social sino de una curiosa amalgama de agendas claramente antigubernamentales que, desde el reclamo de federalismo hasta la llamada al paro indefinido, reponían el único programa de gobierno que la derecha toda pudo articular: sacar a Evo, sea como sea (activando el racismo anti-indio, como quedó demostrado en las movilización actuales de la oposición).
En ese contexto, los estrategas y los operadores políticos del gobierno, acostumbrados al ninguneo, no han sabido restituir ningún tipo de confianza, sobre todo en un Órgano Electoral plagado de desaciertos en su proceder. Desgraciadamente, esta autosuficiencia e infalibilidad, que la ostenta siempre el vicepresidente, ha sido la peor muestra de indiferencia ante lo que iba a suceder post-elecciones. El callejón sin salida en el que se encuentra metido el gobierno y al cual ha arrastrado al propio pueblo, requiere decisiones inmediatas que, ante el mundo, demuestren un auténtico afán de ya no transferir argumentos que los funcionaliza la derecha para favorecer un conflicto mayor con una probable cara de guerra civil.
Lo primero debiera consistir en la renuncia magnánima a un triunfo demasiado cuestionable y aceptar una segunda vuelta (incluso si se hubiese consolidado el margen del 10%). Es hora de ceder, porque ceder es entender, pasar del mero sentimiento a la razón. No se está en las mejores condiciones de imponer un triunfo que será resistido hasta de modo insensato; además ya no se puede seguir brindando argumentos a la derecha para que aglutine más sectores en un sentimiento anti-MAS, que se está traduciendo en un racismo anti-indio, reavivando el señorialismo citadino que en estos trece años no se ha sabido entender y menos superar.
A las bases del MAS (que no confundamos con el gobierno) tenemos que señalarles: si se puede traducir derrotas en triunfos, ésta es la mejor oportunidad para -si se quiere asegurar el triunfo en una segunda vuelta- condicionar el voto mediante un «reencauce del proceso de cambio». Nadie desconoce en el MAS, sobre todo en las bases -que son los que en definitiva dan la cara y dan el pecho en las calles-, que el gobierno se ha llenado de advenedizos que han desvirtuado las banderas del proceso y están poniendo en riesgo la propia viabilidad democrática.
El llamado circulo blancoide o «q’ara», desde el gasolinazo y el TIPNIS, ha venido desgastando la figura de su líder hasta inmolarlo inútilmente el 21-F. Ahora puede que se les ocurra exponerlo a la defenestración y, con ello, se estaría arriesgando la propia estabilidad que era la envidia de los países vecinos. Si el presidente Evo diera muestras reales de un necesario viraje en los asuntos trascendentales que ya han desgastado demasiado su propia imagen, podría asegurar, para desconcierto de la misma oposición, un nuevo mandato y culminarlo por la puerta grande (si eso hacía antes del referéndum, como ya sugerimos, hubiese ganado holgadamente).
Lo otro significa allanar el ascenso de la derecha, para que en menos de seis meses, destruya toda nuestra economía como hizo Macri en la Argentina. Pero el pueblo boliviano no es el argentino y aquí un gobierno neoliberal no pasaría de medio año; las conquistas populares y los logros avanzados son ya sentido común y el pueblo no va a renunciar a ninguno de estos. Los irresponsables escribanos radicales de izquierda no se dan cuenta de que, por ensañarse contra el Evo y apostar por Mesa, porque sería «fácil de sacarlo», significa la guerra civil (jugar con la vida de otros es fácil).
Es curioso que hoy, desde sectores medios, sobre todo «intelectuales transgénicos» (porque antes la universidad producía «intelectuales orgánicos» y ahora, bajo la bandera de la «autonomía», hasta sostiene rectores con inútiles afanes presidencialistas) que postulan a Mesa, aparecen los mismos que promovieron, directa o indirectamente, a la figura romántica del académico-guerrillero como el complemento del primer presidente indio; porque herederos del usufructo señorial hasta del poder de enunciación discursiva, nunca supieron cuestionar su autopercepción señorialista que los constituye en elite aparente.
Ahora, en vez de hacerse la autocrítica, optan simplemente por cambiar de «delfín». Critican al caudillo pero apuestan por otro caudillo, ahora «ilustrado». Mientras descargan su propia responsabilidad en la inculpación sañuda al «matemático» y no le perdonan nada, no dicen nada del improvisado historiador que tampoco ostenta título académico y cuyo mar de conocimientos nunca ha pasado de los 10 cm. de profundidad (sólo a un inútil se le ocurriría pedir un voto útil). Su vergonzosa presidencia fallida es la muestra fehaciente de aquello; la cual ya decanta de modo anticipado un desenlace trágico de lo que sería su gestión, donde no vaya a sermonearnos, cada día, entre renuncia y renuncia, desde su balcón, como Evita, entonando su «don’t cry for me Bolivia».
Acaba de meter la pata (y descubrir su subordinación a un libreto ya conocido) el máximo dirigente del Comité Cívico de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, para beneficio del gobierno, reafirmando la constante de la imbecilidad de la derecha boliviana: acaba de proclamar, ante cámaras y ante su público, que Mesa se podría «autoproclamar» como presidente en Santa Cruz (también a Goni, después de los 80 muertos en El Alto, el actual gobernador de Santa Cruz, Rubén Costas, le invitó a gobernar desde Santa Cruz, en octubre de 2003), al más puro estilo gringo en Venezuela. No vaya a ser que también proclame el cívico cruceño que whitedog-Guaidó sea el representante «boliviano» ante el Imperio en decadencia vertical y que Corina Machado sea la primera dama boliviana.
Rafael Bautista S. autor de: «El tablero del siglo XXI. Geopolítica des-colonial de un orden global post-occidental», yo soy si Tú eres ediciones. Dirige «el taller de la descolonización».
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