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La tradición de desactivar el presente

Fuentes: Rebelión

Desde hace un tiempo, los discursos dominantes muestran un mapa de lo social que pone de un lado al trabajador formal, incorporado, correcto, normal. En el otro polo al resto, lo que sobra, lo anormal. Para comprender mejor esta operación hegemónica, se recurrirá al concepto de tradición selectiva elaborado por Raymond Williams. Para el marxista […]

Desde hace un tiempo, los discursos dominantes muestran un mapa de lo social que pone de un lado al trabajador formal, incorporado, correcto, normal. En el otro polo al resto, lo que sobra, lo anormal. Para comprender mejor esta operación hegemónica, se recurrirá al concepto de tradición selectiva elaborado por Raymond Williams. Para el marxista inglés, este concepto habla de «una versión intencionalmente selectiva de un pasado configurativo y de un presente preconfigurado, que resulta entonces poderosamente operativo dentro del proceso de definición e identificación cultural y social». La tradición selectiva es entendida «siempre como algo más que un segmento histórico inerte» (2000:137).

Por eso se debe comenzar desandando el profundo proceso de reconfiguración del capital, que en nuestro país comenzó en la década del setenta y del cual el actual momento del poder también es deudor. Ese proceso fue llevado adelante por una serie de gobiernos tecnócratas (incluido el militar que abre la etapa [1] ) y sectores de poder, que producto de las tareas que debieron encarar (es decir, el ataque profundo a las conquistas sociales que las luchas populares habían logrado durante el siglo XX corto), tuvieron un límite muy concreto para constituirse en clase dirigente.

Clase dominante, no dirigente. Cada uno de los gobiernos de la etapa que abre la dictadura y se continúa hasta nuestros días, sufrió grandes procesos de desgaste que les imposibilitaron construirse como «movimientos históricos», pretensión que cada uno de ellos explicitó al comenzar sus mandatos. Cada gobierno logró generar una red de acuerdos y alianzas, más o menos estables, que inexorablemente sufrieron un socavamiento más o menos rápido, que obligó a la salida (anticipada o no) de cada uno de ellos, con el repudio general de la población, que elegía por un supuesto cambio una y otra vez. Sin embargo, esa clase dominante, que no lograba (ni podía, dada las tareas profundamente antipopulares que tenían como objetivo) volverse clase dirigente, seguía manejando los hilos más allá de los nombres y/o gobiernos formales.

A pesar de ello, las clases dominantes a lo largo del periodo que va desde la década del setenta hasta los primeros años del siglo XXI, lograron avanzar en una verdadera revolución desde arriba (Gramsci, 2000) y de los de arriba. Fue durante este periodo donde el trabajo formal dejó poco a poco de ser una realidad. La desaparición forzada de personas; el miedo y la vergüenza generalizada; el ataque a las conquistas laborales y sociales; la destrucción de los sindicatos por traición, corrupción, o persecución; la privatización de los sectores estratégicos de la nación; la flexibilización laboral; y un largo etcétera, modificó de manera profunda y estructural la sociedad argentina (y del cono sur).

También se produjo, en ese mismo proceso, una metamorfosis en el tipo de consenso que el arriba precisa para avanzar en sus planes. Si durante el siglo XX corto, el arriba precisaba lograr el apoyo del abajo para avanzar (construcción hegemónica), esta nueva etapa comienza a mostrar otra dinámica, que lo que requiere no es el apoyo entusiasta, sino la no oposición contundente por parte de la población. No hay más ciudadanos, sino pobladores, y eso significa, entre otras cosas, que en la medida que esos cuerpos no se opongan de modo contundente a las nuevas dinámicas de administración de los territorios, el poder y el capital financiero puede prescindir de su apoyo. Lo que se busca no es el apoyo vehemente a los planes impulsados, sino la no-interferencia. El sujeto que se precisa construir tiene otras características, más ligadas a la indiferencia, el miedo, la impotencia, o incluso el cinismo. Lo importante para el poder, es dejar a los sujetos sin capacidad de reacción eficaz o en su caso la contención de los mismos, no importa ya convencer con las propuestas, se prescinde de los pobladores. En caso de interferencia por parte de esos cuerpos, el poder actuará para (re)organizar cuerpos, cosas, territorios y tiempos.

Entre esos cambios profundos se encuentra también la destrucción de fuentes laborales estables accesibles a las mayorías, fenómeno que caracterizó al periodo anterior, cuya expresión política en Argentina fue sin lugar a dudas el peronismo (Martuccelli & Svampa, 1997; Waldmann, 1974). La idea, repetida una y otra vez por Perón, de que para el movimiento peronista «existía sólo una clase de hombres: los que trabajaban», se corresponde con una etapa histórica donde el trabajo formal no sólo era posible sino necesario. Esa situación era la que permitía que los derechos sociales estuvieran indefectiblemente atados a la condición de trabajador. Los beneficios sociales se entendían siempre como beneficios al trabajo. A partir del reemplazo de la dirección del conjunto del capital en manos de la fracción financiera, la situación cambia drásticamente.

El proceso que se extiende desde mediados de la década del setenta hasta lograr cierto equilibrio inestable (Trotsky, 1977) desde el 2003 en adelante, es un intensísimo y continuado ataque a la clase trabajadora como organizadora de la vida social (y de la resistencia) por parte del poder y el capital financiero, reconfigurando drásticamente de este modo el mundo del trabajo.

El punto de inflexión que abre la nueva etapa caracterizada aquí como de equilibrio inestable, es la insurrección espontánea (Carrera & Cortarelo, 2006) que se extendió desde el 13 al 20 de diciembre de 2001, jornadas que dieron como resultante que por primera vez en la historia, un gobierno elegido constitucionalmente sea derrocado por el pueblo en las calles sin la participación ni directa ni indirecta de las fuerzas militares. Es a partir de esos hechos, y la profunda conflictividad social que se continúa durante todo el 2002, que se reacomodan las relaciones de fuerzas que abren la etapa actual.

A diciembre de 2001, la estructura social y económica era radicalmente otra ala existente tres décadas antes, momentos en que el capital financiero tomó las riendas del sistema económico. El panorama que mostraba el país cuando la insurrección espontánea de diciembre, no deja lugar a dudas: «p arálisis del circuito comercial y productivo, con la caída de la producción industrial y miles de fábricas que comienzan a ser cerradas. La ocupación promedio de la capacidad instalada no superaba el 50%, y en algunas ramas de la producción los niveles eran del 20% (rama automotriz y de la construcción). Los índices de desocupación superaban todos los récords históricos: 18 millones de pobres y cerca de 3 millones de niños en situación de indigencia. La precarización del trabajo implicaba que casi un 50% de los asalariados recibían menos de $300. Más del 20% de la población no tenía empleo: 2.500.000 desocupados y otro tanto de «subocupados». La deuda externa orillaba los 150.000 millones de dólares, mientras resurgían enfermedades del pasado, desnutrición infantil, hacinamiento, y miles de cartoneros que recorrían las calles de las ciudades» (Job, 2007).

A partir de 2003 las clases dominantes son detenidas en su avance sin cuartel sobre la clase obrera, o lo que quedaba de ella, pero no son frenados sus planes e intenciones de seguir avanzando. Luego de ese momento, que se denominará de empate hegemónico (Gramsci, 2000) y que provoca la crisis de gobernabilidad de 2001, el conjunto del sistema va a ir reconfigurándose y estabilizándose poco a poco, como ya se dijo, en una etapa de equilibrio inestable (Trotsky, 1977).

Sin embargo, ese nuevo equilibrio, va a asentarse sobre una base material y productiva absolutamente distinta a la de treinta años atrás, y no sólo por avances tecnológicos producto del paso del tiempo, sino porque la mediana industrialización existente en el país fue prácticamente desmantelada, y la nueva industria que va a ir emergiendo, lo hace sobre las leyes de flexibilización absoluta del trabajo que las clases dominantes lograron establecer luego de 30 años de ataques continuados (que se continúa en el momento actual, como da cuenta la reciente modificación de la lay de A.R.T. por iniciativa del gobierno kirchnerista, que profundiza el ataque a los trabajadores y beneficia al capitalismo financiero más concentrado). Ya no queda dudas que será el capital financiero quien impone las reglas de juego.

Frente a este nuevo periodo de relativa estabilidad, las clases dominantes se preocuparan de poner en funcionamiento una operatoria de construcción de una nueva y necesaria tradición selectiva «a partir de un área total posible del pasado y el presente, dentro de una cultura particular, ciertos significados y prácticas son seleccionados y acentuados y otros significados y prácticas son rechazados y excluidos […] Es una versión del pasado que se pretende conectar con el presente y ratificar. En la práctica, lo que ofrece la tradición es un sentido de predispuesta continuidad.» (Williams, 2000:138)

Es entonces, cuando sobre la tumba del trabajador formal-industrial del anterior periodo de producción, las clases dominantes montan una tradición selectiva basada en la imagen de un trabajador bueno y esforzado, contracara del actual trabajador precarizado, vago, que vive de planes e indisciplinado. No es la primera vez que las clases dominantes argentinas recurren a este mecanismo buscando la división del sujeto colectivo resistente, del abajo. Basta traer a modo de ejemplo, la literatura nacionalista surgida durante las primeras décadas del siglo xx, incluida la década infame, para dar cuenta de cómo el gaucho (ya desaparecido como fuerza social) pasa de ser el malvado, «salvaje de color blanco» (Sarmiento, 1970), libertino y vago sujeto de las pampas, a constituirse en el emblema de la nacionalidad.

Luego de las guerras intestinas y el desarme de las montoneras, de la persecución sin cuartel, de las leyes de conchabo y la industrialización de la estancia, de la derrota a Felipe Varela como último hito de la resistencia frente al centralismo europeistas porteño, el gaucho vencido como fuerza social y forma de estar en la tierra, asimilado (y útil) a la insipiente agro-industria nacional; y frente a la amenaza concreta de una nueva fuerza social impugnadora del nuevo orden económico basado en la ciudad-puerto de principios de siglo xx, es decir, ante la llegada masiva de inmigrantes europeos que traían entre sus escasas pertenencias varias ideas revolucionarias; las clases dominantes corren a refugiarse en «lo nacional» y en el gaucho como emblema del mismo. El gaucho es entonces resemantizado y vaciado de todo contenido impugnador, es vuelto un inofensivo y pulcro objeto de culto.

A principios del siglo siguiente, luego de 2003, con una clase obrera formal disciplinada a lo largo de treinta años de desprecio, muertes, desapariciones, un genocidio brutal y calculado, la desarticulación de sus organizaciones sindicales, de la persecución y condena de cualquier contenido impugnador del orden social que había logrado construir en décadas de luchas y aprendizajes; las clases dominantes, ante el surgimiento de un nuevo sujeto colectivo con capacidad impugnadora que tomó visibilidad entre 1997 y 2003 que lograra articular tras de sí a gran cantidad de los sectores populares, echa mano a recuperar ahora al viejo trabajador industrial. Éste, resignificado (como lo fue el gaucho), es asociado nuevamente a lo bueno, frente a las connotaciones negativas que se concentran en el otro polo de la ecuación.

El trabajador es lo normal frente a la diversidad de formas de estar que trajo consigo el desanudamiento de una institución salarial estable para las inmensas mayorías a principios del siglo XXI, como lo normal fue lo nacional (el gaucho) frente a la explosión de voces y sentidos que implicó la amenaza del trabajador extranjero europeo a principio de siglo XX.

Atrás quedó el trabajador revolucionario de las últimas décadas de primacía del capital industrial, el subversivo diluyente de la cultura nacional y los valores cristianos, amenaza roja y agente del imperialismo ruso, o lacra peronista despreciada por la oligarquía local. Ahora el trabajador formal (inofensivo y disciplinado) es bandera de honestidad, bondad y esfuerzo.

En el otro polo quedan quienes son denominados los trabajadores precarizados, desempleados o simplemente piqueteros, pobres en general, quienes acumulan para sí todos los epítetos y características que antes servían para describir a los trabajadores industriales organizados y combativos, o mucho antes a los gauchos que se resistían a integrar el modelo de producción dominante, y por ende un modo de vida particular, el del modelo capitalista correspondiente a cada momento histórico.

Comprender las dinámicas de las operatorias realizadas desde el poder, en la construcción discursiva de amigos y enemigos, permite observar el potencial liberador que cada sujeto contiene en cada momento histórico. No significa esto que los sujetos colectivos «domesticados» por el sistema no sigan encerrando en sí la posibilidad de resistencia e impugnación, pero sí dice sobre las preocupaciones que el arriba va priorizando, y dónde se enfoca la construcción de nuevos dispositivos de poder que permitan inmovilizar, contener y desarticular a ciertos sujetos colectivos. Quienes son esos otros que el sistema decide enfrentar.

Hoy los pobres (término que no refiere sólo a un concepto material, sino principalmente político) representan para el sistema un trago difícil de digerir, en la medida que se organizan y generan nuevos modos de resistir al embate del capital. Son ellos quienes viven en las tierras que precisa, son ellos quienes «sobran» y se configuran como población excedente que debe ser administrada, contenida, eliminada, dependiendo del caso.

Hasta una nueva modificación en las esferas del poder que logre -quizás- domesticar a inmensos sectores del pueblo, habrá allí -en los pobres, entendidos por Raciere, como el sujeto matricial de la democracia- un caudal resistente e impugnador que los sectores populares organizados tenemos que poder aprehender, reproducir y potenciar. Es posible que la «experiencia piquetera», la disputa de los incontados del sistema, contrario a lo que se repite con demasiada liviandad, no esté agotada, sino que simplemente se encuentre en un proceso de reconfiguración que le permita escapar a las suaves garras domesticadoras del sistema. Es una historia que se está escribiendo, y que quizás pueda de una vez por todas escapar a la tradición de los de arriba. La lucha continúa, y por eso se debe buscar algunos mojones que permitan afinar lo más posible nuestras prácticas. Quizás analizar los discursos del poder puedan ayudarnos en el camino.

Bibliografía

CARRERA, I. & CORTARELO, M. C. (2006) «Génesis y desarrollo de la insurrección espontánea de diciembre de 2001».En Argentina. Sujetos sociales y nuevas formas de protesta en la historia reciente de América Latina. Ed. CLACSO. Bs. As.

GRAMSCI, A. (2004) Antología. Ed. Siglo XXI. Bs. As.

HOBSBAWM, E. (2006) Historia del siglo XX. 1914-1991. Ed. Crítica. Barcelona.

JOB, S. (2007) Los principios estructurales de un tentempié. Análisis de la estructura económica desde 2001. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=47046

KUSCH, R. (2001) Obras completas. Tomo III. Fundación Ross. Rosario.

MARTUCCELLI, D. & SVAMPA, M. (1997) La plaza vacía. Las transformaciones del peronismo. Ed. Losada. Bs. As.

SARMIENTO, D. (1970) Facundo. Civilización y Barbarie. Bs. As. Espasa.

TROTSKY, L. (1977) Escritos. Tomo I (1929-1930) Volumen I. Ed. Pluma. Colombia.

WALDMANN, P. (1974) El Peronismo. 1943-1955. Ed. Hyspamérica. Bs. As.

WILLIAMS, R. (2000) Marxismo y literatura. Barcelona. Ed. Península.

ZIBECHI, R. ( 2003) Genealogía de la Revuelta. Argentina: La Sociedad en Movimiento. Editorial Letra Libre. Buenos Aires.

Sergio Job es integrante del Colectivo de Investigación «El Llano en llamas» y militante del Movimiento Lucha y Dignidad en el Encuentro de Organizaciones de Córdoba.

Notas

[1] No se debe pensar el gobierno militar por fuera del concepto de Estado Policial, entendido el mismo como aquél que administra cosas y cuerpos. El genocidio no debe comprenderse como un acto alocado de una cúpula militar sedienta de sangre, sino como un plan diseñado desde las esferas más altas del poder y el capital financiero global para disciplinar y ordenar cuerpos y cosas, fue un acto administrativo violento que secuestró, torturó, mató y desapareció cuerpos como quien recibe una nota, la sella y remite a otra instancia. Se insiste: el genocidio fue un acto administrativo violento del poder. Se entiende aquí, que no es casualidad la autodenominación que se dio el gobierno militar: «Proceso de Reorganización Nacional», toda una declaración de principios y métodos. Proceso y Reorganización, no hablan de guerra, ni de caos, ni siquiera de negocios, sino por el contrario, se insiste, de un acto administrativo sin más, que da lugar a una nueva etapa del poder y el capital.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.