Se comenzó a hablar de procesos de transición democrática -y ya no de restauración de la democracia– en la segunda mitad de los años setenta y a principios de los ochenta del siglo pasado, cuando dictaduras europeas como la de los coroneles griegos, la de Oliveira Salazar y Caetano en Portugal, o la del franquismo […]
Se comenzó a hablar de procesos de transición democrática -y ya no de restauración de la democracia– en la segunda mitad de los años setenta y a principios de los ochenta del siglo pasado, cuando dictaduras europeas como la de los coroneles griegos, la de Oliveira Salazar y Caetano en Portugal, o la del franquismo en España; o bien en nuestra América las de Ecuador, Argentina, Perú y más adelante Uruguay, Brasil, Chile, Bolivia, etcétera, eclosionaron para dar paso a regímenes más abiertos de democracia representativa. No fue, en estos casos, el derribo de los gobiernos en turno por revoluciones triunfantes sino procesos más lentos de transformación política que, si bien involucraban con frecuencia la acción de masas, se signaron más bien por ser dirigidos y controlados desde las propias elites de poder, evitando el derrumbamiento dramático del orden vigente.
La transición es el testimonio del agotamiento paulatino de un régimen o forma de gobierno frente a nuevas realidades que lo desbordan desde la sociedad y el contexto internacional. Características de la Guerra Fría, las dictaduras de diversos orígenes (algunas como exponentes de los fascismos europeos del periodo de entreguerras; otras, de nuevo tipo, como las sudamericanas) tuvieron que ir cediendo el lugar a formas de dominación más funcionales a los requerimientos del naciente orden económico de competencia entre grandes bloques internacionales. Muchas veces, esas transiciones fueron inducidas desde los grandes centros de poder estadounidense o europeos. Dos casos llegaron a ser paradigmáticos: el español en Europa, donde la transición fue pactada entre un sector del viejo régimen y las oposiciones democráticas, y el chileno en América, donde la dictadura aún tuvo brío para conducir el proceso y dejar su impronta en el nuevo régimen, formalmente democrático y representativo.
Lo que es de llamar la atención es que en un país como México se haya adoptado el lenguaje y se haya generalizado el uso, en el medio periodístico y aun en el académico, del término transición para designar las sucesivas reformas y cambios político-electorales operadas en los últimos cuatro o cinco lustros. Aun personalidades calificadas en los procesos vividos en este periodo (José Woldenberg, por mencionar tan sólo una) han usado públicamente el término; y se han constituido organismos (el Instituto de Estudios para la Transición Democrática, donde participa el propio Woldenberg, por ejemplo) empleando el mismo concepto. No han faltado actores políticos que asumen esa noción; y el mismo PRI, quintaesencia del viejo régimen, ha introducido en su Plan de Acción (punto 6) el reconocimiento de un proceso de » tránsito para consolidar un régimen democrático, con un sistema plural y competitivo de partidos».
No habiendo existido formalmente en México una dictadura ni la ruptura del orden constitucional por los poderes públicos, el hablar de transición (o, como el PRI, de tránsito) es el reconocimiento de que nuestro régimen político no ha sido democrático sino, al menos, autoritario y sin condiciones de competencia electoral.
Para muchos, la transición arribaba a puerto con la derrota del PRI en la elección presidencial de 2000 y el arribo del gobierno panista de Vicente Fox. Parecía ser la ocasión de desmontar el manejo faccioso y partidario de las instituciones federales realizado por el PRI y el Presidente, el debilitamiento del propio presidencialismo y la consolidación de la sociedad civil que había impulsado el ascenso y triunfo panista. No fue así. Las coincidencias estratégicas de PAN y PRI en torno al proceso acumulación oligárquico excluyente, y el temor de que el entonces jefe de gobierno López Obrador ganara la elección de 2006 llevaron a la reconstrucción de alianzas que se expresaron en el proceso de desafuero del gobernante perredista, lo mismo que en las cámaras del Congreso y en otros espacios.
Pero si la transición se inmovilizó en el sexenio foxista, en este 2012 se encuentra en vías de ser abiertamente revertida, no por ser el candidato del PRI el que encabeza las votaciones del 1 de julio sino por los métodos que se usaron, a lo largo al parecer de seis o siete años para, desde el gobierno del Estado de México, construir su candidatura y para sacarla adelante durante la jornada electoral. La opinión pública ha conocido, a través de investigaciones periodísticas como las de Jenaro Villamil y la corresponsal de The Guardian en México, de los contratos entre Peña Nieto y Televisa para crearle a aquél una imagen pública no sólo como gobernador del Estado de México sino como precandidato «puntero» a la presidencia. Se ha exhibido, por las denuncias del PAN, del Movimiento Progresista de López Obrador y del empresario méxico-estadounidense José Aquino (éste último en una corte civil de California) el manejo escandaloso de recursos por el priismo y su candidato, recursos de origen incierto que bien podrían venir de los gobiernos estatales en manos del Revolucionario Institucional o de las mafias delincuenciales. Ampliamente se ha documentado ante el IFE y el Tribunal Electoral el rebase de los gastos de campaña autorizados y las acciones concretas de compra directa o embozada de votos, configurándose un delito claramente tipificado en el Código Penal Federal.
El dinero, contrariamente a lo que intentó la reforma electoral, la de 2007, se transformó, nuevamente y a la vista de todos, en el factor decisivo del proceso electoral. Las tarjetas de los almacenes Soriana repartidas para comprar sufragios y de Banca Monex para trasladar cuantiosos recursos a los operadores electorales del PRI y a sus votantes son la expresión concreta y al mismo tiempo simbólica de esta no nueva sino reactivada forma de manipulación del voto. Un voto que, conforme al artículo 41 de la Constitución debe ser libre y no coaccionado ni comerciado.
Todo ello no obstante, el Tribunal se apresta para, en los próximos días, validar la elección y declarar a Peña Nieto presidente electo, como si no hubiera elementos suficientes de convicción de lo que realmente pasó. Se ha llegado al punto en que las instituciones sancionarán y legitimarán un proceso bajo firme sospecha de ilegalidad e inconstitucionalidad.
Escribió Montesquieu en El espíritu de las leyes lo que consideraba era el principio rector de la democracia: «No hace falta mucha probidad para que se mantengan un poder monárquico o un poder despótico. La fuerza de las leyes en el uno, el brazo del príncipe en el otro, lo ordenan y lo contienen todo. Pero en un Estado popular no basta la vigencia de las leyes ni el brazo del príncipe siempre levantado; se necesita un resorte más, que es la virtud«. Y razonaba por qué debía ser ésta la que rigiera el comportamiento no sólo de los gobernantes bajo el gobierno republicano sino del pueblo mismo. «No está menos claro que el monarca, si por negligencia o mal consejo descuida la obligación de hacer cumplir las leyes, puede fácilmente remediar el daño: no tiene más que cambiar de consejero o enmendarse de su negligencia. Pero cuando en un gobierno popular se dejan las leyes incumplidas, como ese incumplimiento no puede venir más que de la corrupción de la república, puede darse el Estado por perdido».
Hoy no es sólo lo que significaría la reversión de los prolongados esfuerzos de varios lustros en pos de un régimen electoral democrático y competitivo lo que está en discordia, sino la legitimación de prácticas que por sí mismas atentan contra lo que la democracia como concepto significa. Muy concisamente se expresa esta disyuntiva: ¿Podrá en este caso más la virtud exigida por Montesquieu para gobernantes y gobernados, o la fuerza del dinero que circula por las tarjetas Monex?
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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