La resplandeciente victoria electoral de Evo Morales expresa la fuerza moral de un gobierno hecho suyo y defendido por una mayoría de bolivianos de casi todos los sectores. El presidente no sólo resultó reelecto sino que su partido, el MAS, consiguió lo que parecía imposible: la amplia mayoría parlamentaria de dos tercios necesaria para instrumentar […]
La resplandeciente victoria electoral de Evo Morales expresa la fuerza moral de un gobierno hecho suyo y defendido por una mayoría de bolivianos de casi todos los sectores. El presidente no sólo resultó reelecto sino que su partido, el MAS, consiguió lo que parecía imposible: la amplia mayoría parlamentaria de dos tercios necesaria para instrumentar las leyes que permitirán dar vida a la Constitución del Estado plurinacional y avanzar hacia la refundación del país. Hay un dato revelador y es la abrumadora afluencia de electores, ascendente a más del 90 por ciento de los registrados según cálculos preliminares, algo con lo que no pueden ni soñar las llamadas democracias avanzadas puesto que sus ciudadanos cada vez creen menos en ellas; más relevante aún considerando la amplitud de un padrón electoral que se acerca a la inclusión de toda la ciudadanía en edad de votar. Ello es una prueba de la creciente participación política en el país andino, particularmente de sus pueblos indios, muchos de cuyos integrantes no existían legalmente hasta la llegada de Evo al gobierno y por lo tanto no ejercían el derecho al sufragio, pues durante siglos fueron marginados y privados de todos sus derechos.
Digan lo que digan los pulpos mediáticos, los avances económicos, políticos y sociales de Bolivia demuestran que Evo ha hecho un excelente gobierno, caracterizado, eso sí, por la defensa de la soberanía nacional y de los intereses de las mayorías, que así lo reconocen como lo prueba la copiosa votación que recibió, casi diez puntos por encima de cuando fue electo por primera vez. ¿Cuántos presidentes pueden presumir un respaldo igual? Esta victoria, como apuntó el propio Evo, no es sólo de Bolivia sino de todas las fuerzas y gobiernos antimperialistas y seguramente constituirá una fuente de inspiración, de enseñanzas y un gran estímulo para movimientos populares e indígenas de otros países de la región que aún no han logrado colocar en la presidencia a uno de los suyos e iniciar un proceso de cambios. Lo mismo puede decirse de los gobiernos progresistas, cuyos pueblos y líderes reciben como propia la noticia de este triunfo.
Pero pongamos los pies sobre la tierra. Ni Estados Unidos ni las oligarquías se resignan a estos tiempos nuevos de nuestra América y si no aceptan ni moderadas reformas mucho menos van a cruzarse de brazos ante la consolidación de los procesos revolucionarios en Venezuela, Ecuador y Bolivia ni perdonar a Cuba su carácter de pionera y su apego a los principios revolucionarios. El golpe de Estado en Honduras es el precedente creado por Washington para interrumpir por la fuerza los procesos de cambios sociales y políticos por vía electoral en América Latina. Ahora el imperio afirma cínicamente, a coro con sus más estrechos aliados en la región, que condena el golpe pero reconoce las «elecciones» organizadas por el gobierno golpista con candidatos golpistas, arbitradas por instituciones golpistas en un país bajo toque de queda y donde la mayoría de los electores no concurrió a votar precisamente por considerar ilegítimo el chanchullo montado por la dictadura.
Es muy importante que la cumbre del Mercosur se haya pronunciado categóricamente por no reconocer ese circo y pidiera de nuevo el restablecimiento del orden constitucional en Honduras. Allí Hugo Chávez dijo lo que muchos pensamos. De modo que si en Venezuela -señaló- hay mañana un golpe de Estado y luego los golpistas organizan unas elecciones, países como Colombia y Perú reconocerían al gobierno surgido de ellas. Allí está la paradoja a que nos enfrentamos en América Latina, donde la elección de Barak Obama a la presidencia de la potencia del norte levantó la esperanza de una relación más respetuosa y menos agresiva del imperio con América latina y resulta que menos de un año después hemos visto el retorno del golpismo y que con el pretexto de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo nos van a llenar de bases militares yanquis y planes de militarización en los países con gobiernos serviles como los de Colombia, Perú y Panamá. Si el restablecimiento de la IV Flota era motivo sobrado de alarma, estas acciones militaristas y subversivas constituyen una gravísima amenaza a la soberanía latinoamericana y vienen a reforzar la situación de cerco, militar y mediático, en que el imperio intenta colocar a los gobiernos progresistas de América del sur y central y a todas las fuerzas revolucionarias de la región.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2009/12/10/index.php?section=opinion&article=027a1mun
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