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La violencia política a las mujeres como herencia colonial y patriarcal

Fuentes: Rebelión

Hechos indignantes de múltiples violencias hacia las mujeres políticas, se han conocido durante las últimas semanas, en Bolivia.

Cual señal de escarmiento, la violencia política muestra lo crudo de la herencia colonial y patriarcal sobre los cuerpos de las mujeres que son electas en las urnas.

La participación política, la paridad y alternancia son reconocidas legalmente, pero las normas no alcanzan a proteger estos derechos. Sobre la ley 243, contra el acoso y la violencia política, un informe reciente indica que en 10 años, se presentaron más de 500 denuncias, más de 300 renuncias y solo dos sentencias fueron ejecutadas.

En este escenario, semanas atrás, la asambleísta del Movimiento Al Socialismo, Muriel Cruz, sufrió una brutal golpiza en vía pública. Nadie acudió a socorrerla y tras varios minutos de soportar insultos y golpes, reaccionó para salvarse de lo que pudo haber llegado hasta el fin de su vida. Cruz fue víctima de un grupo opositor que los medios de comunicación hegemónicos llamaron “grupo de activistas”. Vulnerando sus derechos, por doble partida, esos medios no dudaron en mostrar sus imágenes en total indefensión, humillada, tirada en el piso y jalada de los pelos. La revictimizaron.

Otras dos autoridades mujeres fueron atacadas en los mismos días. Francisca Sánchez, asambleísta y representante indígena del pueblo guaraní, recibió agresiones físicas y racistas. Y en Cochabamba, la concejal Claudia Flores, tuvo tal grado de golpiza, que también fue internada como Cruz, con varios días de impedimento. A la fecha, ninguno de estos casos fue resuelto.

Cada historia muestra el difícil recorrido de las mujeres políticas en un contexto de impunidad que normaliza la violencia y rememora 500 años atrás, cuando liderezas como Bartolina Sisa, Gregoria Apaza y muchas otras fueron violentadas, torturadas y asesinadas por el colonialismo español. Desde entonces, hacer política para las mujeres constituye un gran desafío con varios frentes en la sociedad.

La violencia política no significa solamente el no ejercicio del cargo público, representa una conjunción de violencias: física, psicológica, simbólica, mediática y digital, que cada mujer electa debe sortear con una habilidad multifacética. Ellas deben defenderse solas o arropadas por alguna colectiva dispuesta a dar la cara ante los lamparines de la crítica permanente.

Muchas veces las violencias pueden iniciarse en casa. Las familias no siempre están dispuestas a acompañar la trayectoria dirigencial de una mujer. Quizá ahí empiecen los problemas: una pareja poco tolerante a los éxitos y fracasos de la política. El cuidado de las y los hijos, suele ser otro obstáculo que se presenta cuando se trata de madres solteras o jefas de hogar. Dividir y multiplicar el tiempo, cumplir dobles y triples jornadas, son algunos de los desafíos que se presentan a las mujeres políticas.

En cuanto a las violencias simbólica, mediática o digital ocurren sistemáticamente. En los medios de comunicación no se respetan los códigos de ética ni la autorregulación. Como sucedió con la asambleísta Muriel Cruz, la revictimización se hizo una práctica cotidiana, en la cual no sólo se vulneran derechos, sino se construye el discurso sensacionalista de la prensa amarilla provocando el morbo en las audiencias.

La amplia permisibilidad de las redes sociales y la escasa regulación nacional y transnacional permiten la circulación de mensajes, audios, videos y fotografías que denigran la dignidad de las mujeres. Decenas de casos quedan atrapados en la nube ficticia del internet, donde es imposible llegar con alguna prevención o sanción. Por ello, la violencia digital, por ejemplo, crece como la espuma, afectando la salud mental de las mujeres políticas, por lo que solo una coraza imaginaria puede cubrir de los daños. En Argentina, existen casos paradigmáticos como la campaña contra Cristina Fernández y su familia.

Se trata de realidades que mezclan lo público y lo privado, en un concierto sinfín, en el que no se sabe dónde empieza uno y dónde termina el otro. Nunca tan bien traído a colación el slogan feminista de los años 70, cuando enarbolaron que “lo personal es político”. Ciertamente, la emancipación empieza en los confines más recónditos de lo doméstico, pero qué complejo resulta avanzar en lo privado y a la vez en lo público, cuando ambos son dos caras feas del mismo patriarcado.

Un informe reciente emitido por la Defensoría del Pueblo, junto a otras instituciones como Solidaridad Internacional, denominado “Obligadas a renunciar”, recoge cifras alarmantes que muestran el cercenamiento del derecho a la participación política de las mujeres. En el documento se observa que el alto número de las renuncias no siempre son voluntarias y detrás de ellas se esconde algún tipo de violencia que no se dice por miedo o por vergüenza. Tanto puede tratarse de violencia intrafamiliar, acoso, chantajes hasta el extremo de la extorsión.

El documento enfatiza en la figura de la “gestión compartida”, que consiste precisamente en la extorsión a las mujeres políticas, quienes deben renunciar a mitad de su gestión para dar paso a los varones suplentes en el ejercicio del poder.

La figura, ilegal a todas luces, se esconde detrás de las más de 300 renuncias presentadas en una década. Algunas veces el supuesto acuerdo es verbal y otras es escrito. Pero casi todas llevan la aprobación de los partidos políticos, que mantienen estructuras machistas, donde la paridad y alternancia sirven para la confección de las listas. Después, el derecho a la participación se convierte en objeto de negociación o imposición, sellado por un pacto de silencio.

Estas prácticas comunes pueden llevar incluso al feminicidio. Siendo así, el análisis conduce a sostener que ser mujer y autoridad electa, significa adentrar en un mundo anclado en las tradiciones más fuertes del machismo histórico. Por ello, ganar elecciones representa una virtud de coraje, pero al mismo tiempo configura un monstruo de siete cabezas que arrincona a las mujeres políticas con múltiples violencias.

En la dimensión legal, la investigación de la Defensoría apunta muy acertadamente a la reforma de la ley 243. Sus postulados fueron una decisión vanguardista en América Latina, pero hoy urge una reformulación rápida y certera para, de alguna manera, detener las violencias que impiden a las mujeres cumplir un mandato popular en la gestión pública.

La ley 243 fue aprobada en 2012, resultado de las luchas de las organizaciones de mujeres y del feminicidio emblemático de la concejal indígena Juana Quispe, en el departamento de La Paz. A 11 años de su muerte, el caso no fue esclarecido por la justicia patriarcal y corrupta, que únicamente acumula expedientes en un franco desacato a la Constitución Política del Estado.

Bolivia ha dado pasos gigantes en la inclusión y la constitucionalización de los derechos humanos. Esa primera ola histórica de reconocimiento de los sectores más olvidados, pide a gritos una segunda renovación que consolide el avance en la normativa y el cambio en la vida de las personas, porque lo personal es político y viceversa.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.