En numerosas ocasiones he tenido la oportunidad de exponer la tesis de que, en no pequeña medida, Bush tuvo responsabilidad en los atentados del 11-M madrileño, aunque no haya sido convocado por la Comisión de Investigación creada en nuestro Parlamento para averiguar los pormenores relativos a ellos. Al no haber perseguido con determinación las raíces […]
En numerosas ocasiones he tenido la oportunidad de exponer la tesis de que, en no pequeña medida, Bush tuvo responsabilidad en los atentados del 11-M madrileño, aunque no haya sido convocado por la Comisión de Investigación creada en nuestro Parlamento para averiguar los pormenores relativos a ellos. Al no haber perseguido con determinación las raíces de Al Qaeda, cuando EEUU atacó Afganistán, y al haber preferido invadir Iraq – por motivos muy distintos a la lucha contra el terrorismo -, contribuyó al auge terrorista que acabó ensangrentando Madrid. Con otras palabras sostiene lo mismo el libro que aquí se comenta: «La guerra de Iraq fue un error estratégico de primera magnitud. En vez de dedicarnos con energía a la prioridad de crear un contrapeso ideológico para Al Qaeda, invadimos Iraq y abastecimos a Al Qaeda precisamente del combustible propagandístico que necesitaba» (p. 339). Combustible que se extendió por gran parte del mundo islámico y abrió banderines de enganche terrorista en países muy distintos, sirviendo de abono para el crecimiento de esta moderna plaga internacional.
Richard A. Clarke ha sido el principal responsable de la lucha antiterrorista en la Casa Blanca durante las presidencias de George H. Bush, William J. Clinton y George W. Bush, hasta que renunció voluntariamente a su puesto en 2003 para dedicarse a sus actividades privadas, entre las que se encuentra el profesorado en la prestigiosa universidad estadounidense de Harvard. Aparte de eso, su carrera política, consistente en treinta años de servicio directo a la presidencia de EEUU – siempre implicado en cuestiones de seguridad interior -, confiere al autor una amplia perspectiva y un gran conocimiento de los entresijos del poder en EEUU. Escrito en primera persona, a la vez que un interesante y vívido tratado de política práctica, este libro es una impresionante narración de los acontecimientos que han modelado la reciente historia de la humanidad, relatados por alguien que ha podido controlarlos de modo directo. Conocer, siquiera por encima, la dinámica del poder en la primera superpotencia mundial es lo que pueden lograr, tras dedicar unas pocas horas a su lectura, quienes no desean seguir siendo engañados por las verdades oficiales.
El autor, conversando con otro alto funcionario sobre la política de Bush y sus consejeros, se expresaba así: «Siguen sin entenderlo. En vez de ir a por todas contra Al Qaeda y eliminar los puntos vulnerables de nuestro país, quieren invadir Iraq otra vez. Tenemos una fuerza militar simbólica en Afganistán, los talibanes se están agrupando de nuevo, no hemos capturado a Ben Laden, ni a su mano derecha, ni al jefe de los talibanes. Y no van a enviar más tropas a Afganistán para capturarlos… ¿Sabes hasta qué punto se fortalecerán Al Qaeda y otros grupos similares si ocupamos Iraq? Ahora no tenemos ninguna amenaza iraquí, pero el 70 por ciento de los estadounidenses creen que Iraq atacó el Pentágono y el World Trade Center. ¿Sabes por qué? ¡Porque eso es lo que quiere la Administración que piensen!» (p. 300).
Estremece saber que así hablaba un alto funcionario del Gobierno de Bush, con amplia experiencia antiterrorista, conocimiento interno de la política de EEUU y relaciones personales al más alto nivel. Pero este libro no describe sólo la lucha antiterrorista de EEUU y sus ostensibles fracasos. Disecciona crudamente la política exterior de este país: «Madeleine Albright, yo y un puñado de personas habíamos acordado un pacto en 1996 para echar a Butros-Ghali de la Secretaría General de la ONU». Admite que manipularon no sólo la expulsión del secretario general sino que «se seleccionase a Kofi Annan para sustituirle» (p. 251-2). Por mucho que sea cosa ya sabida, es interesante constatar fehacientemente los manejos de EEUU para controlar a la ONU.
Y es también interesante comprobar que los diplomáticos de EEUU suelen tener algo de especial: «No era el tipo de diplomático que se preocupaba por el protocolo en una cena, sino que entendía de helicópteros armados e interceptación de las comunicaciones» (p.290), escribe al referirse al entonces embajador de EEUU en Indonesia. Un diplomático que sabía cómo intervenir activamente en el país donde estaba acreditado, y esto le confería prestigio en las altas instancias del poder . El nombramiento de Negroponte para la embajada de Bagdad – la más ampliamente dotada de todo el mundo – está en la línea de esa larga genealogía de embajadores «paradiplomáticos», de nefasto recuerdo en Latinoamérica y otras partes del mundo.
Por mucha eficacia que se desee dar a la acción antiterrorista, existe un límite insuperable en casi todos los países: la burocracia. Cuando el Congreso de EEUU pretendía modificar la ley que estructuraba el Departamento de Seguridad Nacional (creado después del 11-S), «tanto el FBI como la CIA vieron en este mandato un desafío a su autoridad. Aunque a menudo enfrentados y poco dispuestos a compartir información sobre terrorismo, la CIA y el FBI pueden hacer causa común cuando se enfrentan al mismo enemigo burocrático» (p. 313). Conclusión evidente: la burocracia y sus luchas intestinas son el mejor aliado de las células terroristas. Algo podría deducir al respecto el recién creado CNI español en sus actuales esfuerzos organizativos.
Una de las más penosas sensaciones que se experimentan al leer esta antología de política práctica es el desprecio por la vida humana. Cuando EEUU atacaba a Al Qaeda en Somalia, Clarke argumenta: «…dudo que pudiera haberse hecho otra cosa. Matar a más somalíes inocentes no habría ayudado gran cosa» (p. 120). De donde se deduce que, si la muerte de inocentes «ayudara», no se consideraría inmoral, porque el prestigio de EEUU no tiene precio: «Tras la muerte de 278 ‘marines’ en Beirut, Reagan había invadido Granada, para demostrar que aún podíamos hacer uso de la fuerza» (pp. 119-120). ¿Cuántos granadinos inocentes murieron para reforzar el prestigio de EEUU? En tres líneas aparece clara la inmoralidad de cierta política exterior de EEUU: ni siquiera para justificar la ignominia se recurre a la usual razón de Estado, sino a la simple venganza por el orgullo nacional herido, igual que ocurrió tras al 11-S.
Desvela Clarke sin rodeos el primitivismo mental de Bush y de su círculo íntimo: «… [Bush] buscaba una solución simple… [de los problemas]. Una vez que conseguía eso, era capaz de poner mucha energía en su deseo de lograr el objetivo. El problema era que muchos de los asuntos importantes, como el terrorismo, como Iraq, eran un fino encaje de sutilezas y matices importantes. Estos asuntos requerían análisis, y Bush y su círculo de asesores no tenían un interés especial en análisis complicados; ya sabían las respuestas a los asuntos que les interesaban, eran creencias generalmente aceptadas» (p. 302).
Al referirse a Bush y sus inmediatos colaboradores, un columnista del partido republicano comentó al autor: «Estos tipos son más endogámicos, herméticos y vengativos que la Mafia» (p. 305). Pues es con esos tipos con los que el presidente español José María Aznar selló en las Azores un pacto de mutua lealtad que comprometió a España. Su ceguera, ya evidente entonces, queda de sobra demostrada con testimonios tan demoledores como los del libro aquí comentado. Es de desear que los nuevos responsables de la política exterior española tengan en cuenta algo de lo que en él se describe.
Contra todos los enemigos. Richard A. Clarke. (Título original: Against All Enemies). Taurus, Pensamiento. Madrid 2004. 382 páginas