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Las distintas maneras de considerar la historia

Fuentes: TopoExpress

Nota de edición: Tal día como hoy [14 de noviembre], en 1831, moría el filósofo alemán G.W.F. Hegel. Gigante del pensamiento y la erudición, su filosofía viva, inquietante, incluso retadora, expresa el designio principal de la modernidad: poner en conceptos el propio tiempo.   Hay tres maneras de considerar la historia. Existe la historia inmediata, […]

Nota de edición: Tal día como hoy [14 de noviembre], en 1831, moría el filósofo alemán G.W.F. Hegel. Gigante del pensamiento y la erudición, su filosofía viva, inquietante, incluso retadora, expresa el designio principal de la modernidad: poner en conceptos el propio tiempo.

 

Hay tres maneras de considerar la historia. Existe la historia inmediata, la historia reflexiva y la historia filosófica. 

Por lo que se refiere a la primera, empezaré por citar los nombres de Heródoto, Tucídides y demás historiógrafos semejantes, para dar así una imagen precisa de la clase de historia a que aludo. Estos historiadores vivieron en el espíritu de los acontecimientos por ellos descritos; pertenecieron a dicho espíritu. Trasladaron al terreno de la representación espiritual lo sucedido, los hechos, los acontecimientos y estados que habían tenido ante los ojos. Estos historiadores hacen que lo pasado, lo que vive en el recuerdo, adquiera duración inmortal; enlazan y unen lo que transcurre raudo y lo depositan en el templo de Mnemosyne, para la inmortalidad. Sin duda, estos historiógrafos de la historia inmediata tuvieron a su disposición relaciones y referencias de otros -no es posible que un hombre solo lo vea todo-; pero solo al modo como el poeta maneja, entre otros ingredientes, el lenguaje culto, al que tanto debe. También el poeta elabora su materia para la representación; en ella reside la obra principal; es su creación. Y lo mismo les sucede a los historiógrafos. Pero el poeta, que encuentra su materia en la sensación, traduce esta materia más bien a la representación sensible que a la espiritual. Los poemas no tienen verdad histórica; no tienen por contenido la realidad determinada. Las leyendas, los cantares populares, las tradiciones, son modos, turbios aún, de afianzar lo sucedido; son producidos por pueblos de conciencia turbia; y estos pueblos quedan excluidos de la historia universal. Aquí nos referimos a pueblos ya cultivados, que tenían conciencia de lo que eran y de lo que querían. La historia propiamente dicha de un pueblo comienza cuando este pueblo se eleva a la conciencia. La base de la realidad intuida e intuible es mucho más firme que la caducidad, sobre la cual nacieron esas leyendas y esos poemas, que ya no constituyen lo histórico en los pueblos que han llegado a una firmeza indivisible y a una individualidad completa.

Estos historiógrafos inmediatos transforman, pues, en una obra de la representación los acontecimientos, los hechos y los estados de su presente. El contenido de estas historias no puede ser, por tanto, de gran extensión externa (considerad a Heródoto, a Tucídides, a Guicciardini(1) Su materia esencial es lo que estaba presente y vivo en el círculo de sus autores. El autor describe lo que él mismo, más o menos, ha contribuido a hacer o, por lo menos, ha vivido. Se trata de breves períodos, de figuras individuales, hombres y acontecimientos. Los rasgos singulares, no sometidos a reflexión, con que el historiador compone su cuadro, están determinados en este cuadro lo mismo que en la intuición del autor en las narraciones intuitivas que el autor escuchara; y así los ofrece el historiador a la representación de la posteridad. La cultura del historiador y la cultura de los sucesos, que describe; el espíritu del autor y el espíritu de la acción que narra, son uno y el mismo. Por eso no tiene el autor reflexiones que añadir, puesto que vive en la cosa misma y no ha trascendido de ella.Y si, como César, pertenece a la clase de los generales o políticos, entonces son sus propios fines los que se presentan como fines históricos.

Aquí hemos de hacer una observación, aplicable también a épocas posteriores. Cuando un pueblo ha llegado a una cultura bastante avanzada, se producen en su seno diferencias de educación, que nacen de las diferencias de clase. El escritor, si ha de contarse entre los historiógrafos inmediatos, ha de pertenecer a la clase de aquellos cuyos actos quiere referir: los políticos o los generales. El espíritu de la cosa misma implica que en épocas cultas sea el escritor también culto; el escritor debe tener conciencia de sus principios. Ahora bien, afirmamos aquí que semejante historiógrafo no reflexiona, sino que presenta las personas y los pueblos mismos; y contra esto que decimos parecen testimoniar los discursos que leemos en Tucídides, por ejemplo, y de los cuales puede decirse, sin duda, que no fueron pronunciados así. Mas en este punto hay que tener en cuenta que las acciones se revelan también como discursos, por cuanto actúan también sobre la representación. Pero los discursos son actos entre los hombres y actos muy esencialmente eficaces. Por medio de los discursos son empujados los hombres a la acción; y estos discursos constituyen entonces una parte esencial de la historia. Sin duda suelen decir los hombres: «Eso no fue más que palabrería», dando a entender con esta frase que los discursos son inocentes. Y los discursos que son mera palabrería, tienen en efecto la ventaja importante de ser inocentes. Pero los discursos entre pueblos o a un pueblo o a los príncipes, son partes integrantes de la historia. Contienen explicaciones acerca de las reflexiones y principios de la época; y pueden ahorrar al historiógrafo el trabajo de hacer él mismo esas reflexiones. Y si el historiógrafo mismo forja dichos discursos, estos resultan siempre los discursos de su época, puesto que el historiador está sumergido en la cultura de su época. Si, por ejemplo, los discursos de Pericles, el político más hondamente culto, más auténtico y noble, han sido elaborados por Tucídides, no por eso son ajenos y extraños a Pericles. En sus discursos manifiestan esos hombres las máximas de su pueblo, su propia personalidad, la conciencia de sus relaciones políticas y de su índole moral y espiritual, los principios de su finalidad y de su modo de obrar. El historiógrafo pone en su boca no una conciencia postiza y prestada, sino la pro-pia cultura de los que hablan.

El que quiera convivir con las naciones, conocer su espíritu, sumergirse en ellas, ha de hacer larga estadía en esos escritos y dedicarse a su estudio detenido; y el que quiera gozar rápidamente de la historia, puede atenerse a ellos. Esos historiadores, en quienes puede buscarse no solo conocimientos, sino también deleite hondo y auténtico, no son tantos como pudiera creerse. Heródoto, padre, esto es, creador de la historia, y Tucídides han sido ya nombrados. También La retirada de los diez mil, de Jenofonte, es uno de esos libros inmediatos. Los Comentarios, de César, constituyen la obra maestra de un gran espíritu. En la antigüedad los historiógrafos eran necesariamente grandes capitanes y hombres de Estado. En la Edad Media, si exceptuamos a los obispos, que estaban en el centro de los hechos políticos, habremos de citar a los frailes, ingenuos cronistas, cuya vida era tan retirada como llena de relaciones era, en cambio, la de aquellos hombres de la antigüedad. En la Edad Moderna las circunstancias han cambiado. Nuestra cultura es esencialmente comprensiva y transforma en seguida todos los acontecimientos en relatos para la representación. Poseemos relatos excelentes, sencillos, precisos, sobre todo de las guerras, relatos que pueden muy bien figurar junto a los de César, y que, por la riqueza de su contenido y la referencia de los recursos y las condiciones, son todavía más instructivos. También aquí pueden citarse las «memorias» francesas. Están escritas, a veces, por personas de talento sobre pequeñas circunstancias y contienen con frecuencia muchas anécdotas, de manera que su base es a veces deleznable; pero otras veces son verdaderas obras maestras de la historia, como las del Cardenal de Retz(2), que se refieren a un campo histórico más amplio. En Alemania es raro encontrar maestros semejantes. Federico el Grande (Hístoíre de mon temps)(3) constituye una gloriosa excepción. Estos hombres deben haber ocupado posiciones elevadas. Sólo cuando se vive en las alturas pueden contemplarse las cosas en conjunto y también fijarse en cada una de ellas; no así cuando desde las capas inferiores se lanza la mirada hacia arriba por un mezquino agujero.

Podemos llamar al segundo género de historia, historia reflexiva. Su carácter consiste en trascender del presente. Su exposición no está planeada con referencia al tiempo particular, sino al espíritu, allende el tiempo particular. En este segundo género, cabe distinguir diferentes especies. Se intentan hacer sinopsis que comprendan la historia toda de un pueblo o de un país o del mundo; en suma, eso que llamamos historia general. Estas son necesariamente compilaciones, para las cuales es preciso utilizar los escritores inmediatos, los relatos de otras personas. Su idioma no es de la intuición; no tienen ese carácter peculiar de las obras escritas por quienes han presenciado los acontecimientos. De esta especie son, por necesidad, todas las historias universales. Pero, si están bien hechas, son indispensables. En esto, lo principal es la elaboración del material histórico, al cual se acerca el historiador con su espíritu propio, que es distinto del espíritu que domina en el contenido. Aquí han de ser de importancia sobre todo los principios que tenga el autor sobre el contenido y fines de las acciones y acontecimientos que describe y también acerca del modo cómo va a escribir la historia. Entre nosotros, alemanes, la reflexión y juicio sobre esto es muy variable; cada historiógrafo tiene en esto su punto de vista particular. Los ingleses y los franceses saben de un modo más general cómo debe escribirse la historia; se colocan más que nosotros en el plano de la cultura general y nacional. Entre nosotros cada historiógrafo se forja una peculiaridad. En vez de escribir la historia, los alemanes nos esforzamos de continuo por averiguar cómo debe de escribirse la historia.

Esta primera especie de la historia reflexiva se conexiona íntimamente con la anterior, cuando no se propone otro fin que exponer al conjunto total de la historia de un país. Estas compilaciones (entre ellas citaremos las historias de Livio, de Diodoro de Sicilia, la Historia de Suiza, de Juan von Müller (4)) si están bien hechas, son muy útiles y meritorias. Sin duda, las mejores son aquellas en que los historiadores se acercan lo más posible al primer género, y escriben tan intuitivamente, que el lector puede tener la representación de que está oyendo un contemporáneo o testigo presencial referir los acontecimientos. Ahora bien, el intento de sumir al lector en el tiempo pasado y de darle la impresión de que está escuchando a un contemporáneo, se desgracia comúnmente; porque el tono único que ha de tener necesariamente un individuo pertenece a una determinada cultura, no suele modificarse al compás de los tiempos por los cuales va pasando la historia, y el espíritu que habla por boca del escritor es distinto del espíritu de esos tiempos. El historiógrafo es siempre un individuo único, en cuyo espíritu se reflejan los tiempos. Así Livio pone en boca de los viejos reyes de Roma, de los cónsules, de los generales, discursos que parecen hechos por hábiles abogados de la época del propio Livio. La fábula de Menenio Agripa es natural; y con ella contrastan extrañamente los demás discursos. Livio nos ofrece igualmente descripciones de batallas, como si las hubiera presenciado, cuyos rasgos pueden, sin embargo, aplicarse a las batallas de todos los tiempos, y cuya precisión, por otra parte, contrasta con la falta de nexo y con la inconsecuencia que reina en otros trozos acerca de circunstancias capitales. La diferencia que existe entre semejantes compiladores y un historiógrafo inmediato, se reconoce tan pronto como se comparan las partes conservadas de Polibio con las selecciones y resúmenes que de él hace Livio. Juan von Müller, deseando permanecer fiel a las épocas que describe, ha dado a su historia un estilo rígido, vacuamente solemne y pedante. Mucho más grata es la lectura del viejo Tschudi (5); todo aquí es ingenuo y mucho más natural que en la falsa y afectada antigüedad de J. von Müller.

Una historia que quiera abarcar largos períodos o la historia universal toda, debe renunciar de hecho a la exposición individual de la realidad y reducirse a abstracciones; no sólo en el sentido de que ha de prescindir de ciertos acontecimientos y ciertas acciones, sino en el otro sentido de que el pensamiento es el más poderoso abreviador. Una batalla, una gran victoria, un asedio, ya no son lo que son, sino que se compendian en simples determinaciones. Cuando Livio refiere las guerras con los volscos, limitase a veces a decir: este año hubo guerra con los volscos. Estas representaciones generales son el recurso de la historia reflexiva, que de esta suerte se reseca y uniformiza. Pero no puede ser de otro modo.

La segunda especie de historia reflexiva es la historia pragmática. Cuando tenemos que ocuparnos del pasado y de un mundo lejano, se abre para el espíritu un presente, que el espíritu tiene, por su propia actividad, como recompensa de sus esfuerzos. La necesidad de un presente se manifiesta siempre el espíritu; y este presente lo tiene el espíritu en el intelecto. El nexo interior de los acontecimientos, el espíritu general de las relaciones es algo perdurable, algo nunca caduco, algo pre ente siempre. Los acontecimientos son distintos, pero lo universal e interno, el nexo, es siempre uno. Esto anula el pasado y hace presente el acontecimiento. Las reflexiones pragmáticas, por abstractas que sean, resultan efectivamente algo presente e insuflan vida actual en las referencias del pasado. Las relaciones generales, los concatenamientos de las circunstancias no vienen, como antes, a añadirse a los acontecimientos, expuestos en su individualidad y singularidad, sino que se convierten ellos mismos en un acontecimiento. Aparece ahora lo universal y ya no lo particular. Si son sucesos completamente individuales los que reciben este trato universal, ello resulta, sin duda, ineficaz e infecundo. Pero si es todo el nexo del suceso el que obtiene amplio desarrollo, entonces manifiéstase el espíritu del escritor. Así pues, del espíritu propio del escritor depende que esas reflexiones sean realmente interesantes y vivificadoras.

Hay que tener aquí especialmente en cuenta el propósito moral con que muchos de esos escritores han concebido la historia; hay que tener en cuenta las enseñanzas que muchas veces se sacan de la historia. Con frecuencia se consideran las reflexiones morales como los fines esenciales que se derivan de la historia, la cual ha sido muchas veces elaborada con el propósito de extraer de ella una enseñanza moral. Los ejemplos del bien subliman, sin duda, siempre el ánimo, sobre todo el ánimo de la juventud, y deben emplearse en la enseñanza moral de los niños, como representaciones concretas de principios morales y de verdades universales, para inculcar a los niños la noción de lo excelente. Pero el terreno en donde se desarrollan los destinos de los pueblos, las resoluciones, los intereses, las situaciones y complicaciones de los Estados, es bien distinto del terreno moral. Los métodos morales son muy sencillos; la historia bíblica es suficiente para esa enseñanza. Pero las abstracciones morales de los historiógrafos no sirven para nada. Se habla mucho de la utilidad especial que reporta la historia. Se dice que de la historia se derivan los principios para la vida; que el conocimiento y estudio de la historia pertenece a la cultura, por cuanto nos enseña las máximas por las cuales deben regirse los pueblos; que este es en verdad el gran provecho de la historia, Juan von Müller insiste mucho sobre esto en sus cartas y aun cita las máximas que ha aprendido en la historia. Pero los simples mandamientos morales no penetran en las complicaciones de la historia universal.

Suele aconsejarse a los gobernantes, a los políticos, a los pueblos, que vayan a la escuela de la experiencia en la historia. Pero lo que la experiencia y la historia enseñan es que jamás pueblo ni gobierno alguno han aprendido de la historia ni ha actuado según doctrinas sacadas de la historia. Cada pueblo vive en un estado tan individual, que debe resolver y resolverá siempre por sí mismo; y, justamente, el gran carácter es el que aquí sabe hallar lo recto. Cada pueblo se halla en una relación tan singular, que las anteriores relaciones no son congruentes nunca con las posteriores, ya que las circunstancias resultan completamente distintas. En la premura y presión de los acontecimientos del mundo, no sirve de nada un principio general, un recuerdo de circunstancias semejantes, porque un recuerdo desmedrado no tiene poder ninguno en la tormenta del presente, no tiene fuerza ninguna en la vivacidad y libertad del presente. Lo plástico de la historia, es cosa bien distinta de las reflexiones extraídas de la historia. No hay un caso que sea completamente igual a otro. Nunca la igualdad entre dos casos es tanta, que lo que resultó lo mejor en el uno haya de serlo también en el otro. Todo pueblo tiene su propia situación. Y para conocer los conceptos de lo recto, lo justo, etc., no hace falta consultar la historia. Nada más necio, en este sentido, que la tan repetida apelación a los ejemplos de Grecia y de Roma, como solía hacerse en Francia durante la época revolucionaria. La naturaleza de aquellos pueblos y la de nuestros pueblos son totalmente distintas. Juan van Müller abrigaba esos propósitos morales en su Historia General y en su Historia de Suiza, y ha preparado esas doctrinas para el uso de príncipes, gobiernos y pueblos, principalmente del pueblo suizo. Ha reunido una colección de doctrinas y reflexiones y, en su correspondencia, indica muy a 111 nudo el número exacto de reflexiones que ha preparado durante la semana. Luego ha espolvoreado sus narraciones con sentencias, a la buena de Dios. Pero estas sentencias no tienen aplicación viva más que para un solo caso. Sus pensamientos son muy superficiales; por eso se hace a veces pesad y aburrido, y no debe contar esto entre sus buenos éxitos. Las reflexiones deben ser concretas; el sentido de la idea, tal como ella misma se manifiesta, es el interés verdadero. Así sucede, por ejemplo, en Montesquieu, que es la vez exacto y profundo y que posee la libre y amplia intuición de las situaciones, intuición que comprende el sentido de la idea y puede tl,1r a las reflexiones verdad e interés.

Por eso las obras de historia reflexiva se suceden de continuo. A la disposición de todos están los materiales; todo el mundo puede considerarse fácilmente como capacitado para ordenarlos,. elaborarlos e imprimir en ellos su propio espíritu, como si fuera el espíritu de los tiempos. Así se ha producido un exceso de tales historias reflexivas; y se ha vuelto a las descripciones minuciosas, a la imagen detallada de los acontecimientos, al cuadro tomado desde todos los puntos de vista. Estas descripciones no carecen, sin duda, de valor; pero sólo sirven de material. Nosotros, los alemanes, nos contentamos con ello. En cambio, los franceses prefieren traer el pasado al presente, forjándose con ingenio un presente y refiriendo el pasado al estado presente.

El tercer modo de la historia reflexiva es el crítico. Debemos citarlo, porque constituye la manera cómo en Alemania, en nuestro tiempo, es tratada la historia. No es la historia misma la que se ofrece aquí, sino la historia de la historia, un juicio acerca de las narraciones históricas y una investigación de su verdad y del crédito que merecen. La historia romana de Niebuhr6 está escrita de esta manera. El presente, que en esto hay, y lo extraordinario, que debe haber, consisten en la sagacidad del escritor, que extrae algo de las narraciones; no consisten empero en las cosas mismas. El escritor se basa en todas las circunstancias para sacar sus consecuencias acerca del crédito merecido. Los franceses han hecho en esto muchas obras muy fundamentadas y ponderadas. Pero no han pretendido dar a este método crítico la validez de un método histórico, sino que han compuesto sus juicios en forma de tratados críticos. Entre nosotros la llamada alta crítica se ha apoderado no solamente de la filología en general, sino también de los libros de historia, donde abandonando el suelo de la historia, el mesurado estudio histórico, ha abierto ancho campo a las más caprichosas representaciones y combinaciones. Esta alta crítica ha tenido que justificarse de dar entrada a todos los engendros posibles de una vana imaginación. También es este un modo de llevar el presente al pasado, poniendo ocurrencias subjetivas en el lugar de los datos históricos -ocurrencias que pasan por tanto más excelentes cuanto más audaces son, es decir, cuanto más se fundan en deleznables bases y mezquinas circunstancias y cuanto más contradicen los hechos seguros de la historia.

La última esfera de la historia reflexiva es la historia especial, la de un punto de vista general, que se destaca en la vida de un pueblo, en el nexo total de la universalidad. Se presenta, pues, como algo parcial, particular. Sin duda lleva a cabo abstracciones; pero, puesto que adopta puntos de vista universales, constituye, al mismo tiempo, el tránsito a la historia universal filosófica. Nuestra representación, al formarse la imagen de un pueblo, implica más puntos de vista que la de los antiguos, contiene más determinaciones espirituales, necesitadas de estudio. La historia del arte, de la religión, de la ciencia, de la constitución, del derecho de propiedad, de la navegación, son otros tantos puntos de vista universales. La cultura de nuestro tiempo es causa de que esa manera de tratar la historia sea hoy más atendida y desarrollada. Particularmente la historia del derecho y de la constitución se ha destacado en nuestros tiempos. La historia de la constitución está en relación más íntima con la historia total; solo tiene sentido en conexión con una sinopsis general sobre el conjunto del Estado. Puede ser excelente si es trabajada a fondo y de un modo interesante, sin atenerse solamente a la materia exterior, a lo externo inesencial, como sucede en la Historia del derecho romano, de Hugo (7) La Historia del derecho alemán, de Eichhorn(8), es ya más rica de contenido. Estas ramas de la historia están en relación con la historia total de un pueblo. La cuestión es saber si este nexo queda destacado en lo interno o situado solo en lo externo, en relaciones puramente exteriores. En este último caso aparecen como singularidades accidentales de los pueblos. Cuando la historia reflexiva ha llegado a perseguir puntos de vista universales, hay que observar que, si estos puntos de vista son de naturaleza verdadera, no constituyen el hilo exterior, un orden externo, sino el alma directora de los acontecimientos y de los actos.

La historia universal filosófica entronca con esta última especie de historia, por cuanto su punto de vista es universal, no particular, no destacado en sentido abstracto, prescindiendo de los demás puntos de vista. Lo universal de la contemplación filosófica es, justamente, el alma que dirige los acontecimientos mismos, el Mercurio de las acciones, individuos y acontecimientos, el guía de los pueblos y del mundo. Aquí vamos a conocer su curso. El punto de vista universal de la historia universal filosófica no es de una universalidad abstracta, sino concreta y absolutamente presente. Es el espíritu, eternamente en sí, y para quien no existe ningún pasado.

Notas:

(1) Francisco Guicciardini (1483-1540), Della historia d’talia dopo l’anno 1494 in fino al anno 1532 libri 20,A. Gherardi, Firenze, que traca el período de 1492-1534.

(2) Jean Fram;:ois Paul de Gondi, Cardenal de Retz, 1614-1679. Fue enemigo de Mazzarino y entre 1648 y 1652 fue uno de los principales caudillos de la Fronda. Sus Memorias fueron publicadas en 1717 en tres volúmenes.

(3) Federico II el Grande publicó Histoire de mon temps, Decker, Berlín, 17 46 y más tarde Mémoires pour servir a l’histoire de la Maison de Branderbourg, Neaulme,Berlín, 1751.

(4) Johannes von Müller (1752-1809), Die Geschichte des Schweizerischen Eidgenossesnschaft, M.G. Weidmanss Erben & Reich, Leipzig, 1786, vol. I, 1787-1795, vols. II, III, IV y V 1805-1808, la obra se terminó de publicar en 1810 y consta de 24 libros, distribuidos en cinco volúmenes.

(5) Aegidius Tschudi (1505-1527), Chronicum Helveticum, edición de J. R. Iselin, llnKel, 2 vols., 1734-1736.

(6) Barthold G. Niebu hr, Romische Geschichte, 3 vols., Realschulbuch, Berlín, 1811-1832.

(7) Guslav Hugo (1764-1844), Profesor en Gotinga desde 1788, escribió Lehrbuch r/111′. rivl/istischen Cursus. Dritter Band, welcher die Geschichte des Romischen Rechts enthdlt, 11 ‘t1d,, mejorada, Mylius, Berlin, 1810.

(8) K. rl E Eichhorn (1781-1854), Deutsche Staats- und Rechtsgeschichte,Vanderhoeck lh1prechc, Gottingen, 1808-1823.

Capítulo primero de la Introducción Especial de las Lecciones sobre Filosofía de la Historia de Hegel.

Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/las-distintas-maneras-de-considerar-la-historia/