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Las mujeres que sobrevivieron a la ESMA

Fuentes: El Salto [Foto: Laura Reboratti en la ESMA señalando su lugar de detención (1984)]

¿Por qué sobre las mujeres pesó su identidad de género como un riesgo de traición? ¿Cómo enfrentaron los estigmas de haber sufrido ―casi en la totalidad de los casos― violencia sexual durante el cautiverio? ¿Cómo las afectó el silencio y la falta de escucha? ¿Cómo siguen impactando estas vivencias?

Argentina es el país de las Madres de Plaza de Mayo, esas locas que hicieron de las rondas y los pañuelos blancos símbolos de justicia mundial. En estas tierras se creó el Equipo Argentino de Antropología Forense, que desde 1987 se empeña en unir historias con huesos; y se inventó el índice de abuelidad, para que dejaran de estar perdidos quienes fueron arrebatados del nido. Más cerca en el almanaque, agitamos aguas y surfeamos mareas verdes hasta conquistar el derecho de las mujeres a decidir sobre nuestros cuerpos.

Desde el extremo sur del continente americano, Argentina ha sido punta de lanza a la hora de la lucha. A la vez, faro de otros avances en la región. Y desde siempre los feminismos articulan, enlazan sus recorridos y aprendizajes con el movimiento de derechos humanos en una producción política común. El ojo feminista para analizar, por ejemplo, el modo en que las mujeres padecieron la política represiva de la última dictadura cívico-militar, las formas específicas de violencia dirigidas hacia las que subvirtieron con su militancia el orden de género y los modelos femeninos de los años 70. Al mismo tiempo, el ida y vuelta con los feminismos significó para muchas exdetenidas desaparecidas, militantes y exiliadas la posibilidad de revisitar la memoria, de invocar el pasado desde un presente que propone nuevas preguntas.

¿Por qué sobre las mujeres pesó su identidad de género como un riesgo de traición? ¿Cómo enfrentaron los estigmas de haber sufrido ―casi en la totalidad de los casos― violencia sexual durante el cautiverio? ¿Cómo las afectó el silencio y la falta de escucha? ¿Cómo siguen impactando estas vivencias?

“La ESMA está presente casi todos los días. En un aroma; en el pan y el mate cocido, que nos daban de cena; en las canciones de Julio Iglesias, porque los guardias eran fanáticos de Julio Iglesias; cuando juega River, porque estando detenida escuchaba los gritos de la cancha… Muchas situaciones de lo cotidiano me recuerdan a la ESMA. Escenas de tortura también. Por eso, cuando me tiro en la cama con las piernas abiertas, automáticamente las cierro. Tampoco puedo hacer diván en una terapia. Estar acostada en una cama, de cara al techo hablando con alguien sin verle es reproducir la situación de la tortura. Genera una sensación de miedo que no puedo sostener. Hoy ya no siento que estoy dentro de la ESMA, pero el cotidiano no me permite olvidarlo. Y yo no quiero olvidarlo. Creo que, aunque duela, es necesario hacer el ejercicio de la memoria”.

Liliana Pontoriero se presenta como superviviente de la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el centro clandestino icono del terrorismo de Estado en Argentina entre 1976 y 1983, por el que pasaron más de 5.000 personas que continúan desaparecidas. Una de las particularidades de este eslabón imprescindible del plan sistemático de secuestro, tortura y exterminio fue el funcionamiento de una maternidad, donde nacieron al menos 34 bebés. La mayoría fueron robados.

Liliana tenía 22 años cuando la secuestraron. Cursaba en la facultad las primeras materias de Derecho y hacía poco había decidido salirse de las filas de la Juventud Peronista, parte integrante del Partido Justicialista que hasta su muerte encabezó el histórico líder Juan Domingo Perón. La noche del 4 de julio de 1976, ocho uniformados con armas largas aparecieron en su casa de la ciudad bonaerense de Lanús y le informaron a su papá de que tenían que llevársela.

“Uno de ellos se presentó como el subcomisario Mendizábal, de Coordinación Federal. Dijo que me tenían que llevar para hacer un careo, pero que esa misma noche estaría de vuelta. El tipo sonaba creíble. Me pidieron que agarrara ropa de abrigo y mi documento de identidad. Mientras, ellos recorrían toda la casa y miraban especialmente los libros de sociología y los de Perón. En la calle me esperaban cuatro autos Ford Falcón verdes. Pero yo no me asusté, me creí lo del careo. Ya arriba del auto, este tal Mendizábal me dijo que me iban a cubrir la cara para que no supiera dónde era el lugar del careo. Yo sentí que me estaban cuidando. Me agaché y me taparon con un antifaz y una capucha. Era como algo voluntario. Después del viaje, cuando el auto se detuvo, me bajaron, me esposaron y entonces sí el clima se puso espantoso. Me sentaron en una silla y me dieron una trompada que me partió el labio. Yo no entendía qué pasaba. Me empezaron a preguntar por este, por aquel, por lo otro. Siempre con la cara tapada. Ahí empezó el terror, la tortura. Me tuvieron prisionera durante 24 días. Hasta no hace tanto notaba la marca de las esposas en las muñecas y en el tobillo. Me enteré mucho después que estuve en la ESMA”.

Su torturador asignado, Alfredo Astiz, le dejó claro que la soltaban solo porque alguien afuera la “creía inocente”, y le encomendó una consigna: tenía que volver a la facultad para que la viera una compañera de curso, hija de un capitán de navío retirado. Liliana cree que ese señor pidió por ella.

“Salí aterrada de la ESMA. Los milicos me dieron plata y me dejaron en la parada de un colectivo. Yo estaba con ropa que no era mía y sin documentos. Había adelgazado 15 kilos. Recuerdo que me acerqué a un kiosco y compré chocolates y caramelos. Necesitaba algo dulce. De ese viaje en colectivo hasta mi casa no me acuerdo nada de nada. Cuando llegué a casa, mi mamá, mi papá y mi hermana se alegraron. Pero al rato mi papá se fue a trabajar. Esa semana me visitaron familiares, vecinos, amigos, que me traían comida. Pese al estado en que me vieron, nadie me preguntó qué me habían hecho, o cómo me habían tratado. Lo que yo sentía era que había pánico para escuchar, veía las caras de terror de los demás. Nunca me preguntaron nada y nunca conté nada. Todavía hoy mi mejor amiga se refiere a mi detención como ‘cuando pasó lo de tu problema’. No tuve una oreja disponible”.

Mujer detenida, mujer liberada

Laura Reboratti estuvo cautiva en la ESMA del 6 al 27 de julio de 1976. Una patota [banda] llegó a su casa para secuestrar a su hermano. Como no estaba, Laura fue la presa consuelo. “Soy de las viejas, de las antiguas prisioneras”, dice y sonríe. Sonríe con la mirada clara. Y habla suavecito, despacio, como eligiendo frases que hagan digerible la narración de los espantos.

“Yo no tenía militancia. El militante era mi hermano. Y todo consistió en tratar de indagar sobre él. Una noche me levantaron del colchoncito donde estaba tirada para llevarme a lo que supuse que era una oficina. Tenía una capucha puesta, no veía nada, pero mi sensación fue que había un escritorio y del otro lado un señor, con voz grave y exceso de perfume. Lo trataban de ‘jefe’. Nunca supe quién era. Recuerdo que primero me preguntó cómo me habían tratado y después dijo: ‘Espero que no vuelvas a ser montonera’. Al rato me devolvieron mi cartera con mis documentos. La plata no. Y me subieron a un auto donde estaba Francis Whamond, que era uno de mis represores. Ordenó que me quitara la capucha y las esposas —yo estaba tan flaca que me las sacaba aún cerradas— y preguntó a dónde quería que me dejaran”.

El destino fue la casa de unos primos, el punto de reunión donde la familia esperaba sus llamados, la señal de vida tras la desaparición. Cuando la reconoció a través de la mirilla de la puerta, la prima de Laura preguntó si estaba sola.

“Tenían miedo y no me recibieron con contención. Fue un cimbronazo fuerte la pregunta de mi prima sobre si estaba sola. ¿Si hubiera estado con los milicos no me abrían? A los pocos meses de mi liberación me llevaron a vivir a la provincia de Corrientes, de donde es mi familia paterna. Estuve allá nueve meses. Si bien esa parte de la familia no comulgaba ideológicamente conmigo, fueron los que realmente me brindaron contención. Me recibieron sin preguntar nada, sabiendo el riesgo que corrían, y me dieron trabajo, amistad y cariño”.

Fue tener la boca llena de palabras prohibidas, de relatos que no podían ser contados. “No había manera de compartir lo que había vivido porque era peligroso. Fueron años de silencio y de tener todo guardado”, relata Laura Reboratti. “Pero, además, que en aquel momento no me preguntaran también implicaba que no me estaban juzgando. Mi familia más cercana, mis padres y primos, pensaban que yo había colaborado con los militares, que seguía colaborando y que por eso me habían largado, entonces no les resultaba confiable. Sostuve en mi espalda el estigma de ‘por algo salió’ durante muchísimos más años de los que duró la dictadura. Entre los propios compañeros estaba la sospecha de que quienes sobrevivimos habíamos colaborado. Eso fue muy, muy duro. Yo sentía que era una bolita de mierda y que a donde iba me esquivaban. Seguí viviendo en tremenda soledad”.

Cargar, encima, con el mote de traición. La reversión moderna del beso de Judas se instaló sobre varones y mujeres. En la mira. Sin embargo, volver de un centro clandestino siendo mujer generó un sentido distintivo.

“La sospecha con nosotras era si habíamos sobrevivido por alguna participación amorosa con los represores. Y nunca me pareció justo porque creo que solamente quienes estuvimos desaparecidos podemos entender lo que significaba hablar o no hablar. Y porque cada persona tiene estrategias y resistencias diferentes. No todos pueden sobrellevar las cosas igual. De ahí que dolieran tanto las sospechas y las acusaciones”, continúa Reboratti.

La marca especial de “ser mujer” en libertad se hizo notar enseguida. Pero fueron necesarios bastantes años para reconocer las violencias de género y sexuales sufridas durante la detención. Lo que significó “ser mujer” en los centros clandestinos de tortura y exterminio que regentó la Junta Militar argentina.

“Recién cuando compartimos entre las sobrevivientes lo que vivimos adentro logramos salir de ahí dentro. Cuarenta y pico de años después. Antes no podíamos: era algo tan íntimo, tan vergonzante. Desde lo básico, como haberme tenido que bañar desnuda de espaldas con un montón de tipos cogoteando, mirando; o las chicas que vivieron situaciones de extrema violencia sexual. Y no importa cuál de las historias te tocó, todas se debieron a que fuimos mujeres detenidas. Nos pasaron a todas y eso nos aúna, nos hermana, nos relaciona con el concepto nuevo de sororidad”.

Tiempo de encuentros

Con la invitación a decir, a darle espacio a un tiempo de encuentros entre las supervivientes que ayude a reparar, a sanar, a construir una memoria sobre el pasado desde el presente, se organizó la muestra Ser Mujeres en la ESMA, una iniciativa conjunta del Museo Sitio de Memoria ESMA y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), con financiación de la Embajada de Alemania en Argentina.

“Desde el CELS creemos que los sitios de memoria son espacios propicios para generar este tipo de encuentros. En este caso fue la posibilidad de encontrarnos en un ámbito en común entre mujeres con experiencias diferentes, de generaciones diferentes y entonces abrir preguntas que abrieron nuevas posibilidades”, explica Marcela Perelman, directora del Área de Investigación del CELS.

Para Reboratti, la muestra permitió el encuentro en un contexto histórico atravesado por el feminismo y la reivindicación de género: “Las concepciones del 76 no tienen nada que ver con las actuales. Resignificar, entonces, algunas vivencias nos dio coraje para contarlas. Empezamos a desnaturalizar y a valorar distinto lo que habíamos vivido, en consonancia con lo que está sucediendo con las jóvenes y las luchas de las mujeres. Muchas nos revisamos, nos volvimos a mirar, y fue un alivio poder decir, poder pensar y entender que lo que nos pasó se relacionó con que éramos mujeres. Pero no porque provocáramos situaciones o fuéramos culpables o cómplices. Al contrario, por la concepción machista y patriarcal los milicos se ensañaron con nosotras. Es un alivio entenderlo y, sobre todo, darnos cuenta de que la sociedad ahora lo entiende así. Finalmente, ya no nos culpabilizan”.

Liliana también se sumó a revisar la experiencia de cautiverio en el centro clandestino desde una perspectiva feminista: “En la ESMA había una naturalización del maltrato y la violencia al cuerpo de la mujer. La violación sexual estaba naturalizada. ¿Cómo no iba a pasar? Fue la Ola Verde la que nos hizo empezar a ver que eso estaba mal. Una cosa es el crimen político y otra cosa es el apoderamiento del cuerpo de la mujer. El feminismo nos abrió la cabeza”.

Encuentros que actúan como puntal. Apoyo, sostén que protege y ayuda a curar.

A partir de participar en la exposición, Laura se animó a hablar con sus cuatro hijas: “Nunca les había contado ciertas cuestiones íntimas de lo que me hicieron estando detenida. Tampoco lo conté en los juicios. Era un tema tremendamente tabú. Pero a la vez lo sentía una deuda. Y la charla con mis hijas fue maravillosa, de gran amorosidad. Incluso, liberadora. Logré sentirme más libre”.

Las supervivientes siguen hablando. A veces, contra las limitaciones de los discursos de las instituciones. Contra la escasa capacidad de escucha de seres queridos, de la sociedad en su conjunto. Todavía hoy. Las supervivientes siguen hablando porque no pueden no hacerlo.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/derechos-humanos/las-mujeres-que-sobrevivieron-a-la-esma