El conflicto de Potosí expone a un Estado que se debate entre el modelo que adopta y el horizonte que promete. En esta ambivalencia se tropieza un Estado cuya dirección va perdiendo perspectiva y, en consecuencia, proyecto propio. ¿Por qué empiezan a acumularse contradicciones que se creían superadas? ¿Estaban realmente superadas, o era sólo una […]
El conflicto de Potosí expone a un Estado que se debate entre el modelo que adopta y el horizonte que promete. En esta ambivalencia se tropieza un Estado cuya dirección va perdiendo perspectiva y, en consecuencia, proyecto propio. ¿Por qué empiezan a acumularse contradicciones que se creían superadas? ¿Estaban realmente superadas, o era sólo una ilusión exitista del triunfo de diciembre? El gobierno había obtenido los dos tercios necesarios para constituir un nuevo Estado y darle a este proceso, no sólo continuidad, sino profundidad; el proceso de cambio parecía no sólo asegurado sino consolidado. Pero en las elecciones de gobernadores y alcaldes algo empezó a hacer aguas; Caranavi y la marcha indígena de la CIDOB mostraron que las aguas podían desbordarse y después, con Potosí, el desborde ya parece la amenaza constante. La inminencia del conflicto potosino podía haberse advertido y solucionado con un poco de lucidez histórica, pero lo que emana de ámbitos gubernamentales carece de aquello; si en tan poco tiempo no se aprende de los errores incurridos en Caranavi o con la CIDOB, es menos probable que haya siquiera perspicacia para atender demandas que tienen larga data.
Si el gobierno optó por un repliegue patológico, no es asunto de caracterología, sino discapacidad para transitar hacia un nuevo horizonte. Cuando el Estado pretende recomponerse según sus necesidades institucionales, hay que preguntarse si estas necesidades responden a las necesidades nacionales. Bolivia nunca consolidó Estado. Porque el modelo de Estado que persiguió fue siempre ajeno a su propia realidad. Ese Estado es llamado colonial porque nunca tuvo contenido nacional. Si la nación está al margen, el Estado no se consolida, porque la forma de su consolidación consiste en la anulación de su propia nación. Por eso el derecho que produce no congrega sino excluye. La misma exclusión es el eje de su composición estructural. Su sobrevivencia depende de la anulación constante que hace de su propia nación. Hasta el 52, eso constituye el carácter señorialista del Estado: la nación, los indios, aunque tributarios, no son nunca considerados pertenecientes. Después del 52, la inclusión tiene un precio: renunciar a lo que se es.
Lo campesino no es una mera denominación sino renunciar a lo que se es para ser tan ajeno como el modelo impuesto: el farmer. La reforma agraria produce la propiedad privada de la tierra; es decir, impone los valores moderno-burgueses. Abrazar estos valores significa renunciar a los valores propios: el campesino que accede a la ciudadanía aprende a negar a su comunidad. La nación se subsumía en un proyecto estatal que se imponía desde afuera: ser como lo estipula otro tiene su precio. El minifundio significó en definitiva la fragmentación de la comunidad, su destrucción. La sociedad moderna constituye un individuo sin comunidad. Las consecuencias son aciagas: el interés particular se excusa de todo interés común; para salir de la pobreza hay que trasladarla a los demás. La riqueza no se queda en el campo, la misma relación instrumental con la tierra empieza a destruirla, todos aspiran a vivir en la ciudad, a blanquear su condición. El ingreso en sociedad no es gratuito, cuesta la existencia; por eso se desprecia al campo y al indio que se trae dentro. El racismo es la carta de ciudadanía que naturaliza una condición colonial: se aspira a lo que no somos y se desprecia lo que somos.
Porque la sociedad está estructurada de modo racista, que se muestra en el desprecio que escupe el poder ante los subalternos. La clasificación social es previamente clasificación racial. Las instituciones modernas poseen este tipo de estructuración; por eso la composición social es colonial. También la estatal. La naturalización de la dominación estructura al Estado mismo. Por eso no es raro que, ante los conflictos actuales, la razón de Estado saque de sus baúles evocaciones señoriales: «no dialogo bajo presión». El antecedente inmediato fue el conflicto con la marcha indígena. El Estado no baja de su estrado. El pueblo debe acudir como acudía el vasallo ante el rey. La soberbia exige humildad, porque ella misma no sabe serlo. La cuestión de la marcha era simple: ¿Cómo puede haber Estado plurinacional sin contenido plurinacional?
¿Puede el Estado, desde sí mismo, dotarse de ese contenido? La razón de Estado sólo sabe administrar lo homogéneo. Lo que hace a la forma estatal es la dominación; por eso su discurso es siempre nostálgico, evocando un paraíso perdido, donde no había diferencias ni contradicciones. De ese modo se estructura la lógica estatal moderno-colonial; por eso sus evocaciones son pura abstracciones, lo es su concepto de nación, de ciudadano, de sociedad, de futuro, etc. Hasta sus indicadores son abstractos, como el PIB (el mismo Stiglitz señala que los instrumentos de crecimiento sólo compensan a los gobiernos que aumentan la producción material y no el bienestar, el PIB no permite comparar adecuadamente el bienestar en los diferentes países). En última instancia, las referencias de un Estado colonial no son, ni su pueblo, ni las naciones que lo componen. Su modernización consiste en esto: en la renuncia a dotarse de un contenido propio.
¿Qué contradicción manifiesta el conflicto de Potosí? Este conflicto aparece en el marco de la promulgación de las llamadas leyes fundamentales del nuevo Estado, además del episodio cívico en torno a la remoción del alcalde potosino. El MAS había obtenido la mayor votación en Potosí, tanto para presidente como para gobernador (aunque en la alcaldía pierde inobjetablemente). Desde el gobierno la cosa parecía clara y ya lo venía sugiriendo el vicepresidente, con sus continuas alusiones a jacobinos y bolcheviques: la razón de Estado debía prevalecer ahora que se tenía hegemonía asegurada. Craso error. Porque el nuevo Estado no aparece por decreto, más aun si se trata de la descomposición del viejo y la constitución del nuevo. El paso del Estado colonial al Estado plurinacional no es automático y ni siquiera es el producto de nuevas leyes. Un Estado verdadero es la efectivización y la realización de la eticidad que nos presupone; es decir, la forma de vida que nos sostiene y da sentido a lo que, en definitiva, somos; tomar conciencia de lo que somos, para deducir de ello las normativas político-jurídicas que expresen, hagan posible y desarrollen nuestro modo de existir. A eso hemos llamado el «vivir bien».
Que prevalezca la razón de Estado quiere decir: ante las contradicciones, el Estado mismo se presenta como la resolución de todas ellas; es decir, ya no resuelve las contradicciones, sino las anula. Por eso la violencia no es la negación del Estado de derecho moderno sino su fundamento; el Estado, por medio de la ley, naturaliza su violencia. Por ello se entiende la actitud soberbia y prepotente de algunos ministros; no se trata de una observación del carácter sino del modo como se recompone, bajo nuevas banderas, la razón de Estado. Entonces no hay descolonización, es decir, descomposición del Estado colonial; porque si el Estado (moderno-colonial) tiene un modo de recomponerse, es expropiando el ámbito de las decisiones, y esto es lo menos descolonizador que pueda haber. Tal vez por eso, el ministerio de autonomías aparece como un super ministerio y la descolonización estatal queda recluido a un oscuro viceministerio dependiente de un ministerio de cultura que hace gala de una desubicación total dentro de un Estado plurinacional (si hay un auténtico valor agregado nacional es el artístico, pero no existe una sola política de Estado que asegure y promueva lo que podría generar, no sólo ingresos, sino difusión cultural, para expandir la producción nacional).
La razón de Estado tiene sus propias prerrogativas y ellas conculcan lo que su autonomía no considera imprescindible. De este modo, encontramos que, una nueva reposición estatal, concibe un modelo que se adecúe a sus propias necesidades institucionales. Allí aparece el modelo autonómico. Y aparece también la contradicción: ¿es el Estado autonómico el Estado plurinacional? ¿Uno se deduce del otro? Las concesiones que se dieron a la derecha, cuando se abre la constitución de Oruro, resulta que no fueron tales; porque el sector negociador del gobierno tenía como perfil un modelo de Estado bastante similar a lo que imaginaba la derecha. Tenía que establecerse un suelo común de discusión y eso lo generó el modelo autonómico; porque, claro, del plurinacional se sabía bien poco. Los enunciados generaron sólo simpatías; no generaron horizonte político. Quienes debían haber estado incluidos en la negociación no lo estaban; así que la constitución quedaba diluida por la ausencia del sujeto constituyente. Por eso el gobierno no se identifica con la marcha de la CIDOB; porque había arrinconado lo plurinacional a mero apéndice retórico del nuevo discurso estatal.
Pero este discurso (el autonómico) no es tan nuevo; su modelo obligado es el español. Por eso, en realidad, no se trata de un nuevo modelo de Estado, sino de la performativización del Estado moderno-liberal; lo que, en nuestro caso significa, el Estado señorial o, más precisamente, el Estado colonial (y su continua paradoja: para ser libre adopta el modelo de su antiguo patrón). Si el Estado es el que pretende recomponer a la nación toda, entonces precisa de un modelo a seguir (el autonómico). Ya no se pregunta por el contenido que debe adoptar sino del modelo que debe imponer (su referencia ya no es su propia realidad sino el modelo que copia). Se recompone su lógica: él es el sujeto, el pueblo es el objeto. La lógica de dominación vuelve a anidar en nuevos actores; la reposición señorial despierta su condición naturalizada. Por eso decíamos, no se trata de carácter sino de la estructura propia del Estado colonial; la soberbia y la arrogancia no son episodios morales de algún ministro sino constituyen el modo de composición de la forma estatal (los ministros son la mera personificación de esta composición; a esto hay que agregar: si es el entorno el que encapsula al primer mandatario es, en definitiva, éste, quien consiente aquello). No se dialoga pero se esgrime el diálogo de modo hasta conmovedor. Y ambos lados proponen algo que desconocen por completo. Porque la razón estatal no se afinca sólo en el Estado sino en la sociedad que le corresponde.
Veamos más de cerca el conflicto. En primer lugar, si las demandas de Potosí son centenarias, como son todas las demandas nacionales, ¿por qué cobran ahora matices tan dramáticos? El robo chileno de las aguas del Silala nunca generó semejante movilización (curiosamente ausente en las principales demandas actuales) y, como sucedió con Caranavi, el sólo anuncio de crear una planta de cemento -entre Oruro y Potosí- activa una movilización que logra despertar toda la frustración que, no sólo guarda Potosí, sino el país entero. El afán de riqueza parece desunir más que unir. Si en la pobreza se puede ser digno, parece que la sola posibilidad de la riqueza genera ambiciones que despiertan entuertos. La ilusión aparece no para generar esperanza sino para originar hostilidad. Si la ruina de Potosí es lo que dejó la colonia, la historia toda de Bolivia es el testimonio de la ruina que deja la división internacional del trabajo. Las posiciones encontradas expresan una cultura política centenaria. Los cívicos lo expresan muy bien; pues, no en vano, son asiduos personajes en conflictos dramáticos (en Santa Cruz, Sucre, Cochabamba, etc.). Pareciera que necesitan del conflicto para legitimar su presencia porque, de lo contrario, es decir, sin conflicto, no tienen presencia alguna. Y a ello se suma, de modo comedido, la derecha más extremista (y también la izquierda); no sin cierto grado de despecho y resentimiento contra el actual gobierno, lo que atiza aun más los conflictos. Algo que los medios saben usar a su antojo. Por eso el diálogo es lo menos posible en medio de todo aquello.
Porque si el Estado colonial adolece de una vocación dialógica, también la sociedad reproduce este padecimiento. Lo cual genera una cultura: el boliviano cuando calla no otorga; se guarda todo hasta que estalla. Si nos hemos acostumbrado a gritar, es porque no hemos aprendido a dialogar. ¿Qué significa dialogar? No se puede dialogar sin escuchar. Siglos de impotencia no sosiegan con el tiempo. Por eso no se puede sólo escuchar lo que le conviene a uno; la grandeza, hay veces, consiste en escuchar precisamente lo que no nos conviene. La impotencia no tiene mejor terapia que el ser escuchada. Si bien puede ser cierto que muchos de los reclamos al gobierno eran inmerecidos, la actitud de los ministros tampoco era merecedora de aplauso. Si a cada reproche respondo con otro, entonces no hay diálogo, el diálogo se hace con argumentos; estos, más que demostrar, testimonian. Por eso en el diálogo (cuando es verdadero) se expone la persona toda. Por eso la comunicación no es simple comunicación sino expresión y, sobre todo, revelación. Pero si los actores no se disponen al diálogo, hay este otro aditamento que impide su realización: los medios de comunicación.
Ya es paradójica la situación actual: en la era de las comunicaciones, ésta es cada vez menos posible (como lo mostramos en nuestro más reciente libro: «La Masacre no será Transmitida: el papel de los medios en la masacre de Pando»); pero la paradoja no es accidental, sino que retrata a un nuevo poder que, descomponiendo las relaciones humanas, es como se recompone constantemente como poder. En los conflictos últimos y, sobre todo, en el de Potosí, esto ha quedado evidenciado de modo hasta grosero. Porque la capacidad, ya no sólo de manipulación, sino hasta de inflamación notoria de los conflictos, hace de los medios el peor escenario de encuentro. Los medios producen el desencuentro entre las partes porque estas, desgraciadamente, acuden a estos, de modo inevitable, como mediadores, siendo los peores.
Como nunca, los medios han venido destacando, de modo hasta insistente, los vicios gubernamentales, que permea además a todas las gestiones pasadas; antes no era conveniente mostrarlas, ahora sí (un ejemplo reciente: el anterior candidato a gobernador por La Paz es sentenciado mediáticamente, pero el ex presidente Paz Zamora no; los dos conducían en estado de ebriedad pero, claro, el primero es indio, el segundo no, con el agravante de que el último causa un fatal accidente). La insistencia tiene un propósito específico: la descalificación total de este gobierno. Los conflictos sirven de combustible para dirigir la opinión pública hacia la maldición total. Esto produce un desajuste moral, porque se trata de la invención de un monstruo y, lo que es peor, para vencer a este monstruo, los medios constituyen a su público en otro engendro. Por eso le inyectan a la protesta matices hasta insensatos (como en Santa Cruz o en Sucre). Ahora lo que realizan es más siniestro, pues usan la frustración como detonante de una explosión social. Potosí se bloqueó a sí misma. En semejante castigo propinado a sí mismo, es natural que la desesperación se haga más impotente. Este es el suelo que explica una adherencia casi absoluta. Hurgar en las fibras más íntimas, como lo que pasó en Sucre con la Asamblea Constituyente, además de una autoflagelación, eran el caldo propicio para suscitar lo que los medios buscan: la confrontación total.
El gobierno tampoco aprende. El 2002, el golpe a Chávez fue mediático, y desde el 2006, la asonada mediática en Bolivia no desiste de provocar escenarios adversos al gobierno. Frente a todo esto, ¿tiene el gobierno política comunicacional? No. Cree que sus spots le bastan; cuando estos no hacen más que alimentar a sus enemigos (como el pastor que, por cuidar su rebaño, sacrifica cada día una oveja a los lobos). Con todo el dinero que el gobierno coloca, en propaganda mediática, ya habría generado nuevas emisoras (radio y TV) alternativas, para hacerle frente al monopolio mediático privado. Para colmo, todo lo que hace bien lo hace para que nadie lo vea (sumado a esto la desidia de una prensa en franca aversión, pareciera que el gobierno no hace nada). Por eso, en Potosí, la pregunta favorita de los medios, incluido Erbol, era: ¿ahora qué opina de Evo? (porque la cosa era clara: a los medios no les interesa tanto el desprestigio de sus ministros sino del presidente mismo, este conflicto les sirvió para eso; con el aditamento siguiente: el propio presidente, por falta de iniciativa, se propina otra derrota, pues pierde un importante electorado, el potosino). El no tener política comunicacional conduce a actuar de modo defensivo, lo que hacen Bolivia TV y Patria Nueva, actuando más como voceros que como informadores. Si no hay estrategia comunicacional, todo se diluye en responder a lo que el otro dice y, como este sólo calumnia, entonces, ¿qué se puede esperar de la prensa estatal? El periodismo (con cada vez menos excepciones) es otro lastre del proceso; por eso sus favores son hasta desaires. No en vano sus figuras se la pasan rememorando epopeyas pasadas, porque del presente no saben decir nada.
Por eso los programas de análisis son huérfanos de reflexión. Porque este ámbito ha sido raptado por los periodistas, que creen que su contacto empírico con los hechos les faculta a opinar sobre todo. Aun las ciencias de la comunicación no se enteran del giro pragmático en las ciencias sociales; por eso hasta se eximen, arrogantes, de pronunciarse sobre la verdad de los hechos. Si el relativismo posmoderno (cuya caducidad ya tiene dos décadas) sobrevive todavía, es por la ignara formación de la prensa actual. El caso de «no mentiras», de la red PAT, es patético; donde la mentira y la calumnia tienen consagrados todos sus absurdos. La estructura de estos programas (como en Panamericana) tiene un afán premeditado; para eso existe el monitoreo y las interrogantes fabricadas. Lo triste es cómo se cae en ese guión hasta por default. Las preguntas sólo buscan corroborar lo que ya está establecido: la posición del medio que, después de haberlo hecho circular entre los entrevistados, aparece como un hecho descubierto. Tales preguntas no preguntan sino afirman y hacen del elogio previo el campo para engatusar a alguien que certifique lo anticipado. Por eso se pasa de un tema a otro sin nunca ofrecer la verificación de algo. Para eso sirve la elegancia y los modales, para ocultar el cinismo. Es como llevar a un cristiano al circo romano. Allí sólo hay descuartizamiento público. Es decir, los únicos canales que encuentra este gobierno para dirigirse al país (porque el canal o la radio estatal están en otra o no están), son aquellos donde menos posibilidad hay para la mediación. Porque lo que hacen los medios es precisamente mediar; pero esa mediación no media nada sino interviene la mediación misma anulándola.
Pero, además de acciones premeditadas, se trata también de posicionamientos hasta emotivos, que hacen de la información un rosario de entuertos con una casi inexistente imparcialidad (como la corresponsal de radio Aclo, quien actuaba como portavoz del comité cívico potosinista, más que como periodista). Es preocupante cómo toda una red nacional, como Erbol, puede generar descreimiento por el actuar de una corresponsal (mientras por otros medios se conocía la llegada de nuevos ministros a Sucre a pedido de la dirigencia cívica de Potosí, la corresponsal, cubriendo la retirada de esta dirigencia de la ciudad de Sucre, obviaba toda referencia a la llegada de ministros y su dedicación exclusiva consistía en la repetida afirmación de que los cívicos de Potosí se iban porque nadie les había dicho si llegaban los ministros, cuando hasta en conferencia de prensa quedaba asegurada la presencia de estos en Sucre; parecía que el propósito no era informar sino hacer de la retirada espectáculo). Este tipo de incidentes se explican por el antecedente de Sucre. La prensa misma toma partido en el conflicto, no le queda otra; las redes corporativas abrazan casi todo cuando las fibras íntimas han sido tocadas. En Sucre fueron los medios los atizadores del conflicto, como también en Santa Cruz. Si estos se encuentran en medio de todo, entonces los conflictos seguirán un cúmulo de hogueras, cada vez más incendiarias.
La posibilidad misma de la comunicación se encuentra sitiada por la presencia mediática. ¿Por qué los analistas pintan un panorama sombrío del país? Porque su información proviene de los medios que los contratan. Su labor consiste en certificar la garantía del producto que los medios venden: la opinión. El público ya no opina, los medios realizan esa función y así controlan la interpretación de los hechos políticos. Por eso pueden hasta generar desestabilización. Por eso, mientras el dirigente cívico de Potosí anunciaba la conclusión satisfactoria de las mesas de negociación con el gobierno, ningún canal, salvo el estatal, emitía aquello. Parecía que la resolución del conflicto sólo era de interés del gobierno.
Si el conflicto es contra el gobierno, los medios se brindan como la mejor plataforma, de lo contrario, no existe el hecho (como aquel otro percance de Aerosur en el aeropuerto de El Alto, la semana pasada, que a nadie le interesó; ¿será que no hubo sangre?, ¿o será que no les conviene hacer mala propaganda a uno de sus clientes?). El conflicto de Potosí interesaba a los medios porque era un conflicto contra el gobierno. Por eso resulta curiosa la participación del cívico de Potosí frente al cívico de Oruro, en el programa de «no mentiras». Mientras el último señalaba la no disposición a ceder algo de los límites departamentales orureños, el primero, curiosamente conciliador, apaciguaba todo, señalando que el conflicto no era con Oruro; cuando hasta el más ingenuo se daba cuenta que el asunto de límites no podía no conflictuar la relación con el vecino departamento. La pregunta obvia era: si el problema no era con Oruro, que era el inmediato afectado, ¿con quién era entonces? La respuesta también era obvia: el conflicto era contra el gobierno.
Y aquí es donde el gobierno se aplaza por doble partida. Primero, por no saber impedir que el conflicto crezca. Segundo, por coadyuvar a su inflamación; acusando al movimiento potosino de político, lo inflamó (aunque lo hubiese sido, la condena no ayudada a la solución de conflicto). Como en Caranavi, la solución no era tan inadmisible, ahora ambos departamentos tendrán una planta de cemento; y el asunto de límites es algo que necesariamente deberán consensuar entre partes. Allí también el gobierno pierde, porque de poder haber sido mediador, ahora, en lo sucesivo, aparece como estorbo en ese tipo de asuntos. No hay, al parecer, una cultura de la mediación, porque hasta el «defensor del pueblo» juega un papel hasta ornamental en todo esto; esperando obtener algún permiso (no se sabe de quién) para mediar, cuando es la instancia que debería tomar la iniciativa en este tipo de conflictos.
Volviendo al asunto de fondo. El sector intelectual del gobierno parece que persigue un proyecto propio: el Estado autonómico. A éste pretende subsumir el Estado plurinacional. Por eso la lógica estatal no sufre transformación alguna. Lo que persiguen es una simple reforma estatal. Se abre, lo que llamaba Zavaleta, otro ciclo estatal, del mismo Estado que se quería transformar; la reposición del Estado señorial. Otra vez al margen de las naciones y, en consecuencia, al margen de un proyecto verdaderamente nacional. Repartir funciones no es democratizar el poder. Si la autonomía privilegia los ámbitos municipales y las gobernaciones, entonces estamos en la continuación del modelo neoliberal de «participación popular». Si el miedo consiste en la desagregación, ¿por qué aparece una nueva concentración de las funciones en los ámbitos donde precisamente anidaron las tendencias separatistas, como fueron las prefecturas, ahora gobernaciones? El gobierno cree que cooptándolas asegura la unidad, cuando no se da cuenta que la propia lógica en la cual se desenvuelven ahora, posibilita nuevas concentraciones de poder (por eso la ley electoral no transforma nada sustancial).
El presidente constantemente afirma que somos ahora independientes porque ya no nos sometemos a los organismos internacionales, cuando tampoco se da cuenta que las lógicas institucionales de dependencia permanecen inalterables todavía. Un país no es nunca independiente del todo; es independiente en la medida en que toma conciencia del grado de dependencia que tiene. En la medida en que es consciente de los móviles de su dependencia real, es que puede superarlas paulatinamente. La inconsciencia genera ceguera de horizonte; y es algo que empieza a aparecer en los estrategas gubernamentales. Hay que aprender de Irán, que está dando muestras de sabiduría diplomática al mundo (sería interesante tomar nota de algo: entre los estrategas y asesores de Ahmadinejad se encuentran ayatolas y ulemas; no sería nada malo contar, en nuestro país, con amautas y chamanes, para paliar por lo menos la insulsa presencia de vetustos izquierdistas en funciones de asesoramiento).
Este proceso no descansa en proyectos imaginados por una izquierda eurocéntrica, carente de identidad. Lo novedoso de este proceso es su carácter propio, que emana como alternativa ante la desintegración civilizatoria del mundo moderno-occidental, que está llevando al planeta todo al suicidio colectivo. El último informe de la ONU ya establece que el 1% rico del planeta posee el 40% de la riqueza global. En eso consistía la globalización: en expandir el mercado total a costa de la humanidad y del planeta. Por eso el brazo armado de esta expansión, la administración gringa, juega sus últimas cartas, todas peligrosas, ante la inminencia de sus fracturas geopolíticas y geoeconómicas. La generación de conflictos regionales son parte de su agenda latinoamericana. Por eso no podía no haber conflictos en esta segunda gestión; si las voces de federalismo ahora cunden donde no debiera, algo sucede que precisa un conjunto de estrategias gubernamentales que no consisten en la descalificación apresurada de toda protesta, sino en la prevención de éstas.
Porque puede cundir la insensatez, como aquello de ondear la bandera chilena en Potosí (cuando la protesta degenera minando hasta la integridad nacional, se precisa de serenidad mediadora; en la cual deberíamos participar todos -al margen de los medios-; porque la ventaja que tiene los insensatos es que, si se efectúa lo que desean, no habrá nadie con vida para demostrarles su error). Los problemas que aparecen no aparecen porque son de ahora; aparecen porque nunca fueron resueltos, porque fueron siempre encubiertos. Incluso, que aparezcan a luz pública, los excesos del poder es bueno, para así generar la conciencia de acabar con ese conjunto de prácticas que heredamos como cultura política. Estamos en proceso. Nadie nos dijo que todo iba a cambiar de modo inmediato. Es más, debíamos comprender que, cuantas más grandes son las ambiciones, mayores iban a ser los desafíos.
Ahora, por vez primera, aparece la posibilidad de un proyecto de nación que no niegue el contendido plurinacional y comunitario que nos sostiene como historia. Nuestra proyección del sentido de vida común es singular, pero su contenido es plural. Porque la estructura de la vida es así. Lo común no es lo homogéneo. Lo igual genera repetición, no unidad; la unidad es algo que se produce y lo produce lo que no es igual: no se es diverso en contra de lo común; se es diverso porque sólo lo que diverge converge. El Estado moderno liberal es la negación de esto; por eso se constituye por homogeneización y pretende unificar al todo en una falsa homologación: Estado=nación. La nación no es algo dado, no es un modelo prescrito que se deba de seguir. La nación es un proyecto político. El grado de concurrencia determina el grado de legitimidad que posea ese proyecto.
El Estado colonial tiende siempre a la legitimidad nula; por eso se ampara en los poderes foráneos y en el capital foráneo; por eso tramita sus funciones como simples administrativas. Un verdadero Estado no sólo gestiona; si un Estado independiente es esencialmente político, lo es porque lo que expresa, contiene y desarrolla es la forma de vida que le sostiene. Y si los sectores dirigenciales son quienes no se encuentran a la altura de este proceso, no por ello fracasan los propósitos originales. También el pueblo debe aprender a caminar el proceso que ha iniciado. No se trata de asaltar el poder sino de transformarlo. Quienes desean asaltarlo son quienes replican sus vicios porque tienen, en definitiva, una pretensión de dominio; por eso no conciben otro proyecto que modernizarnos, porque una vez instaurados en el poder lo que buscan es imponerse y dominar.
Transformar el poder significa transformar la política; hacer de ésta un servicio comunitario: mandar obedeciendo, servir como modelo de vida. La marcha de la CIDOB nos llamó la atención. Los pueblos de tierras bajas nos están enseñando el camino. Será porque la conciencia moderna no empañó del todo su horizonte de vida. Si cocaleros y campesinos estaban dispuestos a enfrentarse a la CIDOB, con la venia de algunos personeros gubernamentales, ello nos motiva a dirigir ahora la crítica a estos sectores. El tufo de diciembre sigue con sus estertores; la resaca no es sólo de un senador del MAS, es de varios personeros gubernamentales que no tienen idea de qué es lo que está en juego, y despotrican contra algo que no achuntan, porque más parecen los delirios de quien sufre todavía los efectos de su propia infatuación.
El autor de «PENSAR BOLIVIA: DEL ESTADO COLONIAL AL ESTADO PLURINACIONAL». Rincón ediciones ([email protected])
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