Hoy día pocos discuten que todo estudio, interpretación o análisis sobre cualquier parcela de la cultura, arte o literatura, posterior a 1936 en España tiene un referente: la guerra civil y sus consecuencias. A partir de 1939, el régimen franquista legitima el nuevo Estado en el nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, la sacralización del poder […]
Hoy día pocos discuten que todo estudio, interpretación o análisis sobre cualquier parcela de la cultura, arte o literatura, posterior a 1936 en España tiene un referente: la guerra civil y sus consecuencias. A partir de 1939, el régimen franquista legitima el nuevo Estado en el nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, la sacralización del poder y la concepción jerárquico-autoritaria de la vida en connivencia con el nacionalcatolicismo defendido por métodos represivos visibles e invisibles. Y, en lo que respecta al campo cultural, una férrea censura controla toda producción artística y literaria. La sociedad española, pues, después de la «victoria,» vivió durante décadas atrapada por un discurso único en una realidad cotidiana de penurias y miedos.
Sin embargo, la ruptura con la cultura republicana no fue total. En el campo poético, la resistencia comenzó desde el principio, aunque con la levedad que imponían las circunstancias. Como ejemplo podemos citar la revista «Espadaña» e Hijos de la ira, de Dámaso Alonso que rompieron con la serenidad impune de los poetas llamados garcilasistas. A partir de este momento, la poesía que se escribía en España iba a discurría por caminos dispares y contrapuestos, cuando no antagónicos.
En 1952, la publicación de la Antología Consultada de la Joven Poesía Española va a dar testimonio del estado real de la lírica española. En ella aparecen dos tendencias: una, social, que defendía el papel que tanto la poesía como el poeta deberían tener en la sociedad y, otra, existencial, que postulaba un humanismo existencialista. La tendencia social era defendida, entre otros, por Gabriel Celaya que, en la poética prologal a su selección de poemas, afirmaba: «La poesía no es un fin en sí. La Poesía es un instrumento, entre otros, para cambiar el mundo…» Años más tarde, cuando otra generación irrumpía en el ámbito de la poesía española, el propio poeta revisa críticamente sus opiniones anteriores, concretamente en 1960, enfatizando la necesidad de crear acceso a la cultura de las clases sociales ya que, según él, sería ilusorio confiar sólo en los recursos literarios. Para salvar la poesía, como para salvar cuanto somos, lo que hay que transformar es la sociedad. Y a esto debemos consagrarnos con todo y, por de pronto, si damos en poetas, con la poesía como arma cargada de futuro.»
Este compromiso social y político pesó como una losa sobre la poesía de Gabriel Celaya que fue reducida y limitada con prejuicios bastardos a una sola tendencia, la social, que dificultó un profundo conocimiento de su extensa obra poética. Sobre esta cuestión, Luis García Montero escribe que es difícil encontrar alguien tan preocupado por la literatura en sí; quien lea los excelentes resultados de su vocación crítica o los frecuentes poemas destinados a pensar en la poesía, comprobará hasta qué punto no se trata de una influencia exterior, sino de un intento de materializar en reflexión poética su conciencia política. Por esta razón, podemos afirmar que la obra poética de Gabriel Celaya, tan numerosa en poemarios como rica en registros poéticos, hunde su razón de ser en la coherencia de un ideario en movimiento y una conciencia que quiere estar machadianamente a la altura de las circunstancias. Desde Marea del silencio (1935) hasta Orígenes (1990) Gabriel Celaya transita por un camino lleno de búsquedas y de riesgos.
Un somero repaso por su obra poética, además de ejemplificar lo expuesto antes, nos permite ver un poeta conocedor de los aciertos y desaciertos de la poesía contemporánea. El vanguardismo y la poesía pura, el intimismo, la definición del «yo» poético en el diálogo con el otro, la historia y la intrahistoria, la ciencia como punto de partida del poema son más que experimentos coyunturales en un poeta que pensaba el futuro en poesía y la poesía en futuro. En suma, una aventura tan apasionante como testificadora de una época en la que títulos como, por ejemplo, Lo demás es silencio, Cantata en Aleixandre, Tranquilamente hablando, Cantos iberos, Las cartas boca arriba y Lírica de cámara son más que una esperanza que ahonda tercamente el vacío en un tiempo en el que la poesía puede ofrecernos la posibilidad de ver el mundo con otra mirada distinta de la que nos imponen los nuevos perros guardianes.