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Lo que el viento no se llevó

Fuentes: Nueva tribuna

Sin pretender ser ejemplo para nadie, hace años que no leo nada de Mario Vargas Llosa. ¿Por qué sí es un magnífico novelista? Porque sus opiniones sobre el mundo que nos ha tocado compartir son radicalmente opuestas a las mías, porque leí La ciudad y los perros y Conversaciones en la catedral y tengo cubierto el cupo, porque hay miles de autores que no he leído y querría leer, porque me aburre. Vargas Llosa es un excelente escritor, autor de dos o tres de los grandes libros del siglo XX, también es una persona que carece de empatía, que representa los valores intrínsecos al buen yanqui aunque sea peruano-hispano y que tiene un altísimo concepto de sí mismo y de la clase social a la que cree pertenecer y que defiende no sólo con sus palabras sino también con sus hechos. La cuestión está clara, el escritor Vargas sobrevivirá a la persona Vargas, y los demás, los que moriremos cuando expiremos sólo tenemos dos opciones o leer sus libros o no leerlos, como en todo.

Hace unas semanas, a raíz del asesinato de George Floyd por la policía de Minnesota siguiendo una práctica muy generalizada en Estados Unidos, miles de manifestaciones inundaron las calles de las principales ciudades del mundo clamando contra el racismo y la impunidad de los racistas. Estados Unidos siempre fue un país racista, desde sus comienzos como nación tras la independencia del Reino Unido. La mayoría de los presidentes norteamericanos del siglo XIX tuvieron esclavos y ningún remordimiento por ello. En el siglo XX la segregación y la persecución racial, el odio al negro y al hispano, al pobre que consideraban peligroso para su bienestar y para sus sentidos, continuó siendo la norma pese a la tan loada presidencia de Kennedy, a pesar de la presidencia de Obama. Preguntado por un periodista sobre la situación de los negros en el país, un campeón de los pesos pesados cuyo nombre lamentablemente no recuerdo ahora mismo, respondía: “¿Ha sido usted negro alguna vez? Yo sí, fui negro, no vea lo mal que se pasa, ahora ya no lo soy”. En pocas palabras aquel boxeador dejaba bien claro que una de las pocas salidas que le quedaban a los negros para dejar de ser despreciados y maltratados era dedicarse al deporte, a la música o a cualquier otra actividad que entretuviese a los blancos y, por tanto, les abriese las puertas que abre el dinero, situación que sigue siendo hoy muy parecida en Estados Unidos y que se extiende al resto del mundo occidental, ese que todavía se llena la boca con la palabra democracia, aunque sea para ciscarse en ella. Ser negro y pobre es de lo peor que se puede ser en estos días.

Además de las manifestaciones que todavía siguen recorriendo ciudades de todo el mundo, se ha desatado una especie de persecución histórica que no tiene el menor sentido. Ante las acusaciones de racismo, la plataforma HBO retiró Lo que el viento se llevó de su cartelera, advirtiendo después de que la repondría con un aviso explícito sobre su contenido. Esa es una película grande, una película que retrata como pocas el mundo clasista y racista de un Estado del Sur durante la guerra civil y la posterior reconstrucción. Evidentemente canta con añoranza aquel tiempo perdido en que los ricos blancos eran muy felices y sus sirvientes negros también, pues cada uno había nacido para una cosa. ¿Hay que prohibir la película, hay que prohibir a Vargas Llosa por otros motivos? Sería una barbaridad, un disparate, algo impropio de países desarrollados, libres y justos. No hay mejor manera de analizar al fascismo español que leer los infumables libros de Comín Colomer, Arrarás, el padre Tusquets o Francisco Casares, nada como leer el ABC, Ya Arriba. No hay tampoco mejor forma de saber qué pensaban, sentían y sienten los racistas yanquis que ver Lo que el viento se llevó, una película de excelente factura que iba a dirigir Georges Cukor y terminó realizando Víctor Fleming. Del mismo modo que es valiosísimo el gran cine del Oeste, una de mis pasiones, para saber cómo se ha conformado el pensamiento colectivo de esa nación llena de migrantes en busca de la quimera del oro. El Wéstern es la historia de un país hecho a balazos contra todo y contra todos que alcanza cotas magistrales en películas como Centauros del Desierto de Ford, Duelo al Sol de Vidor o Río Bravo de Hawks. Hay en ellas épica excesiva en muchos casos, hay supremacismo blanco en otras y darwinismo social en las más. Pero ese tiempo fue así, muy parecido a como lo cuentan y esos son los valores que quisieron inculcar en su gente. No se trata de no verlo, se trata de apreciarlo en lo mucho que vale, con todo el espíritu crítico del mundo, sabiendo lo que uno ve y en qué contexto fue hecho. Lo que toca ahora no es prohibir nada, sino ver, aprender y luchar para que lo malo, lo ruin, lo miserable no vuelva a servir de modelo de comportamiento individual ni colectivo.

Lo mismo que ha pasado con el cine, sucede con determinados personajes históricos juzgados con los valores de hoy. La democracia no comienza a tomar forma hasta la revolución francesa cuando se establecen principios y valores que se plasman en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, ampliada cuatro años después. Es a partir de ahí cuando se empieza a construir el edificio de la democracia, cuando se principia a valorar al hombre como sujeto de derechos inalienables, cuando se ponen las bases para que las conductas esclavistas, racistas, explotadoras, corruptas, nepotistas, excluyentes sean severamente criticadas por los filósofos y, más tarde, por amplias capas de la sociedad. Juzgar hoy a Colón con los parámetros democráticos más exhaustivos cuando todos somos testigos del brutal ataque que está sufriendo la democracia actualmente por los grandes poderes económicos globales y por la deserción de los de abajo, es cuanto menos un disparate que nos puede llevar a prohibir los lienzos de Rubens por misóginos, los de Velázquez por monárquicos o los de Caravaggio por contrarreformistas.

Juzgar a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón fuera de contexto y de manera simplista, nos puede llevar a borrar la historia del mismo modo que en otro tiempo llevó a su absoluta manipulación. En su contexto, los Reyes Católicos fueron los primeros en someter a la nobleza y poner las bases del Estado Absolutista, que fue un avance respecto a la monarquía feudal. Desde luego no fueron demócratas ni creyeron en el Estado del Bienestar ni en la División de Poderes.

El arte, en todas sus dimensiones, ha estado secularmente ligado al poder, a la iglesia católica, a la protestante, a la nobleza, a la banca, a quienes tenían dinero porque los pintores, escultores, arquitectos, poetas, filósofos y músicos querían comer y, de ser posible, vivir bien, cosa que la inmensa mayoría no conseguía. Borrar la historia no es en ningún caso el camino, el camino es conocerla, estudiarla y difundirla, mucho más en un tiempo en el que los valores democráticos que tanto han costado conseguir están siendo fieramente atacados por una ultraderecha mundial mimada por los poderes económicos que crece en los vacíos que deja la violación constante de los derechos humanos esenciales y en la dejación de funciones de los gobiernos democráticos para combatir con extrema contundencia cualquier formación, manifestación o reivindicación fascista. No se dan armas democráticas a quien quiere destruir la democracia.

Fuente: https://www.nuevatribuna.es/opinion/pedro-luis-angosto/viento-llevo/20200616181814176192.html