Si queremos comparar los años 60 con los actuales, podemos decir objetivamente que, en los noventa, el telón ha caído, el espectáculo acabado y la lucha, la gran lucha por poner punto y final al capitalismo, comenzado.
En aquellos 60 parecía que todo, de la noche a la mañana, se podía transformar y lo establecido desde hacía siglos era puesto en cuestión. La magia de la espontaneidad, las nuevas relaciones entre hombre y naturaleza, entre los hombres y mujeres, entre la vida y lo cultural, un nuevo modo de entender la sexualidad. El mundo se nos mostraba virgen y renovado; cada día contemplaba un nuevo nacimiento, una nueva idea, un nuevo gurú,..
Los modernos socialdemócratas, nostálgicos de la intervención del estado para conseguir el bienestar económico y social de sus poblaciones (pensemos en Tony Judt), han venido a pensar estos últimos años que estos jóvenes (hay que reconocer que en Francia y en Italia, además de los jóvenes, se pusieron en huelga millones de trabajadores), al oponerse de forma frontal a que el estado se inmiscuyera en las vidas individuales, conllevó a una lógica, no querida conscientemente por «los revoltosos de los 60», donde el Estado era malo y había que dejar que el individuo se liberara, actuando y expresándose según su particular naturaleza. Equivocadamente, llegan a la conclusión que la burguesía aprovechó esta oda al individualismo original para transformarlo en un canto al individualismo económico, al neoliberalismo que dominará décadas después. Evidentemente, tuvo más que ver la crisis general del capitalismo en 1973 que los ensueños de los jóvenes de los 60 en la venida de la nueva fase de explotación capitalista.
Frente a los años 90, descritos como mediocres y revolucionariamente pacíficos, cuando no retrógrados, los 60 parecían revolucionarios. Marxistas y de izquierdas, con el condimento de la juventud: todo un lujo del que había que disfrutar.
Contra la sociedad de consumo de los 60 se sublevaron las juventudes (y no sólo ellas) occidentales de aquellos años. Buscan la libertad en todos los ámbitos: en el sexo, en las relaciones con la naturaleza, acabar con los lugares donde confinan a los «descontentadizos» e inadaptados (los manicomios, las cárceles, las escuelas, los cuarteles,…). El divorcio que pronto tiene lugar entre estudiantes y trabajadores se debe a razones mucho más profundas a las que se han aducido habitualmente: la burocratización de los partidos de izquierda y los sindicatos que impidieron el desarrollo del movimiento obrero (lo cual constituye una obviedad), pero también parece que los obreros vieron en aquellos jóvenes un excesivo culto al individualismo en detrimento de las colectividades sociales liberadoras y constructivas, punto este bien diferente al de los movimientos sociales y contestatarios de los noventa y primera década del XXI, con su amor al anonimato, a la falta de espectacularidad, la búsqueda del trabajo colectivo, la resurrección de las viejas formas sociales de vida ajenas a la explotación y a la búsqueda del lucro,…el movimiento zapatista, con sus primeros y pasajeros líderes con las caras tapadas por pasamontañas – y del que se desconoce hasta el nombre de quien lo encabeza- es buen reflejo de ello. En similares términos se plantearon los movimientos antiglobalización, los del 15-M, Occupy Wall Street, las revoluciones árabes,…).
Sin embargo, en aquella revolución de los 60, allí estaban los Foucault, Marcuse, Sartre, Debord, Althusser, Cohn-Bendit,…declamando entre las multitudes, participando en juicios populares en el nuevo Irán o en la Revolución Cultural China. Al principio, en su emoción eurocéntrica, ni siquiera observaron la importancia de la Revolución Cubana, que consideraron una revolución de campesinos que malamente habían leído a Marx. Sartre y Sweezy, con su revolucionarismo prooccidental, tuvieron que dar el beneplácito final y necesario a la misma (Jean Paul Sartre, Sartre on Cuba (N.Y.: Ballatine 1961) Paul Sweezy y Leo Huberman, «Cuba: Anatomía de una Revolución» (N.Y.: Monthly Review 1960).
La revolución contra el consumismo y una vida superficial acabó convirtiéndose en la última oleada consumista. Hasta el pobre Che se vio vendido, encamisado, emboinado,…en una ola de estupidez. En cuanto a la música Rock y todas otras formas liberadoras, unidas habitualmente a los alucinógenos, se vestían de izquierda y aún siguieron haciéndolo en el futuro, en ocasiones especiales, con conciertos millonarios. Conseguida la aureola sacra del progresismo y difundido el movimiento contracultural que fue, como diría James Petras, «de una manera muy deliberada un individualismo retrógrado e invertido, que se prestó más tarde (así como muchos de sus fieles) a ser captado fácilmente por los ideólogos del «populismo de mercado»: agentes de cambio y bolsa esnifando drogas, mercachifles de cabellos largos de la tecnología de la información y escritores de disparatados eslóganes publicitarios para las compañías de relaciones públicas«. O para ser más claros «La mayor parte de los escritos académicos de la contracultura no fue más que populistas adulaciones a las hormonas adolescentes y a los adolescentes retardados de mediana edad. Es significativa la rapidez y decisión con la que los roqueros se unieron a la clase capitalista en su visión, sus ingresos, sus acciones y su estilo de vida. Mick Jagger y Cía., con su activo de 250 millones de dólares, sigue agitando su flaco trasero ante las multitudes cantando «Street Fighting Man», mientras se codea con brokers y agentes de bolsa en las suites de los hoteles» Lástima, sin embargo, de sus seguidores, mucho de los cuales no pudieron sobrevivir a los 80 ni conocer al movimiento yuppie de los noventa, porque «destruyó física y mentalmente a muchos jóvenes con sus excesos con drogas y su falsa ética anti-trabajo. Mientras los roqueros tenían el dinero necesario para divertirse, entrar en clínicas de desintoxicación y contratar abogados caros para no ser encarcelados, la mayoría de sus seguidores vagabundeaban sin horizonte, dormían entre rejas, terminaban haciendo trabajos de jornaleros ‘lumpen’, o condenados a largas sentencias en la cárcel o en los asilos«. Que se lo pregunten a Carlos Castilla del Pino y más aún a tantas familias desamparadas que vieron como toda una generación moría víctima de las drogas. El sistema tuvo que detener la plaga, porque aunque daba dinero, sin trabajadores no hay beneficio y la plaga de heroína que vivió España, por ejemplo, en los años 80, se esfumó con la misma rapidez con que apareció.
En España se abandona, en lo literario, el realismo social de los años 50 para pasar, en el famoso hito que marca «Tiempo de Silencio», de Martín-Santos, a la novela experimental -vanguardista, si no fuera porque las vanguardias hacía 40 años que habían pasado a mejor vida-.
Un tan aclamado representante del realismo social como Alfonso Grosso se nos aparece repentinamente con una novela que muestra todo el barroquismo del mundo de la novela de boom hispanoamericano «Ines just coming», con monólogo interior incluido (a lo Joyce o a lo Proust ), esta vez un monólogo interior técnicamente bien tratado, al contrario de los chapucerías que al respecto nos ofrece Tiempo de Silencio, una novela, por otra parte, en muchos aspectos, genial. La gran novela crítica que se había desarrollado en España en los años cincuenta recibe un varapalo día tras día en los manuales al uso, varapalo repetido hasta la saciedad desde entonces hasta nuestros días: simplista, maniquea, falta de recursos, provinciana, técnicamente deleznable (y sin embargo, ahí tenemos «El Jarama», las obras de Ignacio Aldecoa, de Antonio Ferres, de Juan Benet,…Sobra hablar de tanta estupidez pasada y presente).
En los 50 se describían multitudes anónimas que, más que luchar, sufrían, porque en España no se vivía el capitalismo, sino la acumulación originaria del mismo que vino tras los acuerdos con los norteamericanos y el capital europeo y que trajo todos los sinsabores de la marcha del campesinado a los suburbios de las nuevas ciudades industriales, al País Vasco, a Cataluña, a Alemania,… Emblemáticas consideramos las novelas «La Piqueta», «La Mina» y «Central eléctrica»,…, en tanto que en los 60, aunque no se obvia las grandes y nuevas clases sociales que crea una industrialización desenfrenada, especulativa y descompensada,… predomina, en la nueva novela, el personaje individual que observa esa sociedad española sin futuro ni posibilidad de libertad (como el médico investigador de Tiempo de Silencio, muy comprometido socialmente, que ayuda en los suburbios, pero completamente inmerso en lo que en la época se llamaba mentalidad pequeñoburguesa). En «Ines just coming», los personajes viven sus mundos, sus amores, en medio de una sociedad, evidentemente, pero con un gran distanciamiento entre el mundo social circundante y los mil vaivenes de los protagonistas que recorren la trama de la novela. No es una novela de la Revolución Cubana, pese a desarrollarse en ese país.
Siempre se ha emparejado el realismo social en literatura con la obra teórica de Lukács. Del mismo se ha dicho que tenía dos pasiones, la estética y la política; en realidad sólo tenía una, la política (la socialista, claro) en la que se adentró en gran parte porque tenía que hacer algo cuando políticamente se le obligaba a callar. Después de ser ministro de cultura en el gobierno de Imre Nagy en la revolución húngara del 1956, se le permitió volver a Hungría para escribir su libro de «Estética». Algo parecido le sucedió después de su actuación política en la República socialista de Hungría en 1919. Lukács no se opone al protagonismo de los individuos en la novela (nos hallaríamos entonces ante una novela de tesis, a la que es totalmente contrario), sino a que sólo sean eso: individuos que únicamente se representan a sí mismos.
Si Lukács calló muchas veces no fue por miedo o cobardía (cuando intervino en política lo hizo en las circunstancias más difíciles), sino por algo bastante más simple: consideraba el capitalismo como el sistema social donde menos se podía desarrollar el ser humano (circunstancia nada nimia: sus escritos juveniles, pre-marxistas muestran como en el mundo griego, a semejanza de la Edad Media para Ernest Bloch -escritor al que estuvo muy ligado durante algunos años- permitía en determinados grupos el desarrollo en plenitud de la persona humana). Sus estudios sobre la reificación y alienación en el capitalismo, que constituyen el punto más original de su «Historia y Conciencia de Clase» y que ha influido poderosamente en autores posteriores (la deuda de Heiddegger para con él es inmensa, aunque no suele comentarse, en todos los filósofos de la llamada Escuela de Frankfurt, en Foucault, en Deleuze, Guattari ,…) es un análisis magistral sobre la imposibilidad de unir capitalismo y plenitud humana. Algunas veces comentó que en su juventud nunca había sentido admiración por algunos aspectos del capitalismo, hecho tan típico entre intelectuales que apuesta por otro tipo de sociedad y les queda posos de la antigua mentalidad, que consideran inconscientemente como la normal.Por ello, por su repugnancia hacia el capitalismo, se acogió a las sociedades burocráticas del este, que aborrecía en tanto formas pervertidas del socialismo: en la entrevista de los últimos años de su vida con un comunista australiano, al que pidió que no hiciera pública hasta después de su muerte afirma que Stalin y el post-estalinismo habían acabado con el marxismo y el socialismo durante bastante tiempo (llegó a barajar los doscientos años), pero que, en todo caso, Stalin había conseguido tres cosas: vencer en la Segunda Guerra Mundial, impedir que Hitler dominara Europa y que el capitalismo norteamericano se adueñara completamente del mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Soportó los regímenes del Este por repugnancia al capitalismo, pero aprovechó las dos ocasiones que le ofreció la vida (la revoluciones húngaras de 1919 y 1956) para intentar ayudar a parir una auténtica sociedad socialista. Entretanto, sólo cabía esperar. A fin de cuentas, como afirma en aquella entrevista, el capitalismo había necesitado cinco siglos para dominar el mundo. Dos siglos para que el socialismo hiciera lo propio no le parecía exagerado.
Un escritor considerado habitualmente -y no sin razón- como furibundo anticomunista, Soljenitsyn, fue bastante admirado por Lukács, ya que describía los grandes defectos (es decir, horrores) de las sociedades stalinistas. En Lukács, la novela no debe reflejar multitudes, sino personajes arquetípicos que representan grupos sociales y permiten mostrar -en el desarrollo del relato- la totalidad social, el movimiento de la misma, sus tendencias,…en un momento histórico determinado. El autor dejará actuar libremente a los personajes-tipos -independientemente de que su actuar se adecúe a sus propias ideas político-sociales – en una serie de acciones que reflejan las fuerzas en lucha en una sociedad.
Si Lukács hubiera leído Tiempo de Silencio no la hubiera considerado obra realista, porque aunque refleje muy bien el mundo del chabolismo, de la miseria social en la España de principios de los sesenta, época del capitalismo originario en nuestro país,…las nacientes clases obreras fabriles se representan como simples seres sufrientes, marionetas sin objetivos, movidas por el azar -y también por la idea preconcebida del autor de que el problema de España no tiene solución…-y un protagonista hundido en su paranoico mundo personal, por mucho que quisiera implicarse en la lucha social. En la gran novela – las de Thomas Mann, Balzac, Clarín, Galdós,…- la ideología del autor no interviene en la actuación de los protagonista. La idea final, si es que aparece, provendrá de la misma novela, no de un prejuicio ideológico previo del autor.
Lo mismo consideró en Faulkner, en donde desaparece la épica, con personajes que viven pasivamente, desde sus distintas situaciones, la realidad del momento. No critica la obra de Faulkner o de Joyce (o como hubiera criticado muchas del llamado «boom» hispanoamericano), por su barroquismo, por no ajustarse a la realidad, por el monólogo interior, por las concesiones a la fantasía o lo sobrenatural,…sino porque aunque sean obras donde los autores ven la miseria del mundo capitalista que les circunda y consiguen reflejar perfectamente, su visión pesimista, individualista y solitaria de la sociedad, lejana, les impide crear, desde la autonomía del arte, un mundo en movimiento que muestre los enfrentamientos en el encuadre de una buena narración.
Admiraba, en cambio, las obras de Norman Mailer (en especial, «Los desnudos y los muertos» que leyó nada más publicarse) y del español Jorge Semprún. En el realismo social español de los cincuenta simplemente hubiera visto un simplón retrato, especular, de la sociedad del momento, pues el fin de la novela no es retratar, sino ahondar y plasmar una sociedad en movimiento (toda sociedad lo es): adónde se dirige, o en donde se estanca, o retrocede. Nada se ha entendido peor que «la teoría del reflejo en literatura» propuesta por Lukács.
Aquellos del 60, quejosos ante el consumismo, hubieran caído en él si no llega a ser por las nuevas realidades de los 80 y 90, en que otras fiebres económicas, de muy distinto tenor, corrían. Sin embargo, los noventa, pese a lo que se ha querido ver por la desmoralización que produjo en muchos el hundimiento del burocratizado mundo socialista en 1989 (un infortunio histórico, pese a todo), aquella década tiene en su haber bastante más logros que los revolucionarios 60.
El movimiento zapatista, la preparación del bolivarismo después del caracazo y la primera lucha seria contra el neoliberalismo, los movimientos antiglobalizadores, que consiguieron más contra el FMI, el BCE y la OMC que todas las luchas anteriores, desprestigiándolos ante la opinión mundial y consiguiendo que sus reuniones sirvieran de muestra en la calle de la fuerza del movimiento popular (sangrientamente reprimido en tantos lugares), los movimientos campesinos en tanto puntos del globo (ninguno tan organizado como el de los Sin Tierra (MST) de Brasil, que ha ocupado más tierras que todos los de los años 60 y 70, levantando hospitales, escuelas y una cultura emancipatoria que tiene su colofón (por ahora) en el movimiento popular organizado más importante de toda la historia pasada: Vía Campesina. En cuanto a Colombia, el genio anónimo de Marulanda, con sus decenas de miles de guerrilleros (nunca conseguido tampoco en los 60) preocupa sin duda más al imperio que lo que fue la Nicaragua sandinista o la Cuba actual. En los posibles acuerdos de Paz que se celebran en la Habana entre el bando popular y la oligarquía, de conseguir -apoyado en las masas del pueblo- las FARC cambios económicos y políticos de entidad, hará resquebrajarse muchos de los supuestos del imperialismo en Latinoamérica. Los millones de dólares gastados por los norteamericanos allí son una buena muestra de su plena consciencia de lo que pasa. El movimiento revolucionario, una constante en la historia, pese a las apariencias, se ha recrudecido en los años 90 del pasado siglo y en los que van del presente. Si queremos comparar los años 60 con los actuales, podemos decir objetivamente que, en los noventa, el telón ha caído, el espectáculo acabado y la lucha, la gran lucha por poner punto y final al capitalismo, comenzado.