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¡Los chicos murieron, los jefes los vendieron!

Fuentes: Rebelión

El conflicto del Atlántico Sur fue escenario de la reivindicación de la soberanía y del rechazo a la dictadura sangrienta. La represión del régimen en declive todavía daba coletazos.

La noche del 15 de junio de 1982, al día siguiente de la rendición, la calle estaba llena de rumores confusos. Había una marcha en el centro de la ciudad, no estaba claro quien convocaba. La ira acumulada por todo el episodio bélico de las islas nos impulsó a ir.

Desembocamos con un grupo de compañerxs de militancia en Plaza de Mayo y ya los fogonazos y el humo de los gases lacrimógenos inundaban la plaza. Grupos de manifestantes enfurecidos parecían dispuestos a ponerle el pecho a la represión. Brotaban cánticos de voces roncas. Uno de ellos era de una elocuencia y sencillez apabullantes e invitaba a repetirlo hasta la afonía: “Los chicos murieron, los jefes los vendieron.”

Era el anticlímax del “vamos ganando” que los grandes medios habían sostenido casi hasta el final. Sospecho sin embargo que la mayoría de lxs que estaban allí se contaban entre los escépticos tempranos acerca del desarrollo del conflicto. No había sorpresa.

Era la ira frente a las muertes de los soldados y a la arrogancia de los dictadores la que hacía brotar esos gritos desde las tripas, mezclados con el deseo imperioso de que la dictadura se terminase de una vez.

Esos cánticos indignados no eran una total novedad. Recordábamos una consigna repetida en las marchas que se habían hecho a partir del 2 abril: “Sí a Malvinas, no a la dictadura”. Asimismo estaba la frase de las madres de Plaza de Mayo: “Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también.”

Esas divisas resultaban sintomáticas. Existían opiniones del tipo: “Son unas islas de mierda en el medio del océano que no deberían importarnos y no valen la vida de un solo argentino”. Pero aún desde la mirada crítica era mayoritaria la adhesión al planteo de soberanía, al repudio hacia el colonialismo inglés, a la aversión hacia el poderío “yanqui” que lo apoyaba con siniestra eficacia.

Dejamos rápido la plaza, perseguidos por el humo de los gases que la policía arrojaba sin cesar. Y enfilamos hacia la calle Corrientes, el escenario de casi todos los encuentros (y desencuentros) de aquel tiempo.

Al llegar a la esquina de Talcahuano había allí un grupo de jóvenes como nosotros. Portadores de un enojo más vehemente que el nuestro, parecían dispuestos a “romper todo”. Una cabina telefónica medio destruida y un par de vidrieras rotas eran testimonio de la ira.

Nos paramos a mirar desde la vereda de enfrente, dubitativos. De por sí no teníamos propensiones violentas y nos parecía que era un desahogo comprensible, pero inútil. Sólo seguimos cantando consignas contra la dictadura y de denuncia del despropósito del Atlántico Sur.

No vimos venir a un par de carros de asalto. La policía vino sobre nosotrxs en lugar de enfilar hacia quienes hacían sentir su cólera enfrente. Tal vez nos vieron como una presa más fácil, con menor capacidad de resistencia.

Casi sin darme cuenta de lo que pasaba un policía me tiró al piso y me aprisionó con la pesada Itaka que portaba. No había chances de escapar. Fuimos varios lxs detenidos en ese momento. De inmediato nos condujeron a una comisaría situada en la calle Tacuarí.

De abril a junio, de la recuperación a la caída.

Vale la pena recordar cómo habíamos llegado a ese momento.

Sobre el fin del año anterior asumió la presidencia dictatorial Leopoldo Fortunato Galtieri. Había dicho en seguida “las urnas están bien guardadas”. Encajaba con el arquetipo del militarote de escasa lucidez, que quizás por eso mismo se siente omnipotente. Algunos informes políticos caratulaban el ascenso de Galtieri como un “giro a la derecha”. Algo difícil de justipreciar dentro del vendaval reaccionario que azotaba al país desde 1976.

El descontento con la dictadura ya era palpable por entonces. Se criticaban cada vez en voz más alta los terribles efectos de la represión, los resultados destructivos de la política económica, la terrible cerrazón cultural. Resonaba el reclamo de “aparición con vida” de los desaparecidos, que ya se sabía hacía tiempo que eran millares.

El 30 de marzo fue la primera protesta masiva, y miles de personas se desgañitaron gritando que la dictadura se iba a acabar. Con serio riesgo de ser arrestados, como le ocurrió a más de un millar de lxs manifestantes.

Para el 30 el tema de Malvinas ya había ganado presencia en los medios y en las conversaciones cotidianas. Un confuso incidente con chatarreros que habían izado el pabellón nacional en las islas Georgias del Sur hacía crecer un clima de vísperas de alguna decisión dramática.

Con la fuerte sospecha de que todo era un “armado” para dar lugar a un operativo diversionista de la dictadura, el que esto escribe y sus compañerxs de militancia habían bautizado todo el asunto como “la máscara de Malvinas”, una tapadera para la crisis económica y política que tomaba impulso creciente.

Unos años antes ya habíamos padecido el amago de guerra inminente con Chile. En aquel caso el absurdo era patente, porque no había una reivindicación histórica en juego. Además de que significaba la guerra con un país vecino, con tradiciones compartidas. Sabíamos que los entredichos importantes sobre la frontera que alguna vez existieron se habían solucionado hacía varias décadas.

Sólo los impulsos belicistas, el ansia de sangre y destrucción de la caterva que oprimía al país podían darle sustento al propósito de guerrear contra la feroz dictadura trasandina.

Lo de Malvinas se presentaba diferente. El adversario era el imperio británico. Lxs argentinos habíamos sido educados desde niños en el reclamo de recuperación de soberanía. Y no estaba por entonces claro que la ocupación de las islas llevase a un choque armado. Más bien al contrario, la abrumadora propaganda acerca de que Gran Bretaña no enviaría tropas para recuperar el archipiélago, había convencido a la mayoría de que no habría guerra.

El entusiasmo fue general después de la toma del archipiélago. Y se extendió incluso a las primeras etapas del enfrentamiento militar. Ese ataque británico que se suponía que no iba a ocurrir.

Algunxs teníamos conciencia de que Gran Bretaña era una potencia militar de primer orden que mal podía sufrir una derrota frente a un país periférico, con una economía desgastada y fuerzas militares de cuya capacidad profesional se sospechaba.

Otrxs, demasiados, se ilusionaban con una victoria. Esperanza que era azuzada por los medios de comunicación, que desplegaban todos los tonos del nacionalismo y del triunfalismo.

El hundimiento del crucero General Belgrano potenció el descreimiento de mucxs. Centenares de vidas perdidas. Y la evidencia palmaria de que el Reino Unido avanzaba con decisión imperturbable hacia la reconquista.

Tiempo después las sombras de la inminente derrota se espesaron. Las tropas británicas irrumpieron por el estrecho de San Carlos. El establecimiento de una “cabeza de playa” luego del exitoso desembarco fue el inicio del avance incontenible en dirección a Puerto Argentino. Sabíamos ya que jóvenes de nuestra edad, mal armados, mal alimentados y con poco entrenamiento morían a centenares en combates sin esperanza.

Aquellos días fueron de un transcurrir vertiginoso y a veces confuso.

Quien escribe estas líneas recuerda a la Facultad de Derecho convulsionada. Volantes, documentos, actos en el hall de la facultad, mesas de debate, reuniones de la comisión reorganizadora del centro de estudiantes. La guerra permitía actividades públicas que sólo días antes hubieran dado lugar a una rápida y brutal represión.

Las discrepancias eran variadas. Estaban las agrupaciones que querían mantener la apelación a las negociaciones y a la paz. Y otras que, montadas en el ímpetu bélico, sólo hacían votos por “la victoria”. También se agitaban las discrepancias en torno a si había que hermanar la reivindicación malvinera con el rechazo rotundo a la dictadura o bien cabía la postergación del reclamo antidictatorial.

En lo que se coincidía era en el repudio del despliegue británico, estadounidense y de toda la OTAN que se nos venía encima.

En las calles hubo grandes marchas en las que coexistían los entusiastas acríticos con los que no bajábamos las banderas.

Desde la Patagonia trascendían quejas por la “indiferencia” reinante en Buenos Aires y otras zonas alejadas del escenario del conflicto. Se criticaba que los bares y restaurantes seguían llenos. Y que los comentarios sobre la guerra alternaran con las expectativas por el próximo comienzo del mundial de fútbol.

Quien esto escribe cree que no había tal indiferencia, sino una necesidad de “aturdirse” frente a la vorágine de acontecimientos y de sensaciones encontradas. En el sur, a pocos kilómetros del teatro de operaciones, no había ningún margen para distraerse respecto a la guerra. Unos centenares de kilómetros hacia el norte podía desviarse la mirada, aunque fuera por unas pocas horas.

Los días previos a la rendición de Puerto Argentino viajó al país el papa Juan Pablo II. Muchos no entendíamos bien el sentido de esa visita, cuando ya no había espacio para la negociación y la derrota era inminente. De cualquier manera se reunieron multitudes para recibir al pontífice.

También en vísperas de la rendición se jugó el primer partido del mundial. Hasta el fútbol trajo una derrota argentina. La selección jugó muy mal y perdió contra Bélgica

Días de cárcel.

Volvamos a nuestro apresamiento. En la comisaría hubo maltratos (un revolver apuntado y gatillado en la cabeza, amenazas, algún cachetazo) pero no torturas. A la noche encerraron a cada uno en un calabozo diminuto, en el que no había espacio para acostarse. Hubo que dormir sentado sobre un banco de cemento.

Eran épocas de plena vigencia del espurio sistema de los “edictos policiales” que le otorgaba poderes al jefe de la policía federal para emitir condenas breves a prisión. A los presos de aquella noche nos propinaron 30 días por “desacato” agravado por “resistencia a la autoridad”. Se disponía que los días de detención se cumplieran en la cárcel de Bermúdez y Nogoyá.

Una vez en la cárcel el trato mejoró. Es probable que la visible debacle de la dictadura (Galtieri acababa de renunciar y la junta militar se había disuelto) apaciguara los impulsos represivos. Nos ubicaron en un mismo pabellón a todxs los detenidos en la noche del 15 y no nos molestaron en exceso. Incluso tuvieron la deferencia de traernos un artefacto eléctrico para que el agua de las duchas saliera caliente, lo que superó nuestras expectativas.

También vino alguien a comunicarnos que podíamos pedir libros y otros materiales de lectura a la biblioteca de la cárcel.

Aquellos días los que éramos militantes o los que sin serlo estaban muy politizados nos la pasamos en discusiones. Había dos trotskistas, dos socialistas y tres comunistas. Y algún simpatizante de izquierda sin pertenencia definida. Se departía sobre la guerra, por supuesto, pero la mirada iba más lejos: La Unión Soviética, Cuba, el carácter de la revolución en Argentina. Y el peronismo, claro.

La comida era mala, pero dejaban remitirnos provisiones a los parientes y amigos. Lo poníamos todo en común. Nadie pasaba hambre ni se veía obligado a consumir los platos infames que salían de la cocina de la cárcel.

Durante nuestra estancia en Villa Devoto la condena fue reducida a 15 días. Y la eficaz intervención de los abogados de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre apeló esa decisión y consiguió sacarnos unos días antes. En mi caso pasé diez días en la antigua cárcel de contraventores

Me llamaron una mañana para ser interrogado por el juez. El magistrado que me tocó en suerte me dio la libertad en el acto. Mis “efectos personales” habían quedado en Devoto y tuve que buscarlos, no recuerdo si ese mismo día o al siguiente. Me hicieron esperar durante horas para entregármelos. Otro mal trago.

Me esperaban afuera mis padres y la tristeza de que mi papá estaba muy enfermo, ya sin remedio. También me aguardaba la pérdida del trabajo por mi ausencia “injustificada”. Y la incertidumbre acerca de cómo me las arreglaría para subsistir de allí en adelante.

Tales circunstancias adversas no me apartaron de la militancia universitaria y de las discusiones políticas candentes. Me compensaba asimismo la alegría de ver, ahora sí, el acercamiento inexorable del fin de la dictadura.

El episodio bélico había terminado. Pero el cántico indignado por los soldados muertos en combate y los jefes traidores seguía resonando en mi cabeza y en la de millones. Los días de Malvinas nos habían marcado, para siempre.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.